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Interrumpí mis pesquisas después de las cuatro y cogí el metro hasta Columbus Circle, librándome de la hora punta por pocos minutos. Había correspondencia para mí en recepción, en su mayor parte tonterías. Una vez pedí algo por catálogo y ahora recibo docenas de folletos informativos todos los meses. Vivo en una habitación pequeña y no tendría espacio para los catálogos ni mucho menos para los productos que quieren que compre.

Cuando llegué arriba, lo tiré todo menos la nota del teléfono y dos papelitos con mensajes que me informaban de que «Ken Curry» había llamado una vez a las dos y media y otra vez a las cuatro menos cuarto. No lo llamé de inmediato. Estaba agotado.

El día me había dejado exhausto. No había hecho nada físicamente, no había pasado ocho horas acarreando sacos de cemento. Pero todas esas conversaciones con toda esa gente se habían cobrado su precio. Uno tiene que concentrarse mucho y el proceso es especialmente exigente cuando se está trabajando con una historia propia. A menos que uno sea un mentiroso patológico, la ficción es más difícil de contar que la verdad. Ése es el principio sobre el que se basa el detector de mentiras y mi propia experiencia tiende a confirmarlo. Todo un día de mentiras y de desempeñar un papel es agotador, especialmente si uno está pateando la calle sin parar.

Me di una ducha y me afeité, puse las noticias de la televisión y escuché quince minutos con los pies en alto y los ojos cerrados. Alrededor de las cinco y media, llamé a Kenan Khoury y le dije que había hecho algunos progresos, aunque no tenía nada específico que informar.

Quería saber si había algo que él pudiera hacer.

– Todavía no -dije-. Volveré a Atlantic Avenue mañana para ver si el cuadro se completa un poco más. Cuando haya terminado allí, iré a tu casa. ¿Estarás?

– Desde luego -me contestó-. No tengo adónde ir.

Puse el despertador y volví a cerrar los ojos y el reloj me arrancó de un sueño placentero a las seis y media. Me puse el traje y la corbata y fui a casa de Elaine. Sirvió café para mí y Perrier para ella y nos fuimos en taxi a la Sociedad Asiática, donde recientemente habían inaugurado una exposición sobre el Taj Mahal que tenía algo que ver con el curso que ella seguía en Hunter. Después de recorrer los tres salones de exposición y de haber hecho los ruidos pertinentes, seguimos a la multitud hasta otra sala, donde nos sentamos en sillas plegables y escuchamos a un solista que tocaba el sitar. No sé si era bueno o no. No sé cómo se hacía para saberlo ni cómo sabría él si aquel instrumento estaba desafinado.

Después hubo un piscolabis a base de vino y queso.

– Esto no tiene por qué retenernos mucho tiempo -murmuró Elaine y después de unos minutos de sonreír y mascullar, estábamos en la calle.

– Te lo has pasado de puta madre -comentó ella.

– Ha estado bien.

– Ay, Señor -dijo-, la de cosas que un hombre está dispuesto a aguantar con la esperanza de acostarse con una.

– Vamos -dije-. No ha sido para tanto. Es la misma música que tocan en los restaurantes hindúes.

– Pero allí no tienes que escucharla.

– ¿Quién escuchaba?

Fuimos a un restaurante italiano y, tomando un café exprés, le conté lo de Kenan Khoury y lo que le había pasado a su esposa. Cuando terminé, se quedó mirando el mantel un momento, como si hubiera algo escrito en él; luego levantó los ojos lentamente para encontrar los míos. Es una mujer ingeniosa y con temple, pero en ese momento parecía vulnerable, hasta conmovedora.

– ¡Dios mío! -exclamó.

– ¡Las cosas que hace la gente!

– Ni tienen principios ni tienen fin, como suele decirse. -Tomó un trago de agua-. La crueldad, el sadismo integral y todo eso. ¿Por qué la gente hace algo semejante? Bueno, no vale la pena preguntar por qué.

