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– No se trata de cómo, sino de quién, señor Kincaid. Parece ser que el difunto señor Swann era el yerno de Sir Gerald Asherton, el director de orquesta, y de Dame Caroline Stowe, una cantante de reputación, según creo. -Viendo la cara de perplejidad de Kincaid continuó-. ¿No es amante de la ópera, señor Kincaid?

– ¿Y usted? -preguntó Kincaid antes de poder contener su involuntaria sorpresa, sabiendo que no debería haber juzgado los gustos culturales del hombre por su aspecto físico.

– Tengo algunos discos y la miro en la televisión, pero nunca he ido a una representación.

Los anchos campos en pendiente habían dado paso a colinas boscosas y ahora, a medida que la carretera subía, los árboles proliferaban.

– Estamos llegando a Chiltern Hills -dijo Makepeace-. Sir Gerald y Dame Caroline viven un poco más allá, cerca de Fingest. La casa se llama Badger’s End, aunque por su aspecto el nombre no le pega nada. -Salvó una curva muy cerrada tras la cual llegó otra bajada junto a un arroyo rocoso-. Por cierto, le hemos buscado alojamiento en un pub de Fingest, el Chequers. Tiene un jardín trasero, encantador en un día agradable. No es que vaya a tener demasiadas ocasiones de disfrutarlo -añadió, entrecerrando los ojos para ver el cielo que se oscurecía.

Ahora los árboles los rodeaban. Como si de un túnel se tratara, las hojas doradas y cobrizas formaban un arco y una colcha de hojas cubría el suelo. El cielo del atardecer seguía nublado. Sin embargo, debido a algún extraño efecto de la luz, las hojas parecían resplandecer de forma misteriosa, casi fosforescente. Kincaid se preguntó si este encantador efecto había dado lugar a la antigua idea de las «calles cubiertas de oro».

– ¿Me va a necesitar? -preguntó Makepeace, rompiendo el hechizo-. Pensaba que se traería refuerzos.

– Gemma vendrá esta noche. Estoy seguro de que hasta entonces podré arreglármelas. -Viendo la cara de incomprensión de Makepeace, añadió-: la sargento Gemma James.

– Mejor su gente que la de Thames Valley -dijo Makepeace en una respuesta que sonaba medio risa y medio gruñido-. Uno de mis jóvenes agentes cometió el error de llamar Lady Asherton a Dame Caroline. El ama de llaves se lo llevó a un lado y le echó una bronca que no olvidará. Le informó de que el título de Dame Caroline es suyo por derecho propio y precede a su título como esposa de Sir Gerald.

Kincaid sonrió.

– Trataré de no meter la pata. ¿Así que también hay un ama de llaves?

– Una tal señora Plumley. Y la viuda, la señora Julia Swann. -Makepeace lo miró de reojo, divertido, y continuó-. Piense lo que quiera. Parece ser que la señora Swann vive en Badger’s End con sus padres, no con su marido.

Antes de que Kincaid pudiera formular una pregunta, Makepeace levantó la mano y dijo:

– Mire. -Giraron a la izquierda y tomaron un sendero empinado, flanqueado por altos taludes y tan estrecho, que las zarzas y las raíces al descubierto rozaban los costados del coche. Había oscurecido de manera apreciable. Bajo los árboles todo era umbrío y estaba en sombras-. A su derecha tiene el valle de Wormsley, aunque sea difícil de ver. -Makepeace lo señaló y, por entre los árboles, Kincaid alcanzó a ver las ondulaciones de los campos en penumbra del valle-. Parece mentira que estemos a tan sólo sesenta kilómetros de Londres, ¿no cree, señor Kincaid? -añadió con orgullo de propietario.

Al llegar al punto más alto del camino Makepeace giró a la izquierda y se metió en la oscuridad del bosque de hayas. La pista continuaba suavemente en bajada y el grueso acolchado de hojas silenciaba las ruedas. Un par de cientos de metros más adelante tomaron una curva y Kincaid vio la casa. La piedra blanca brillaba bajo la oscuridad de los árboles y en las ventanas sin cortinas resplandecía acogedoramente la luz de las lámparas. Supo de inmediato a qué se había referido Makepeace respecto al nombre de la casa. Badger’s End implicaba cierta simplicidad rústica, llana, y esta casa, con sus lisas paredes blancas y sus ventanas y puertas en forma de arco, poseía una presencia elegante, casi eclesiástica.

Makepeace paró el coche en la suave alfombra de hojas, pero dejó el motor en marcha mientras rebuscaba en su bolsillo. Le dio una tarjeta a Kincaid.

