De otro modo, yo habría llamado a un servicio de taxis. Me siento muy cómodo en el metro. Rara vez me siento inseguro en él, pero parecía una ironía ahorrar en taxi teniendo diez mil dólares en el bolsillo. Me hubiera Mentido como un tonto si me tropezaba con un atracador.
Ése era mi anticipo, dos fajos de cien con cincuenta billetes en cada uno, dos paquetes de billetes que no se distinguían de los ochenta paquetes pagados para rescatar a Francine Khoury. Siempre he tenido dificultad para poner precio a mis servicios, pero en este caso me habían ahorrado la decisión. Kenan había depositado los dos fajos sobre la mesa y me había preguntado si era suficiente para empezar. Le dije que era más bien excesivo.
– Puedo permitírmelo -aseguró-. Tengo mucho dinero. No me arruinaron, ni se acercaron.
– ¿Habría podido pagar el millón?
– No sin dejar el país. Tengo una cuenta en las islas Caimán con medio millón. Tenía exactamente un poco menos de setecientos mil en la caja de seguridad, aquí. En realidad, probablemente podría haber reunido los otros trescientos mil aquí, en la ciudad, si hubiera hecho unas cuantas llamadas telefónicas. Me gustaría saberlo.
– ¿Qué?
– ¡Oh, ideas locas! Cosas como suponer que si hubiera pagado el millón la hubieran devuelto viva, suponer que nunca presioné en el teléfono, suponer que fui amable, que les besé el culo y todo eso.
– La hubieran matado lo mismo.
– Eso es lo que me digo, pero ¿cómo lo sé seguro? No puedo evitar preguntarme si hubo algo que yo hubiera podido hacer. Supongamos que me hubiera hecho el duro, que no hubiera pagado un céntimo a menos que me dieran pruebas de que estaba viva.
– Es probable que ya estuviera muerta cuando le llamaron.
– Ojalá tenga razón -admitió-, pero no lo sé. No puedo dejar de pensar que tal vez había alguna manera de salvarla. Sigo suponiendo que fue culpa mía.
Accedimos a las autovías para volver a Manhattan, la Shore Parkway y la Gowanus. El tráfico era escaso a esa hora, pero Pete iba despacio; rara vez pasaba de los noventa. No hablamos mucho al principio y los silencios tendían a prolongarse.
– Ya han pasado algunos días -dijo finalmente.
Le pregunté qué hacía para soportarlo.
– Me va bien.
– ¿Has estado yendo a las reuniones?
– Voy con bastante regularidad -respondió y, después de un momento, añadió-: No he tenido ninguna oportunidad de ir a una reunión desde que empezó esta mierda. He estado muy ocupado, ¿sabes?
– No le sirves de nada a tu hermano a menos que te mantengas sobrio.
– Ya lo sé.
– Hay reuniones en Bay Ridge. No tendrías que venir a la ciudad.
– Ya lo sé. Iba a ir a una anoche, pero no fui.
Tamborileaba sobre el volante con los dedos.
– Pensé que tal vez volveríamos a tiempo de ir a St. Paul esta misma noche, pero ya se ha hecho tarde. Serán más de las nueve cuando lleguemos.
– Hay una reunión a las diez en Houston Street.
– No lo sabía -dijo-. Para cuando llegue a mi habitación y recoja lo que necesito…
– Si pierdes la de las diez hay una reunión de medianoche, en el mismo lugar, en Houston, entre la Seis y Varick.
– Sé dónde es.
Algo en su tono no invitaba a hacer más sugerencias. Después de un momento dijo:
– Sé que no debería perderme esas reuniones. Trataré de llegar a la de las diez. La de la medianoche, no sé. No quiero dejar solo a Kenan tanto tiempo.
– Tal vez puedas ir a una reunión en Brooklyn mañana, durante el día.
– Tal vez.
– ¿Y tu trabajo? ¿Escás dejando que se te escape?
– Por el momento. Pedí la baja por enfermedad el viernes y hoy, pero si terminan por despedirme, no me pierdo gran cosa. Un empleo así no es difícil de encontrar.
