– ¿Algo en qué hincar el diente?
– Eso es. Eso es lo que realmente necesito, más que unas vacaciones.
– ¿Es un buen caso?
Yo no le había contado nada. Pensé un minuto y aclaré:
– Es un caso terrible.
– ¿Ah, sí?
– ¡Santo Dios, las cosas que las personas se hacen entre sí! Pensarás que ya estoy acostumbrado, pero nunca me acostumbro.
– ¿Quieres hablar de eso?
– Cuando te vea. ¿Quedamos para mañana por la noche?
– A menos que tu trabajo se interponga.
– No veo por qué. Iré por ti a eso de las siete. Si me retraso, te llamaré.
Me di un baño caliente y dormí bien toda la noche y por la mañana fui al banco: añadí setenta billetes de cien dólares al botín de mi caja de seguridad, deposité dos mil dólares en mi cuenta corriente y conservé los mil restantes en el bolsillo trasero del pantalón.
Hubo una época en que hubiera corrido a gastarlos. Acostumbraba a pasar un montón de horas libres en iglesias vacías y pagaba regularmente el diezmo, por así decirlo, depositando el diez por ciento exacto del efectivo que llevaba en el cepillo de las limosnas que encontraba. Esta exótica costumbre había desaparecido al dejar de beber. No sé por qué dejé de hacerlo, pero tampoco podría decir por qué había empezado.
Para lo que iba a servirme, habría podido meter el billete de Aer Lingus en el cepillo más próximo. Me detuve en la agencia de viajes y confirmé lo que ya sospechaba, que el billete ya no se podía devolver.
– En circunstancias normales le diría que consiguiera un médico que certificara que tuvo que cancelar el viaje por razones de salud, pero no le resultaría aquí porque no somos una compañía aérea, sino una agencia. A cambio de importantes descuentos, compramos espacios al por mayor a las compañías aéreas -me explicó. Luego se ofreció a revenderme el pasaje, así que se lo dejé y fui andando hasta el metro.
Pasé todo el día en Brooklyn. Había cogido una fotografía de Francine Khoury cuando dejé la casa de Colonial Road y la enseñé en D'Agostino de la Cuarta Avenida y en El gourmet árabe de Atlantic Avenue. Era una pinta más fría de lo que me habría gustado. Ya era martes y el rapto había ocurrido el jueves de la semana anterior, sin que yo pudiera hacer nada por el momento. Habría sido interesante que Peter me hubiera llamado el viernes, en lugar de esperar a que pasara el fin de semana, pero habían tenido otras cosas que hacer.
Junto con la fotografía enseñaba una tarjeta de Reliable con mi nombre. Explicaba que estaba investigando una reclamación de un seguro. El coche de mi cliente había sido golpeado por otro vehículo que se había dado a la fuga, y se aceleraría el proceso de la reclamación si pudiéramos identificar a la otra parte.
En D'Agostino hablé con una cajera que recordaba a Francine como a una cliente regular que siempre pagaba en efectivo, un rasgo memorable en nuestra sociedad, pero normal en los círculos de los traficantes de drogas.
– Y le puedo decir algo más de ella -dijo la mujer-. Apuesto a que es buena cocinera. -Mi expresión debió de parecerle de perplejidad, pues añadió-: Nada de comidas preparadas, nada de cosas congeladas. Siempre ingredientes naturales. Aunque es joven, no se encuentran muchas que se dediquen a cocinar. En su carrito nunca se ve nada de lo que anuncian en la tele.
El dependiente del supermercado también la recordaba e informó de que siempre le daba dos dólares de propina. Le pregunté por una furgoneta; recordaba una azul de reparto que había estado estacionada enfrente y que arrancó detrás de ella. No se había fijado en la marca de la furgoneta ni en la matrícula, pero estaba bastante seguro del color y creía que había algo sobre reparación de televisores pintado en un costado.