– Supongo que debe de ser por placer -intervine-. Deben de haber gozado con eso, no sólo con la matanza sino con restregárselo por la nariz, hacerlo ir de acá para allá, decirle que ella iba a estar en el coche, que iba a estar en casa cuando él llegara para finalmente hacer que la encontrara cortada a pedazos en el maletero del Ford. No tienen que ser sádicos para matarla, les habrá parecido más seguro que dejar un testigo que pudiera identificarlos. Pero no había ninguna ventaja práctica en usar el cuchillo del modo en que lo hicieron. Se tomaron mucho trabajo para descuartizar el cadáver. Lo siento, ésta no es una buena conversación para la mesa, ¿no?

– No es nada si la comparamos con una conversación precama.

– Te pone a tono, ¿no?

– Nada como esto para ponerme cachonda. No, de veras, no me importa. Quiero decir que me importa, claro que me importa, pero no soy delicada. Es brutal descuartizar a alguien, pero eso es lo de menos, supongo. El verdadero impacto es que exista esa clase de maldad en el mundo y que pueda surgir de la nada y atacarte sin ninguna razón válida. Eso es lo terrible. Lo que le hace mal tanto a un estómago vacío como a uno lleno.

Volvimos a su apartamento y puso un álbum de solos de piano de Cedar Walton que nos gustaba a ambos y nos sentamos juntos en el sofá sin hablar apenas. Cuando el disco terminó, le dio la vuelta y, hacia la mitad, nos fuimos a la cama e hicimos el amor con una curiosa intensidad. Después, ninguno de los dos habló por largo rato hasta que ella sugirió:

– Te voy a decir algo, hombre. Si seguimos así, uno de estos días vamos a ser muy buenos.

– ¿Te parece?

– No me sorprendería. Matt, quédate a pasar la noche.

La besé.

– Lo estaba planeando.

– ¡Uhm! Buen plan. No quiero estar sola.

Yo tampoco quería estar solo.

4

Me quedé a desayunar y, cuando llegué a Atlantic Avenue, eran casi las once. Pasé cinco horas allí, la mayor parte en la calle y en las tiendas, pero también en una biblioteca y al teléfono. Poco después de las cuatro, caminé un par de manzanas y cogí un autobús para Bay Ridge.

La última vez que lo vi estaba desgreñado y sin afeitar, pero ahora a Kenan Khoury se le veía fresco y atildado, vestido con pantalones de gabardina gris y una camisa de colores apagados. Lo seguí a la cocina y me dijo que su hermano había ido a trabajar a Manhattan esa mañana.

– Petey dijo que se quedaría aquí, que no le importaba el trabajo, pero ¿cuántas veces vamos a tener la misma conversación? Le hice llevar el Toyota para que lo tenga para ir y venir. ¿Qué tal tú, Matt? ¿Tienes algo concreto?

– Dos hombres, aproximadamente de mi estatura, secuestraron a tu esposa en plena calle, frente a El gourmet árabe, y la metieron en una furgoneta de reparto azul oscuro. Otra furgoneta similar, probablemente la misma, la estaba siguiendo cuando salió de D'Agostino. La furgoneta tenía una inscripción en los costados, letras blancas, según un testigo: «Ventas y servicio TV», con el nombre de la compañía con iniciales indeterminadas. «B & L», «H & M», distintas personas vieron cosas distintas. Dos personas recordaban una dirección en Queens, y una lo recordaba específicamente como Long Island City.

– ¿Existe esa empresa?

– La descripción es lo suficientemente vaga para que haya una docena o más de firmas que coincidan. Un par de iniciales, reparación de televisores, una dirección en Queens. Llamé a seis u ocho empresas y no pude dar con ninguna que tenga furgonetas azul oscuro o que le hubieran robado un vehículo recientemente. Tampoco lo esperaba.

– ¿Por qué no?

– No creo que la furgoneta fuese robada. Lo que supongo es que el jueves por la mañana vigilaron tu casa a la espera de que tu esposa saliera sola. Cuando lo hizo, la siguieron. Probablemente no era la primera vez que la seguían; esperaban la oportunidad de hacer su juego. No iban a robar una furgoneta cada vez y dar vueltas todo el día, expuestos a que apareciera en cualquier momento en la lista de coches robados.