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– Pero el agua fría tendría que retrasar la rigidez -interrumpió Kincaid.

Gemma meneó la cabeza con impaciencia.

– Normalmente, en los casos de ahogamiento la rigidez se declara muy rápidamente. De modo que él piensa que es probable que la víctima haya podido ser estrangulada antes de caer al agua.

– Este cirujano supone demasiadas cosas, ¿no crees? -Kincaid cogió una bolsa de patatas con sabor a cebolla de un expositor y contó las monedas exactas para pagar a Tony-. Veremos lo que dice la autopsia.

– Son asquerosas -dijo Gemma, mirando las patatas con desagrado.

Kincaid contestó con la boca llena:

– Lo sé, pero estoy muerto de hambre. ¿Y qué hay de los interrogatorios a la familia?

Ella terminó su cerveza antes de responder y se tomó unos segundos para reflexionar.

– Veamos… Tomaron declaración a los suegros y a la esposa. Ayer por la noche, Sir Gerald Asherton dirigió una ópera en el Coliseum de Londres. Dame Caroline Stowe estaba en casa, en la cama, leyendo. Y Julia Swann, la esposa, asistió a la inauguración de una exposición en una galería de Henley. Ninguno de ellos dijo haber hablado con Connor, ni tenían razones para pensar que estuviera preocupado o disgustado.

– Claro que no. -Kincaid hizo una mueca-. Y nada de esto significa nada sin una estimación aproximada del momento del fallecimiento.

– Has conocido a la familia esta tarde, ¿verdad? ¿Cómo son?

Kincaid hizo un ruido que sonó sospechosamente a «ummmm».

– Interesantes. Pero será mejor que deje que te formes tu propia impresión. Los volveremos a interrogar mañana. -Suspiró y sorbió su cerveza-. No es que espere nada de la entrevista. Ninguno de ellos puede imaginar porqué alguien querría matar a Connor Swann. Así que ni tenemos motivo, ni sospechoso, y ni siquiera estamos seguros de que sea un asesinato. -Levantó el vaso e hizo un brindis en plan sarcástico-. Estoy que me muero de ganas.

* * *

Una noche de sueño profundo imbuyó a Kincaid de mayor entusiasmo por el caso.

– Primero la esclusa -le dijo a Gemma, durante el desayuno en el comedor del pub Chequers-. No podré avanzar mucho más hasta que la vea por mí mismo. Luego quiero echarle un vistazo al cuerpo de Connor Swann. -Engulló su café y la miró entrecerrando los ojos, luego añadió-: ¿Cómo consigues tener un aspecto descansado y alegre tan temprano? -Llevaba un blazer del color rojizo brillante que tienen las hojas en otoño. Su cara resplandecía e incluso su cabello parecía bullir con vida propia.

– Lo siento. -Ella le sonrió, pero él pensó que su simpatía poseía cierto matiz de piedad-. No lo puedo evitar. Tiene que ver con los genes, supongo. O bien porque soy la hija de un panadero. En casa nos levantábamos temprano.

– Uf. -La noche anterior había dormido muy profundamente ayudado por una cerveza de más y esta mañana había necesitado una segunda taza de café para sentirse mínimamente despierto.

– Se te pasará -dijo Gemma, riendo. Terminaron el desayuno en cordial silencio.

Atravesaron el tranquilo pueblo de Fingest con las primeras luces de la mañana y tomaron el camino que llevaba hacia el sur, hacia el Támesis. Dejaron el Escort de Gemma en el aparcamiento que había a ochocientos metros de distancia del río y cruzaron la carretera para tomar el sendero peatonal. Un viento fresco les daba en la cara cuando comenzaron a bajar la colina y cuando el hombro de Kincaid dio accidentalmente contra el de Gemma, él notó su calor incluso a través de la chaqueta.

El sendero cruzaba la carretera que discurría paralela al río, luego se abría paso entre edificios y maleza. No vieron la envergadura del río hasta salir de un pasaje vallado. El agua plomiza reflejaba el cielo plomizo y justo delante de ellos una pasarela de cemento zigzagueaba por encima del agua.