– Me voy. Aquí está el número de la comisaría local. Yo estaré ocupado, pero si llama cuando haya terminado alguien lo vendrá a recoger.

Kincaid saludó con la mano mientras Makepeace se alejaba en el coche. Luego se quedó mirando la casa, mientras le invadía el silencio del bosque. Viuda apenada, suegros consternados, un imperativo para la discreción… no era exactamente la fórmula para una noche fácil, o un caso fácil. Tensó los hombros y empezó a caminar.

La puerta principal se abrió y la luz salió a recibirle.

* * *

– Soy Caroline Stowe. Me alegro de que haya venido.

Esta vez la mano que tomó la suya era pequeña y suave. Kincaid contempló la cara que lo miraba desde abajo.

– Duncan Kincaid. Scotland Yard. -Con la mano que tenía libre sacó sus credenciales del bolsillo interior de su chaqueta, pero ella las ignoró, todavía sujetando la mano del comisario entre las suyas.

Kincaid se sintió por un momento desconcertado. En su mente había asociado Dame y ópera con enorme. Caroline Stowe apenas superaba el metro y medio y, aunque su pequeño cuerpo ofrecía ciertas redondeces, de ninguna manera se la podía calificar de gruesa.

Su sorpresa debía de haber resultado obvia porque ella rió y dijo:

– No canto Wagner, señor Kincaid. Mi especialidad es el bel canto. Además, el tamaño no guarda relación con la potencia de la voz. Ésta tiene que ver, entre otras cosas, con el control de la respiración. -Soltó su mano-. Pase. Qué grosería por mi parte dejarlo en el umbral, como si fuera un aprendiz de fontanero.

Mientras ella cerraba la puerta, él miró a su alrededor con interés. Sobre una mesa auxiliar una lámpara iluminaba la entrada, proyectando sombras en el liso suelo de piedra gris. Las paredes eran de un verde grisáceo pálido y estaban desnudas excepto por una pocas acuarelas en marcos dorados que representaban unas voluptuosas mujeres mostrando los senos y tumbadas junto a unas ruinas románicas.

Caroline abrió la puerta de la derecha y se apartó, invitándolo con un gesto a que pasara.

Justo enfrente de la puerta, un fuego ardía en la chimenea. Encima de la repisa se vio a sí mismo, enmarcado en un elaborado espejo -pelo de color castaño, rebelde por la humedad, ojos ojerosos, su color imposible de distinguir desde el otro lado de la habitación. Por debajo de la altura de su hombro sólo era visible la oscura coronilla de Caroline.

Tuvo solamente un instante para hacerse una idea de la habitación. El mismo suelo de pizarra gris, suavizado aquí por unas cuantas alfombras diseminadas; muebles forrados de chintz, cómodos, ligeramente desgastados; un revoltijo de utensilios para té usados en una bandeja… todo eclipsado por un piano de media cola. Su oscura superficie reflejaba la luz de una pequeña lámpara y tras el teclado había una partitura abierta. El banco estaba retirado en ángulo, como si alguien hubiera acabado de tocar.

– Gerald, éste es el comisario Kincaid de Scotland Yard. -Caroline fue a situarse junto al hombre grande y arrugado que se levantaba del sofá-. Señor Kincaid, mi esposo, Sir Gerald Asherton.

– Es un placer conocerlo -dijo Kincaid, sintiendo que la respuesta era poco apropiada mientras la daba. Pero si Caroline insistía en tratar a su visita como si fuera un acontecimiento social, él le haría el juego durante un rato.

– Siéntese. -Sir Gerald recogió un ejemplar del Times del asiento de una butaca y la acercó a una mesilla.

– ¿Le apetece un té? -preguntó Caroline-. Hemos terminado justo ahora, así que no es molestia poner agua a hervir otra vez.

Kincaid olisqueó el persistente olor a tostadas y su estómago rugió. Desde donde estaba sentado pudo ver las pinturas que no había visto al entrar en la habitación. También eran acuarelas, y del mismo artista. Pero esta vez las mujeres estaban reclinadas en salones elegantes y sus vestidos tenían el brillo del muaré. Una casa donde se tientan los apetitos, pensó, y dijo:

– No gracias.

– Tome una copa entonces -dijo Sir Gerald-. Ya es hora de tomarse un descanso.

– No, gracias, de verdad. -Qué extraña pareja hacían, de pie uno al lado del otro, cerniéndose sobre Kincaid como si fuera un invitado real. Caroline, que vestía una blusa de seda azul eléctrico y pantalones a medida oscuros, tenía un aspecto cuidado y casi infantil al lado de la mole de su marido.

