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Tras mirar el pincel que todavía tenía en la mano, lo colocó en la mesa situada detrás y sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de la camisa. Le ofreció uno a Kincaid, y cuando él negó con la cabeza y dijo:

– No, gracias -ella se encendió uno y lo estudió mientras expulsaba el humo.

– Bien, comisario Kincaid. ¿Es comisario, no? Mamá parecía bastante impresionada por el título, pero, bueno, eso no es raro. ¿Qué puedo hacer por usted?

– Siento lo de su marido, señora Swann. -Comenzó con una táctica típica para entablar una conversación, aunque sospechaba que su respuesta no iba a ser convencional.

Ella se encogió de hombros y Kincaid pudo ver su movimiento bajo la holgada tela de la camisa. Ésta estaba almidonada con esmero y se cerraba hacia el lado izquierdo. Kincaid se preguntó si sería de su marido.

– Llámeme Julia. Nunca me he acostumbrado a lo de «señora Swann». Siempre me ha hecho pensar en la madre de Con. -Se inclinó hacia él y cogió un cenicero de porcelana barata en el que se leía Visite el desfiladero de Cheddar-. Murió el año pasado. Otro drama del cual no tendremos que ocuparnos.

– ¿No le gustaba su suegra? -preguntó Kincaid.

– Era una irlandesa amateur. Pretendía ser más irlandesa que Michael Collins *. -Luego añadió, con afecto-: Yo solía decir que su acento aumentaba según lo lejos que se hallara del condado de Cork. -Julia sonrió por primera vez. Era la sonrisa de su padre, inconfundible como una marca, y transformó su cara-. Maggie adoraba a Con. Se habría quedado deshecha. El padre de Con se largó cuando él era un bebé. -Y añadió, levantando de una manera peculiar las comisuras de sus labios, como riendo un chiste privado-: Es decir, si es que alguna vez tuvo padre.

– Por sus padres he tenido la impresión de que usted y su marido ya no vivían juntos.

– Desde… -Abrió los dedos de la mano derecha y tocó sus puntas con el dedo índice izquierdo, al tiempo que movía los labios. Sus dedos eran largos y finos y no llevaba anillos-. Bueno, más de un año.

Kincaid la miró mientras ella apagaba el cigarrillo en el cenicero.

– Un arreglo bastante extraño, si no le importa que se lo diga.

– ¿Usted cree, señor Kincaid? A nosotros nos funcionaba.

– ¿No tenía planes de divorcio?

Julia encogió los hombros de nuevo, cruzó las esbeltas piernas y comenzó a balancear bruscamente una de ellas.

– No.

La estudió mientras se preguntaba hasta qué punto podría presionarla. Si estaba llorando la muerte de su marido no había duda de que era muy experta en esconderlo. Mientras él la escudriñaba, Julia Swann cambió de posición y se dio una palmadita en el bolsillo de la camisa, como asegurándose de que los cigarrillos no hubieran desaparecido. Él pensó que quizás su armadura no era tan impenetrable.

– ¿Siempre fuma tanto? -dijo como si tuviera todo el derecho a preguntar tal cosa.

Ella sonrió y sacó el paquete, agitándolo para sacar un cigarrillo.

Él se dio cuenta de que la camisa blanca no estaba tan inmaculada como había pensado. Una mancha de pintura violeta le cruzaba el pecho.

– ¿Se llevaba bien con Connor? ¿Lo veía a menudo?

– Si se refiere a si nos hablábamos, pues sí, lo hacíamos. Pero no éramos lo que se dice los mejores amigos.

– ¿Lo vio ayer cuando vino aquí a comer?

– No. Normalmente no hago una pausa para comer cuando estoy trabajando. Echa por tierra mi concentración. -Julia apagó su recién encendido cigarrillo y bajó del taburete-. Lo que usted ha logrado ahora. Más vale que lo deje por hoy. -Recogió un puñado de pinceles y cruzó la habitación hasta un anticuado lavabo con lavamanos y aguamanil-. Ésta es la única desventaja aquí arriba -dijo, por encima del hombro-. No hay agua corriente.