– ¿Estás segura de que es el sitio correcto? -preguntó Kincaid-. No veo nada que se parezca a una esclusa.

– Puedo ver barcos al otro lado, más allá de aquella orilla. Ha de haber un canal.

– Está bien. Te sigo. -Hizo una reverencia burlona y se apartó.

Se aventuraron por la pasarela en fila india. No les era posible andar uno al lado del otro sin rozar la reja tubular de metal que proporcionaba cierto grado de seguridad.

A mitad de trayecto llegaron a la presa. Gemma paró y Kincaid detrás de ella. Al mirar abajo, hacia el torrente que bramaba bajo ellos, Gemma se estremeció y se subió las solapas de la chaqueta.

– A veces olvidamos la fuerza del agua. Y el pacífico Támesis puede llegar a ser un monstruo, ¿no?

– El río está crecido por la lluvia -dijo Kincaid, gritando por encima del rugido. Podía sentir la vibración de la fuerza del agua a través de las suelas de sus zapatos. Agarró la valla hasta que el frío del metal hizo que le dolieran las manos. Se inclinó por encima, mirando la crecida corriente hasta que empezó a perder el equilibrio-. ¡Vaya! Si quisieras empujar a alguien al río, éste sería el lugar donde hacerlo. -Miró a Gemma y vio que tenía frío y mala cara. La constelación de pecas resaltaba sobre su pálida piel. Kincaid le puso la mano sobre el hombro-. Crucemos al otro lado. Debajo de los árboles no hará tanto frío.

Caminaron rápidamente, hundiendo las cabezas a contraviento y deseando guarecerse. La pasarela seguía, paralela a la orilla, unos noventa metros más tras pasar la presa, luego giraba bruscamente hacia la izquierda y desaparecía entre los árboles.

La tregua fue breve, porque la zona arbolada era estrecha, pero les permitió recuperar el aliento antes de salir al raso y ver la esclusa delante de ellos. A lo largo de las plataformas de cemento, a los lados de la esclusa, la policía había colocado cinta amarilla. No así en las compuertas. A su derecha había una maciza casa de ladrillo rojo. La ventanas de cuarterones eran simétricas, una a cada lado de la puerta, pero la que estaba más cerca de ellos lucía una enredadera a modo de ceja peluda.

Cuando Kincaid puso la mano sobre la cinta y se agachó para pasar por debajo, un hombre salió por la puerta de la casa y, esquivando una cuantas ramitas de la enredadera, les gritó.

– Señor, no puede pasar al otro lado de la cinta. Ordenes de la policía.

Kincaid se incorporó, y mientras esperaba a que el hombre llegara a ellos lo estudió. Era bajo y fornido, con el cabello muy corto y erizado, vestía un polo con la insignia de la Thames River Authority. En una mano llevaba un tazón humeante.

– ¿Cómo se llama el esclusero? -preguntó Kincaid a Gemma en voz baja.

Gemma cerró los ojos un segundo.

– Perry Smith, creo.

– El mismo, si no me equivoco. -Sacó sus credenciales del bolsillo de su chaqueta y las mostró cuando el hombre se acercó-. ¿Es usted por casualidad Perry Smith?

El esclusero cogió la identificación con su mano libre y la estudió con desconfianza. Luego inspeccionó a Kincaid y Gemma como si esperara que fueran unos impostores. Asintió una vez, bruscamente.

– Ya he dicho a la policía todo lo que sé.

– Ésta es la sargento James -continuó Kincaid en el mismo tono familiar-, y usted es justo la persona a quien queríamos ver.

– Lo único que me preocupa es mantener esta esclusa en funcionamiento, comisario. Y sin la intromisión de la policía. Ayer me hicieron mantener las compuertas cerradas mientras ellos recopilaban pruebas con sus pinzas y sus bolsas. La caravana de embarcaciones llegó a ser de más de un kilómetro -dijo. Su irritación parecía aumentar-. Unos malditos imbéciles, se lo digo yo. -Miró también a Gemma con el ceño fruncido y no se excusó por su lenguaje-. ¿Acaso no se les ocurrió lo que podía pasar? ¿O cuánto tiempo se tardaría en arreglar todo el lío?