Cruzó la bulliciosa calle y se paró un rato en el puente de Henley. El Támesis se desplegaba pacíficamente ante él, muy distinto a la estruendosa masa de agua que atravesaba Hambleden Weir. El curso del río iba hacia el norte después de Henley, viraba hacia el este antes de llegar a Hambleden y luego serpenteaba hacia el noreste antes de dirigirse hacia el sur, a Windsor. ¿Podía Connor haber caído en el río aquí, en Henley, y haberse ido a la deriva corriente abajo hacia Hambleden Lock? Pensó que era muy improbable, pero se hizo una nota mental de que tenía que preguntarlo a los de Thames Valley.
Dio una última mirada a las sombrillas de color rojo y blanco de las bebidas Pimm que lo tentaban desde la terraza del pub Angel. Tenía cosas más importantes que hacer.
Unos cuantos metros más allá del pub encontró la dirección que buscaba. Al lado de un salón de té un discreto cartel anunciaba THE GALLERY, THAMESIDE. Una única pintura con un elaborado marco dorado adornaba el escaparate. La campanilla de la puerta sonó electrónicamente cuando Kincaid la empujó. La cerró suavemente detrás de él dejando atrás el zumbido de la orilla del río.
El silencio se asentó a su alrededor. Una gruesa alfombra bereber que cubría el suelo amortiguó sus pasos. Parecía que no había nadie. En la parte trasera de la tienda había una puerta abierta tras la cual se veía un pequeño jardín amurallado, y detrás de éste había otra puerta.
Kincaid miró la sala con interés. Las pinturas, espaciadas generosamente por las paredes, parecían acuarelas de finales del siglo diecinueve y principios del veinte. La mayoría eran paisajes ribereños.
En el centro de la habitación, un pedestal sostenía una elegante escultura de bronce de un gato agazapado. Kincaid pasó la mano por el frío metal y pensó en Sid. Había quedado con su vecino, el comandante Keith, para que lo cuidara mientras él estaba fuera. Si bien el comandante profesaba un desagrado hacia los gatos, cuidaba de Sid con la misma áspera ternura que había mostrado hacia la anterior dueña del gato. Kincaid pensaba que para el mayor, al igual que para él, el gato era un vínculo vivo con la amiga que ambos habían perdido.
Cerca de la puerta del jardín había una mesa cuya atestada superficie contrastaba con la sobria pulcritud que había visto en el resto del lugar. Kincaid ojeó rápidamente los desordenados papeles y luego pasó a la segunda habitación, que estaba a un nivel inferior.
Contuvo la respiración. La pintura que colgaba en la pared opuesta era un rectángulo estrecho y largo -quizás medía 90 centímetros de ancho y 30 centímetros de alto- y una lámpara montada justo encima la iluminaba. El cuerpo de una chica ocupaba casi toda la tela. Vestía camiseta y tejanos y estaba estirada en un prado con los ojos cerrados. Llevaba un sombrero inclinado hacia atrás sobre su cabello castaño y junto a ella, en la hierba, había una cesta de manzanas que se habían volcado encima de un libro abierto.
Era una composición sencilla, casi fotográfica por su claridad y detalle, pero poseía una calidez y profundidad imposibles de capturar con una cámara. Uno podía sentir el sol en la cara de la chica vuelta hacia el cielo. Uno podía sentir la satisfacción y placer que ese día ofrecía.
Otras pinturas del mismo artista colgaban cerca: retratos y paisajes con los mismos colores vivos y la misma luz intensa. Al mirarlas Kincaid sintió nostalgia, como si tal belleza y perfección estuvieran fuera de su alcance a menos que él, como Alicia, pudiera entrar en la tela e introducirse en el mundo del artista.
Se había inclinado para ver la firma garabateada cuando una voz detrás de él dijo:
– Bonitas ¿no?
Kincaid, sobresaltado, se puso derecho y se dio la vuelta. El hombre estaba de pie en la entrada trasera. Su cuerpo estaba en la sombra, mientras que el sol iluminaba el jardín que había detrás de él. Cuando entró en la habitación Kincaid lo pudo ver con más claridad: alto, delgado y de facciones cuidadas, con una mata de pelo gris y lentes que le daban un aire de contable en contraste con el suéter y pantalón informales que vestía.