Recordaban más en Atlantic Avenue, porque había habido más que observar. La mujer que estaba detrás del mostrador reconoció la foto y pudo decirme exactamente lo que Francine había comprado: aceite de oliva, tahini, madamas y otros términos que yo no conocía. No había visto el rapto, porque estaba atendiendo a otro cliente. Sabía que algo extraño había pasado, porque un cliente había entrado diciendo que dos hombres y una mujer salían corriendo de la acera y saltaban a la parte trasera de la furgoneta. Al cliente le preocupaba que pudieran haber asaltado la tienda y estuvieran huyendo.
Ya había conseguido unas cuantas entrevistas más antes del mediodía, cuando pensé entrar en la cafetería de al lado a almorzar. Pero recordé el consejo que le había dado con tanta rapidez a Peter Khoury. Yo no había asistido a una reunión desde el sábado y ya era martes e iba a pasar la noche con Elaine. Llamé a la oficina Intergrupos y me enteré de que había una reunión a las doce y media, a unos diez minutos de distancia, en Brooklyn Heights. La oradora era una anciana pequeñita, lo más pulcra y correcta en apariencia que se podía imaginar, y su historia puso en evidencia que jamás había sido así, sino una pordiosera que dormía en la calle y que nunca se bañaba ni se cambiaba la ropa y no dejaba de destacar lo inmunda que había sido, cuan asquerosamente olía por aquel entonces. Era difícil relacionar la historia con la persona que estaba sentada a la cabecera de la mesa.
Después de la reunión volví a Atlantic Avenue y proseguí desde donde me había quedado. Compré un bocadillo y una lata de refresco en un establecimiento de comidas preparadas y entrevisté al propietario en el ínterin. Comí de pie, afuera, luego hablé con el empleado y con un par de clientes de un puesto de periódicos de la esquina. Entré en Alepo y hablé con el cajero y con dos de los dependientes. Volví a Casa Ayoub: me había acostumbrado a llamar así a El gourmet árabe, puesto que no dejaba de hablar con gente que lo seguía llamando así. Volví de nuevo, y esta vez la mujer había podido dar con el nombre del cliente que había tenido miedo de que el hombre de la furgoneta azul hubiese asaltado la tienda. Encontré el nombre en la guía telefónica, pero cuando marqué el número, nadie atendió la llamada.
Cuando llegué a Atlantic Avenue ya había desistido de contar la historia de la investigación por el asunto del seguro porque no parecía probable que concordara con lo que la gente podría haber visto. Por otra parte, no quería dar la impresión de que nada de la magnitud de un secuestro y un homicidio hubiera tenido lugar, pues alguien podría pensar que era su deber cívico informar a la policía. La historia que armé, y que tendía a variar algo según mi auditorio del momento, era más o menos algo así:
Mi cliente tenía una hermana que estaba considerando la posibilidad de contraer un matrimonio concertado con un extranjero ilegal que quería quedarse en el país. El presunto novio tenía una amiga cuya familia se oponía al casamiento. Dos hombres, parientes de la amiga, habían estado acosando a mi cliente durante días, en una tentativa por conseguir su ayuda para impedir la boda. La mujer compartía la posición de los parientes, pero en realidad no quería verse involucrada en el asunto.
Habían estado siguiéndole los pasos el jueves y la siguieron hasta la tienda de Ayoub. Cuando salió, la metieron con un pretexto en la parte trasera de la furgoneta y se la llevaron para convencerla. Cuando la soltaron, estaba ligeramente histérica y, en la tentativa de librarse de ellos, perdió no sólo los comestibles comprados (aceite de oliva, tahini, etcétera), sino también su bolso, que en ese momento contenía una pulsera bastante valiosa. Desconocía los nombres de aquellos individuos y cómo ponerse en contacto con ellos, y…
Supongo que mi pretexto no tenía mucho sentido, pero yo no estaba ofreciéndoselo a las cadenas de televisión para grabar un programa piloto, sólo lo estaba utilizando para convencer a ciudadanos razonablemente sensatos de que ser lo más solidario posible era tan seguro como noble. Recibí un montón de consejos gratuitos: «Esos matrimonios son malos. Ella debería decirle a su hermana que no vale la pena», por ejemplo. Pero también conseguí una buena cantidad de información.