– ¿A quién desean ver? -preguntó la encargada del depósito, una joven alegre, de nombre Sherry según su tarjeta de identificación, cuya conducta parecía más propia de un parvulario.
– Connor Swann -dijo Kincaid, mirando divertido a Gemma.
La chica caminó junto a la hilera de camillas y mientras lo hacía golpeaba suavemente las etiquetas con los dedos.
– Aquí está. Número cuatro. -Abrió la sábana y la bajó hasta la cintura con precisión experta-. Éste está bien limpio. Facilita algo el trabajo, ¿no creen? -Les sonrió como si fueran mentalmente discapacitados, luego se dirigió a las puertas de vaivén y, entreabriéndolas un poco, gritó: «Mickey»-. Necesitamos que alguien nos ayude a moverlo -añadió, volviéndose hacia Kincaid y Gemma.
Mickey apareció un momento más tarde, abriendo las puertas cual toro cargando desde el redil. Los músculos de sus brazos y hombros tensaban la fina tela de su camiseta y se había enrollado las mangas cortas hacia arriba, por lo que mostraba varios centímetros más de bíceps.
– ¿Puedes ayudar a estas personas con el número cuatro, Mickey? -Sherry articuló sus palabras con cuidado. Sus modales de parvulista se mezclaban ahora con un toque de exasperación. El chico simplemente asintió impasible, con la cara inflamada de acné, y se sacó del bolsillo trasero un par de guantes de látex-. Tómense todo el tiempo que deseen -añadió Sherry, dirigiéndose a Kincaid y Gemma-. Simplemente avísenme cuando estén listos, ¿de acuerdo? ¡Hasta luego! -Pasó junto a ellos y salió por las puertas de vaivén.
Avanzaron unos pasos hasta la camilla y se quedaron parados. Durante el silencio que siguió, Kincaid oyó a Gemma respirar suavemente. El cuello y hombros al descubierto de Connor Swann eran delgados y bien formados; su espesa y lisa cabellera marrón tenía un toque de caoba. Kincaid pensó que era probable que en vida hubiera sido uno de aquellos hombres de tez encendida que se ponía rojo al enfadarse o excitarse. Era verdad que tenía un cuerpo extraordinariamente perfecto. A lo largo del brazo y en el hombro izquierdos había contusiones y cuando Kincaid miró de cerca vio unas leves marcas oscuras a cada lado de la garganta.
– Algunas magulladuras -dijo Gemma con desconfianza-, pero no la oclusión de cara y cuello que se espera en una estrangulación manual.
Kincaid se inclinó para ver más de cerca el cuello.
– No hay signos de ligaduras. Mira, Gemma, en el pómulo derecho. ¿No es un moratón?
Gemma miró la mancha de color más oscuro.
– Podría ser. Pero es difícil de distinguir. Podría haberse golpeado la cara contra la compuerta.
Connor Swann había tenido la suerte de nacer con una buena estructura ósea, pensó Kincaid: alto, pómulos anchos y una nariz y mentón fuertes. Encima de los labios tenía un bigote rojizo, espeso, pulcramente recortado y curiosamente intenso en comparación con la palidez gris de la piel.
– Un tipo guapo, ¿no crees, Gemma?
– Probablemente atractivo, sí… a menos que fuera demasiado engreído. Tengo la impresión de que era un donjuán.
Kincaid se preguntó lo que pensaba sobre esto Julia Swann. No le había causado la impresión de ser una mujer que se quedara en casa dócilmente mientras su marido se dedicaba a perseguir faldas. También se preguntó si su propio deseo de ver a Connor tenía relación con evaluar las pruebas físicas o más bien con su curiosidad personal por la esposa del fallecido.
Se volvió hacia Mickey y arqueó la ceja inquisitivamente.
– ¿Podemos ver el resto?
El joven los complació sin decir nada, retirando la sábana por completo.
– Estuvo de vacaciones, pero diría que no fue recientemente -comentó Gemma al ver la leve marca de bronceado en su estómago y muslos-. O simplemente fue en barco por el Támesis durante el verano.
