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– ¿Crees que la furgoneta era suya?

– Es lo más probable. Creo que pintaron el nombre y la dirección de una compañía falsa en las puertas y, una vez que raptaron a tu esposa, borraron el nombre y pintaron uno nuevo. No me sorprendería que ahora toda la carrocería estuviera pintada de un color que no fuera azul.

– ¿Y qué hay de la matrícula?

– Probablemente la habían sacado para la ocasión, pero eso no importa, porque nadie tomó el número. Uno de los testigos creía que los tres habían asaltado el supermercado, que eran ladrones, pero todo lo que se le ocurrió hacer fue meterse en la tienda y asegurarse de que todos estaban bien. Otro hombre pensó que algo raro estaba pasando y miró la matrícula de la furgoneta, pero todo lo que recordaba era que tenía un nueve.

– Eso es útil.

– Muy útil. Los hombres iban vestidos igual; pantalón oscuro y camisa de trabajo a juego, con anorak azul que también combinaba. Parecían uniformados y, entre eso y el vehículo comercial que llevaban, parecían legales. Aprendí, hace años, que uno puede caminar por cualquier parte con un portacuadernos, porque parece como si estuviera haciendo su trabajo. Ellos tenían esa ventaja a su favor. Dos personas distintas me dijeron que creían que eran dos agentes de Inmigración camuflados, que se llevaban detenido a un extranjero. Es una de las razones por las que nadie intervino, eso y el hecho de que lo hicieran antes de que nadie tuviera tiempo de reaccionar.

– Muy ingenioso.

– El uniforme hizo algo más, los volvió invisibles, porque todo lo que la gente vio fue su ropa y todo lo que recordaban era que ambos tenían el mismo aspecto. ¿Dije que también llevaban gorra? Los testigos describieron las gorras y los anoraks, cosas que se ponen para el trabajo y de las que se deshacen después.

– De manera que en realidad no tenemos nada en concreto.

– Eso no es cierto -dije-. No tenemos nada que nos lleve directamente a ellos, pero tenemos algo. Sabemos lo que hicieron y cómo lo hicieron, que son hábiles y que planearon su acción. ¿Cómo supones que te eligieron?

Se encogió de hombros.

– Sabían que soy traficante. Eso se mencionó. Te conviertes en un buen blanco. Saben que tienes dinero y que no vas a llamar a la policía.

– ¿Qué más sabían de ti?

– Mi origen étnico. El tipo, el primero, me dirigió varios insultos.

– Creo que ya me lo dijiste.

– Gitano, negro del arroyo. Éste es bueno, ¿verdad? Negro del arroyo. Se olvidó de montador de camellos. Solía oírselo decir a los chicos italianos de San Ignacio. «Eh, Khoury, ¡maldito montador de camellos!» El único camello que he visto en mi vida estaba en un paquete de tabaco.

– ¿Crees que el hecho de ser árabe te convirtió en blanco?

– Nunca se me ocurrió. Hay ciertos prejuicios, sin duda, pero por lo general no soy tan consciente de eso. La familia de Francine es palestina. ¿Te lo dije?

– Sí.

– Lo pasan peor. Conozco palestinos que dicen que son libaneses o sirios sólo para evitar líos. «Ah, eres palestino. Debes de ser terrorista.» Es esa clase de comentario ignorante: y hay gente que tiene ideas reaccionarias sobre los árabes en general. -Puso los ojos en blanco y añadió-: Mi padre, por ejemplo.

– ¿Tu padre?

– No diría que era antiárabe, pero tenía la teoría global de que no éramos realmente árabes. En realidad nuestra familia es cristiana, ¿sabes?

– Me preguntaba qué estabas haciendo en San Ignacio.

– Había momentos en que yo mismo me lo preguntaba. No, éramos cristianos maronitas y, según mi padre, éramos fenicios. ¿Alguna vez has oído hablar de los fenicios?

– Allá lejos, en los tiempos bíblicos, ¿no? Comerciantes y exploradores. Algo así, ¿no?

– Eso es. Grandes marinos. Navegaron alrededor de África, colonizaron España y probablemente llegaron a Gran Bretaña. Fundaron Cartago en el norte de África. Hasta se ha encontrado un montón de monedas cartaginesas en Inglaterra. Fueron el primer pueblo en descubrir la estrella Polar; es decir, descubrieron que estaba siempre en el mismo lugar y que podía servir de guía para la navegación. Desarrollaron un alfabeto que sirvió como base para el alfabeto griego. -Se interrumpió, ligeramente turbado-. Mi padre siempre hablaba de ellos. Creo que algo de eso debe de haberme entrado.