La puerta sonó justo cuando Kincaid empezó a hablar. Entró un joven cuya cara blanca contrastaba con el negro de la ropa que vestía y con el pelo teñido. Llevaba bajo el brazo una maltrecha carpeta de cuero. Su indumentaria habría resultado ridícula si no hubiera sido por su mirada de súplica. Kincaid hizo un gesto de asentimiento a Trevor Simons -ya que supuso que era él el hombre que había venido del jardín- y dijo:
– Adelante, no tengo prisa.
Para sorpresa de Kincaid, Simons estudió detenidamente los dibujos. Al cabo de un rato negó con la cabeza y los metió de nuevo en la carpeta. Sin embargo Kincaid oyó que le indicaba otra galería donde el chico podía probar.
– El problema es -explicó a Kincaid cuando oyeron la campanilla de la puerta al cerrar -que no sabe pintar. Es una vergüenza. Dejaron de enseñar dibujo y pintura en las facultades de bellas artes en los sesenta. Artistas gráficos. Esto es lo que todos quieren ser. Sólo que nadie les dice que no hay trabajo. Así que salen de la facultad como este chiquillo. -Hizo un gesto hacia la calle-. Van de galería en galería intentando vender sus mercancías como vendedores ambulantes. Ya lo ha visto. Basura realizada bastante competentemente con aerógrafo, pero sin pizca de originalidad. Si tiene suerte encontrará trabajo friendo patatas o conduciendo una camioneta de reparto.
– Pero usted fue cortés -dijo Kincaid.
– Bueno, hay que tener compasión, ¿no? No es culpa suya que sean ignorantes, tanto en técnica como en las realidades de la vida. -Haciendo un ademán como quitándole importancia-. Bueno, ya he charlado suficiente. ¿En qué puedo ayudarle?
Kincaid señaló las acuarelas de la segunda sala.
– Esas…
– ¡Ah! Ella es una excepción -dijo Simons sonriendo-. En muchos aspectos. Autodidacta por un lado, lo que probablemente fue su salvación, y con mucho éxito por el otro. No con éstas -añadió rápidamente-, pero creo que lo tendrá. El éxito lo tiene con los trabajos que realiza por encargo. Tiene tal demanda que no puede aceptar encargos durante los dos próximos años. Es muy difícil para una artista que tiene éxito poder dedicar tiempo para hacer trabajos creativos. De modo que esta exposición ha significado mucho para ella.
Sabiendo la respuesta mientras hacía la pregunta -y sintiéndose un completo idiota- Kincaid dijo:
– La artista, ¿quién es?
Trevor Simons puso cara de perplejidad.
– Julia Swann. Pensé que lo sabía.
– Pero… -Kincaid trató de conciliar la impecable si bien emocionalmente rigurosa perfección de las flores de Julia con estas pinturas vibrantes y vivas. Podía reconocer similitudes en técnica y ejecución, pero el resultado era asombrosamente distinto. Tratando de recobrar la calma, dijo-: Mire. Creo que debería salir y volver a entrar. He enredado un poco las cosas. Me llamo Duncan Kincaid -mostró sus credenciales-, y he venido a hablarle de Julia Swann.
Los ojos de Trevor Simons pasaron de la identificación, a Kincaid y luego de nuevo a la identificación. Con la cara inexpresiva dijo:
– Parece un carné de biblioteca. Siempre me he preguntado el aspecto que tenían. Ya sabe, por las series de la televisión. -Sacudió la cabeza y frunció el ceño-. No lo entiendo. Sé que la muerte de Con ha sido una horrible sacudida para todos, pero pensaba que había sido un accidente. ¿Por qué Scotland Yard? ¿Y por qué yo?
– Thames Valley ha tratado el asunto como muerte sospechosa desde el principio y ha pedido nuestra ayuda a petición de Sir Gerald Asherton.