Kincaid decidió que bien podía imitar el estilo no verbal de Mickey. Asintió y le indicó con la mano que le diera la vuelta al cuerpo. Mickey deslizó ambas manos enguantadas por debajo del cuerpo de Connor Swann y le dio la vuelta con aparente facilidad, si bien lo delató un resoplido apenas audible.
Espaldas anchas, levemente pecosas; una delgada y pálida línea en el cuello justo en el nacimiento del pelo, evidencia de un reciente corte de pelo; un lunar justo donde la nalga empieza a subir desde la parte baja de la espalda… Todo cosas triviales, pensó Kincaid, pero todas probaban la singularidad de Connor Swann. Siempre llegaba un momento en la investigación en que el cuerpo se convertía en persona, alguien a quien quizás le gustaban los bocadillos de queso y pepinillo, o las comedias de Benny Hill.
– ¿Suficiente, jefe? -preguntó Gemma, cuya voz sonaba un poco más apagada de lo normal-. Por este lado está limpio como una patena.
Kincaid asintió.
– No hay mucho más que ver. Y nada nos es de utilidad hasta que no hayamos hecho un seguimiento de sus movimientos y sepamos la hora aproximada de la muerte. Está bien, Mickey -añadió al ver la expresión en la cara del joven, que parecía indicar que podían haber estado hablando en chino-. Creo que es todo. Busquemos a Sherry Sunshine. -Kincaid miró atrás cuando llegaron a la puerta. Mickey ya había dado la vuelta al cuerpo de Connor y lo había tapado con la sábana tan cuidadosamente como antes.
Encontraron a Sherry en un cuchitril, justo a la izquierda de las puertas de vaivén, inclinada con diligencia sobre el teclado de un ordenador, tan alegre como siempre.
– ¿Sabe para cuándo han programado la autopsia? -preguntó Kincaid.
– Veamos. -Estudió un horario impreso pegado a la pared con cinta adhesiva-. Es probable que Winnie pueda encargarse de él mañana por la tarde a última hora o bien temprano al día siguiente.
– ¿Winnie? -preguntó Kincaid, esforzándose por borrar de su imaginación la absurda visión del oso Winnie the Pooh * realizando una autopsia.
– El doctor Winstead. -A Sherry se le hicieron unos bonitos hoyuelos-. Lo llamamos así… Es que es un poco rechoncho.
Kincaid contempló con resignación asistir a la autopsia. Hacía tiempo que había superado toda truculenta emoción ante el procedimiento. Ahora simplemente lo encontraba desagradable, y le parecía insoportablemente triste esta máxima violación de la privacidad de un ser humano.
– ¿Me avisará tan pronto como la programe?
– En un abrir y cerrar de ojos. Lo haré yo misma. -Sherry le sonrió.
Por el rabillo del ojo Kincaid vio la expresión de Gemma y supo que le tomaría el pelo por darle jabón al personal.
– Gracias, encanto -le dijo a Sherry, ofreciéndole su mejor sonrisa-. Ha sido de gran ayuda. -La saludó con la mano-. ¡Hasta luego!
– No tienes vergüenza, -le dijo Gemma tan pronto como hubieron cruzado la puerta exterior-. Esa pobre chica es influenciable como un bebé.
Kincaid sonrió.
– Pero así se consiguen las cosas, ¿o no?
Gemma no estaba familiarizada con el sistema viario en sentido único de High Wycombe por lo que, tras dar unos cuantos rodeos, lograron finalmente salir de la ciudad. Siguiendo las indicaciones de Kincaid, Gemma condujo hacia el suroeste de regreso a las colinas de Chiltem Hills. Su estómago rugía un poco, pero habían decidido que iban a interrogar otra vez a los Asherton antes del almuerzo.
Repasó mentalmente los comentarios de Kincaid y Tony acerca de la familia y le picó la curiosidad. Miró a Kincaid -en los labios tenía una pregunta a punto- pero su mirada perdida le indicó que estaba ausente. A menudo se ponía así antes de un interrogatorio, como si necesitara encerrarse en sí mismo antes de centrar intensamente su atención.