– Así parece.

– No era un fanático al respecto, pero sabía mucho del tema. Ése es el origen de mi nombre. Los fenicios se llamaban a sí mismos kenalani, o cananeos. Mi nombre se debería pronunciar kehnahn, pero todos han dicho siempre Keenan.

– «Ken Curry» es el nombre del mensaje que recibí ayer.

– Sí, eso es típico. He pedido cosas por teléfono y aparecen dirigidas a Keane y Curry. Suena como un par de abogados irlandeses. De todos modos, según mi padre, los fenicios eran un pueblo completamente diferente a los árabes. Eran los cananeos. Ya eran un pueblo en tiempos de Abraham. Mientras que los árabes descendían de Abraham.

– Creía que los judíos eran los descendientes de Abrahan.

– Exactamente, a través de Isaac, que era el hijo legítimo de Abraham y Sara. Mientras que los árabes son los hijos de Ismael, que era el hijo que Abraham concibió con Agar. Mierda, hay algo en lo que no he pensado desde hace mucho. Cuando yo era pequeño, mi padre tenía un contencioso menor con el tendero de la esquina, en Dean Street, y solía referirse a él llamándolo «el ismaelita cabrón». ¡Joder, qué carácter tenía!

– ¿Vive todavía?

– No, murió hace tres años. Era diabético y, con el paso de los años, su corazón se debilitó. Cuando estoy deprimido, me digo que murió con el corazón destrozado por culpa de sus hijos. Esperaba un arquitecto y un médico y, en cambio, tuvo un borracho y un traficante de drogas. Pero eso no es lo que lo mató. Fue el régimen. Era diabético y pesaba veinticinco kilos más de lo que le convenía. Aunque Petey y yo hubiéramos sido Jonas Salk y Frank Lloyd Wright, no le habría servido de nada.

Alrededor de las seis, Kenan hizo la primera de una serie de llamadas telefónicas, después de que los dos hubiésemos hecho un enfoque de la situación. Marcó un número, esperó el tono, luego marcó su propio número y colgó.

– Ahora esperamos -dijo.

No tuvimos que esperar mucho. En menos de cinco minutos sonó el teléfono.

– Hola, Phil. ¿Cómo va? -preguntó-. Magnífico. Éste es el asunto. No sé si conociste a mi esposa, la cosa es que tuvimos una amenaza de secuestro y la tuve que mandar fuera del país. No sé de qué se trata, pero creo que tiene que ver con el negocio. ¿Me sigues? Así que lo que estoy haciendo es tener a un tipo que me lo controle como profesional. Y quería, ¿sabes?, hacer correr la voz porque tengo la sensación de que esta gente habla en serio. Sí, sí. Me da la impresión de que son asesinos y van en serio. Bien. Sí, de eso se trata, hombre. Nos sentamos aquí y somos unos blancos fáciles. Tenemos mucho dinero en efectivo y no podemos aullar reclamando a la ley y eso nos convierte en el blanco perfecto para invadir nuestras casas o para hacernos cualquier otra putada… Exactamente, así que todo lo que estoy diciendo es que hay que tener cuidado y mantener los ojos y los oídos bien abiertos. Y hacer correr la voz, ¿sabes?, a quien quiera que te parezca que tiene que oírlo. Y si pasa algo, mierda, hombre, llámame, ¿comprendes? Correcto.

Colgó y se volvió hacia mí.

– No sé -dijo-. Creo que todo lo que acabo de hacer ha sido convencerle de que, con la vejez, me estoy volviendo paranoico. «¿Por qué la mandaste fuera del país? ¿Por qué no compraste un perro o contrataste un guardaespaldas?» Porque está muerta, imbécil, pero no quería decirle eso. Si se corre la voz voy a tener problemas. ¡Mierda!

– ¿Qué pasa?

– ¿Qué le digo a la familia de Francine? Cada vez que suena el teléfono temo que sea alguno de sus primos. Sus padres están separados y su madre se volvió a Jordania, pero el padre todavía está en el viejo barrio y tiene parientes en todo Brooklyn. ¿Qué les digo?