Su cuerpo ya no le bloqueaba la vista y Kincaid se estiró para examinar el papel pegado al tablero de dibujo. Era aproximadamente del tamaño de una página de libro, de textura suave, y presentaba un leve boceto a lápiz de una flor espinosa que no reconoció. Ella había empezado a aplicar puntos de color lavanda y verde, claros, vivos.

– Algarroba con penacho -dijo cuando se dio la vuelta y lo vio mirando su boceto-. Una planta trepadora. Crece en setos. Florece en…

– Julia. -Él interrumpió el torrente de palabras y ella paró, sorprendida por el tono autoritario de su voz-. Su marido murió ayer noche. Su cuerpo fue descubierto esta mañana. ¿Acaso no ha sido eso suficiente para interrumpir su concentración? ¿O su agenda de trabajo?

Julia apartó la mirada. Su cabello negro osciló, tapando su cara. Cuando volvió a girar la cabeza hacia él, sus ojos estaban secos.

– Será mejor que lo entienda, señor Kincaid. Pronto lo sabrá por los demás. Puede que el término «bastardo» fuera inventado para describir a Connor Swann. Y yo lo despreciaba.

2

– Una cerveza con lima, por favor. -Gemma James sonrió al barman. Si Kincaid estuviera allí como mínimo arquearía una ceja, mofándose de su elección. Estaba tan acostumbrada a sus burlas que en el fondo las echaba en falta.

– Una tarde cruda, señora. -El barman puso el vaso frío delante de ella, colocándolo en el centro exacto del posavasos-. ¿Viene de lejos?

– De Londres. Pero el tráfico para salir ha sido horroroso. -Al final, la expansión urbana de Londres Oeste había quedado atrás y había dejado la M40 en Beaconsfield donde continuó por el valle del Támesis. A pesar de la neblina, había podido ver algunas de las magníficas casas victorianas que daban al río, reliquias de un tiempo en que los londinenses utilizaban la parte alta del Támesis como lugar de recreo.

En Marlow giró hacia el norte y acabó en las colinas cubiertas de hayas. Se maravilló de que en pocos kilómetros hubiera pasado a un mundo escondido, oscuro y frondoso, distante de la ancha y pacífica extensión del río.

– ¿Qué son los Chiltem Hundreds? -preguntó al barman-. He oído esta expresión toda mi vida y nunca he sabido lo que significaba.

Dejó la botella que había estado limpiando con un trapo y pensó su respuesta. Era un hombre de mediana edad con el pelo oscuro, ondulado, muy cuidado y una barriga incipiente. Parecía contento de poder pasar el rato charlando. El bar estaba casi vacío -Gemma supuso que era algo temprano para los clientes asiduos de los viernes- pero era acogedor, con la chimenea encendida y cómodos muebles tapizados. Al final de la barra había un bufet de pasteles salados, ensaladas y quesos. Gemma lo estudió con interés.

El CID de Thames Valley había dado la talla al reservarle una habitación en el pub de Fingest y darle indicaciones precisas. Cuando llegó se encontró con un montón de informes esperándola en la habitación. Después de haberlos estudiado, tan sólo le quedaba disfrutar de su bebida y esperar a Kincaid.

– Bien, los Chiltem Hundreds -dijo el barman, devolviendo bruscamente a Gemma de vuelta al presente-. Antiguamente se solían dividir los condados en hundreds, cada uno de ellos con su propio tribunal, y tres de ellos en Buckinghamshire eran conocidos como los Chiltem Hundreds porque estaban situados en Chiltem Hills. Store, Burnham y Desborough para ser exactos.

– Parece lógico -dijo Gemma impresionada-. Y usted está muy informado.

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* Michael Collins (1890-1922), líder revolucionario irlandés. (N. del E.)