Sir Gerald obsequió a Kincaid con una gran sonrisa contagiosa que mostraba las rosadas encías.

– Geoffrey lo recomendó sin ninguna reserva, señor Kincaid.

Se debía referir a Geoffrey Menzies-St.John, el comisionado asistente de Kincaid y compañero de colegio de Asherton. Aunque ambos hombres ya tenían cierta edad, todo parecido externo acababa ahí. Pero el comisionado, si bien pulcro y preciso hasta el punto de parecer mojigato, poseía una viva inteligencia, y Kincaid pensó que si Asherton no hubiese compartido esa cualidad, los dos hombres no habrían mantenido el contacto durante todo este tiempo.

Kincaid se inclinó hacia delante e inspiró.

– Por favor, siéntense, los dos, y cuéntenme lo que ha pasado.

Tomaron asiento, obedientes, pero Caroline lo hizo en el borde del sofá, con la espalda recta, alejada del brazo protector de su marido.

– Se trata de Connor, nuestro yerno. Se lo habrán explicado. -Ella lo miró. Sus ojos marrones parecían más oscuros por las dilatadas pupilas-. No lo podemos creer. ¿Por qué querría alguien matar a Connor? No tiene sentido, señor Kincaid.

– Es evidente que necesitaremos recopilar más pruebas antes de poder tratar esto como una investigación oficial por asesinato, Dame Caroline.

– Pero yo pensaba…-empezó a decir, y miró a Kincaid con expresión de impotencia.

– Empecemos por el principio. ¿Era muy querido su yerno? -Kincaid los miró a ambos, incluyendo a Sir Gerald en la pregunta, pero fue Caroline quien respondió.

– Por supuesto. Todos querían a Con. No podías no quererlo.

– ¿Se había comportado de forma distinta últimamente? ¿Estaba preocupado o parecía infeliz por alguna razón?

Ella dijo, negando con la cabeza:

– Con siempre fue… simplemente Con. Usted tendría que haber conocido… -Sus ojos se llenaron de lágrimas. Cerró un puño y lo sostuvo en la boca-. Me siento una idiota. No soy dada a ataques de histeria, señor Kincaid. O a ataques de incoherencia. Es el shock, supongo.

Kincaid pensó que su definición de histeria era algo exagerada, pero dijo en tono tranquilizador:

– No tiene importancia, Dame Caroline. ¿Cuándo vio a Connor por última vez?

Ella resolló y se pasó un nudillo por un ojo que quedó todo negro.

– Durante el almuerzo. Ayer vino a comer. Lo hacía a menudo.

– ¿También estaba usted aquí, Sir Gerald? -preguntó Kincaid, decidiendo que sólo preguntándole a él directamente obtendría alguna respuesta.

Sir Gerald estaba sentado con la cabeza hacia atrás, tenía los ojos entrecerrados y su desordenada mata de barba gris se le disparaba hacia delante.

– Sí, también estaba aquí.

– ¿Y su hija?

Sir Gerald levantó la cabeza al oír la pregunta, pero fue su esposa quien respondió.

– Julia estaba aquí, pero no se unió a nosotros. Normalmente prefiere comer en su estudio.

Cada vez más curioso, pensó Kincaid. El yerno viene a comer, pero su mujer se niega a hacerlo con él.

– ¿Así que no saben cuándo su hija lo vio por última vez?

De nuevo hubo una mirada rápida, casi de complicidad, entre los esposos, luego Sir Gerald dijo:

– Esto ha sido muy difícil para Julia. -Sonrió a Kincaid, pero los dedos de su mano jugueteaban con lo que parecían agujeros de polillas en su suéter de lana marrón-. Estoy seguro de que comprenderá que esté algo… irritable.

– ¿Su hija está aquí? Me gustaría verla, si es posible. Y me gustaría hablar con ustedes con mayor detenimiento, cuando haya podido examinar sus declaraciones para Thames Valley.

– Por supuesto. Lo llevaré. -Caroline se levantó y Sir Gerald hizo lo propio. Sus expresiones titubeantes divertían a Kincaid. Habían esperado una paliza y ahora no sabían si sentirse aliviados o decepcionados. No tenían de qué preocuparse. Pronto se iría.

– Sir Gerald. -Kincaid se levantó y le estrechó la mano.

Al dirigirse hacia la puerta se fijó de nuevo en las acuarelas. Si bien casi todas las mujeres eran rubias, de delicada piel rosada y labios entreabiertos que mostraban pequeños dientes brillantes, se dio cuenta de que algo en ellas le recordaba a la mujer que caminaba por delante de él.