– ¿Qué es? ¿Trabajo de mensajero?
– De repartidor de comida, en realidad: para los restaurantes de la 57 y la Novena.
– Debe de ser difícil trabajar en un empleo así, mientras tu hermano recoge los fajos a espuertas.
Estuvo callado un momento. Luego dijo:
– Tengo que separar las cosas, ¿sabes? Kenan quería que trabajara para él, con él, como quieras llamarlo. No puedo estar en ese negocio y mantenerme sereno. No es que uno esté siempre en contacto con las drogas, porque en realidad no es así. No hay tanto contacto físico con la mercancía. Pero es toda la conducta, la actitud mental, ¿sabes lo que quiero decir?
– Claro.
– Tenías razón en lo que dijiste acerca de las reuniones. He querido beber desde que supe lo de Francey. Quiero decir desde que la secuestraron, antes de que hicieran lo que hicieron. No lo he probado ni nada, pero es difícil dejar de pensar en eso. Alejo el pensamiento, pero vuelve en seguida.
– ¿Estuviste en contacto con tu padrino?
– En realidad, no tengo padrino. Me dieron uno interino la primera vez que dejé de beber y lo llamaba con mucha regularidad al principio, pero poco a poco nos apartamos. Es difícil dar con él por teléfono; de todos modos, tendría que encontrar un padrino permanente, pero no sé por qué nunca me he preocupado de buscarlo.
– Uno de estos días…
– Ya lo sé. ¿Tú tienes padrino?
Asentí.
– Nos reunimos anoche mismo. En general, cenamos los domingos y nos vemos todas las semanas.
– ¿Te da consejos?
– A veces -afirmé-, y luego voy y hago lo que quiero.
Cuando volví a mi hotel, la primera llamada que hice fue a Jim Faber.
– Acabo de hablar de ti -le dije-. Un tipo me preguntó si mi padrino me da consejos y le conté que siempre hago exactamente lo que me sugieres.
– Tienes suerte de que Dios no te haya fulminado en el acto.
– Ya lo sé. Pero he decidido no ir a Irlanda.
– ¿Se puede saber por qué? Anoche parecías decidido. ¿Te pareció diferente después de una noche de sueño?
– No -admití-. Me pareció lo mismo y esta mañana fui a una agencia de viajes y conseguí meterme en un vuelo chárter que sale el viernes por la noche.
– ¿Cómo se explica eso?
– Pues que esta tarde alguien me ofreció un trabajo y dije que sí. ¿Quieres ir a Irlanda tres semanas? No creo que me devuelvan el dinero del billete.
– ¿Estás seguro? Es una lástima perder el dinero.
– Bueno, me dijeron que no lo devolvían y ya está pagado. Está bien. Gano bastante en el trabajo para poder dar por perdidos doscientos dólares. Pero la verdad es que quería que supieras que no estaba de camino a la tierra de Sodoma y Gomorra.
– Sonaba como que estabas volviendo a las andadas -dijo-. Ésa es la razón por la que estaba preocupado.
Te las has arreglado para estar con tu amigo en su taberna y aun así mantenerte sin beber.
– Él bebe por los dos.
– Bueno, de una u otra manera parece funcionar. Pero del otro lado del océano, con tu sistema habitual de apoyo a miles de kilómetros y estando inquieto por empezar…
– Lo sé, pero ahora puedes quedarte tranquilo.
– Aunque no me corresponde el mérito.
– Oh, no lo sabes -dije-. Tal vez sea obra tuya. Los caminos de Dios son inescrutables.
– Sí -dijo-, así suele ser.
Elaine pensaba que era una lástima que, después de todo, yo no fuera a Irlanda.
– Supongo que no había ninguna posibilidad de posponer el trabajo -dijo.
– No.
– Ni de que lo tuvieras terminado el viernes.
– Apenas lo habré empezado el viernes.
– Es una verdadera lástima. Pero no pareces desilusionado.
– Creo que no lo estoy. Por lo menos no llamé a Mick, de manera que eso evita tener que volver a llamarle y decirle que cambié de idea. Para decirte la verdad, me alegro de haber conseguido un trabajo.