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Gemma, adormilada, se alzó sobre un codo y miró a Kincaid. Se dio cuenta de que nunca lo había visto dormido. Su cara relajada parecía más joven, tersa, y las pestañas formaban una sombra oscura en sus mejillas. Sus párpados se agitaron por un instante, como si estuviera soñando, y las comisuras de la boca se levantaron ligeramente como insinuando una sonrisa.

Alargó un brazo para peinar una de sus cejas de color castaño pero se quedó a medio camino. De repente, en este pequeño acto tan íntimo, ella vio la enormidad, la absurdidad de lo que había hecho.

Retiró la mano como si se hubiera quemado. ¡Dios! ¿En qué estaba pensando? ¿Qué la había poseído? ¿Cómo podría mirarlo a la cara en el trabajo, a la mañana siguiente, y decir, «Sí, jefe. No, jefe. De acuerdo, jefe», como si nada hubiera pasado entre ellos?

Con el corazón a mil, se deslizó cuidadosamente fuera de la cama. Habían dejado un rastro de ropas mojadas por el dormitorio y, mientras desenmarañaba la suya del revoltijo, notó como los ojos se le llenaban de lágrimas. Soltó un taco entre dientes. Idiota, maldita estúpida. Nunca lloraba. Incluso cuando la dejó Rob no había llorado. Temblaba. Se puso las bragas mojadas y se pasó el suéter empapado por la cabeza.

Había hecho lo que había jurado que no haría nunca. Por mucho que hubiera trabajado duro para ganarse su puesto, ser considerada como un igual, una colega, había demostrado que no era mejor que cualquier fulana que se acuesta para subir de puesto. Le sobrevino un mareo mientras se ponía la falda y se tambaleó.

¿Qué podía hacer ahora? ¿Pedir que la trasladaran? Todos sabrían la razón. Casi sería mejor llevar un cartel y ahorrarles las especulaciones. ¿Dimitir? ¿Abandonar sus sueños, dejar que todo el trabajo se convirtiera en polvo entre sus dedos? ¿Cómo podría soportarlo? Seguro que la gente simpatizaría con ella -una vida demasiado dura para una madre soltera, necesita pasar más tiempo con su hijo- pero ella sabría que había fracasado.

Kincaid se agitó, se dio la vuelta, sacó un brazo entre las sábanas. Lo miró y trató de memorizar la curva de su hombro, el ángulo de su mejilla, y su corazón se contrajo de añoranza y deseo. Se dio la vuelta, asustada de su propia debilidad.

En el salón metió sus pies descalzos en los zapatos mojados y recogió su abrigo y su bolso. Los tejanos y el suéter secos que había traído Kincaid seguían bien doblados en el sofá, y la toalla que había usado para secarle el pelo yacía arrugada en el suelo. La recogió y sostuvo la suave pelusa contra su mejilla, imaginando que olía ligeramente a jabón de afeitar. Con un cuidado exagerado la dobló y la dejó al lado de la ropa. Luego salió del piso.

Cuando Gemma llegó a la puerta de la calle, se encontró que seguía cayendo una cortina de agua, una sólida pared de lluvia. Se paró un momento a mirarla. Su mente traidora imaginó que regresaba arriba por las escaleras, se sacaba las ropas y volvía a meterse en la cama, junto a él.

Abrió la puerta, salió despacio a la lluvia y cruzó la calle, sin esforzarse por escudarse del agua. El perfil borroso del Escort le era familiar, incluso la reconfortaba. Tanteó en busca de la manija como una persona ciega, abrió la puerta y medio cayó en el asiento del conductor. Se pasó las manos por la cara empapada y puso el motor en marcha.

La radio se encendió estruendosa y en lugar de apagarla, metió de forma reflexiva una cinta. La voz de Caroline Stowe llenó el coche cuando Violeta cantó su última aria, implorando por su vida, por amor, por la fortaleza física que se correspondiera con su valerosa voluntad.

Gemma apoyó la cabeza en el volante y lloró.

Al cabo de un momento se secó la cara con pañuelos de papel y metió la primera. Cuando la música terminó, el único ruido era el repiqueteo de la lluvia sobre el techo.

* * *

El débil clic de una puerta penetró la conciencia de Kincaid. Luchó por subir a la superficie del sueño, pero éste se aferraba a él, hundiéndolo de nuevo en las profundidades del sopor. Sentía su cuerpo fláccido, cálidamente letárgico, y sus párpados parecían haber adquirido peso adicional. Despertando lo suficiente como para poder meter el brazo expuesto debajo de las mantas, notó la sábana fría y vacía a su lado. Parpadeó. Gemma. Debía de haber ido al baño -las mujeres siempre han de ir al baño- o quizás a la cocina a por un vaso de agua.

Sonrió por su propia estupidez. Lo que quería, necesitaba, había estado justo ante sus narices todo este tiempo y había estado demasiado ciego para verlo. Ahora se sentía como si su vida hubiera girado 180 grados, completamente, e imaginó la pauta de sus días juntos. Trabajo, luego a casa, y al final del día él encontraría en ella su santuario, enredándose en la cortina de cabello cobrizo.

Kincaid alargó su brazo hasta la almohada de Gemma, listo para envolverla en un abrazo cuando volviera. La lluvia repiqueteaba sin cesar contra el cristal de la ventana, un contrapunto a la calidez de la habitación. Con un suspiro de satisfacción, se volvió a quedar dormido.

Deborah Crombie

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