– No lo sé.
– Les tendré que informar, tarde o temprano. Por el momento diré que se fue a hacer un crucero, algo así. ¿Sabes lo que supondrán?
– Problemas conyugales.
– Eso es. Acabábamos de volver de Negril, así que por qué se va a un crucero. Debe de haber problemas entre los Khoury, dirán. Bueno, que piensen lo que quieran. La verdad es que nunca tuvimos una discusión, nunca un día malo. Mierda.
Descolgó el teléfono, marcó un número, después su propio número. Colgó y tamborileó con impaciencia sobre la tapa de la mesa y cuando sonó el teléfono, lo descolgó y dijo:
– Hola, hombre, ¿cómo van las cosas? ¿Ah, ¿sí? Nada de joder. Mira, éste es el asunto…
5
Fui a la reunión de las ocho y media en St. Paul. Cuando iba hacia allí, se me ocurrió que podría encontrarme con Pete Khoury en aquel lugar, pero no apareció. Ayudé a plegar sillas y luego me reuní con un grupo de gente para tomar un café en el Flame. Pero no me quedé mucho tiempo, porque a las once ya estaba en Poogan's Pub, en la Calle 72 Oeste, uno de los dos lugares donde se podía encontrar a Danny Boy Bell entre las nueve de la noche y las cuatro de la mañana. El resto del tiempo no se podía encontrar en ninguna parte.
Su otro lugar es un club de jazz llamado Mother Goose, en Ámsterdam. Poogan estaba más cerca, así que probé allí primero. Danny Boy estaba en su mesa habitual del fondo, enfrascado en una conversación con un negro de piel muy oscura, barbilla puntiaguda y nariz como un botón. Usaba gafas de sol, con lentes espejados, y un traje de color azul polvo con más en los hombros de lo que Dios y el Gimnasio Gold podían haber puesto allí. Un pequeño sombrero de paja color marrón cacao, adornado con una cinta de color rosa vivo, estaba posado en la punta de su cabeza.
Tomé una coca-cola en el bar y esperé allí mientras él terminaba su asunto con Danny Boy. Después de unos cinco minutos, se despegó de la silla, palmeó a Danny Boy en el hombro, rió con ganas y se dirigió a la calle. Yo me volví para recibir el cambio y cuando me di la vuelta, su lugar había sido ocupado por un hombre blanco que se estaba quedando calvo y que tenía un bigote espeso y un vientre que pugnaba por salírsele de la camisa. Yo no había reconocido al primer tipo más que de forma general, pero conocía a este hombre. Su nombre era Selig Wolf. Tenía un par de zonas de estacionamiento y hacía apuestas deportivas. Lo había detenido una vez, hacía mucho tiempo, acusado de atraco, pero el querellante había decidido no forzar la cosa.
Cuando Wolf se fue, cogí otra Coca-Cola y me senté.
– Noche ocupada -dije.
– Ya lo sé -rezongó Danny Boy-. Saca un número y espera. Se está poniendo tan malo como lo de Zabar. Me alegro de verte, Matthew. Te vi antes, pero tenía que aguantar al pelma de Wolf. Debes de conocer a Selig.
– Sí, pero no conocía al otro tipo. Preside la recolección de fondos para el United Negro College Fund, ¿no es verdad?
– Es algo terrible malgastar la imaginación -dijo con solemnidad-. ¡Pensar que tú malgastas la tuya juzgando por las apariencias! El caballero usaba un temo de sastrería, Matthew, conocido como el traje del petimetre, con solapas anchas y pantalones estrechos en los tobillos. Mi padre tenía uno en su guardarropa, un recuerdo de su ardiente juventud. De tanto en tanto lo sacaba y amenazaba con ponérselo, y mi madre ponía los ojos en blanco.
– Me alegro por ella.
– Su nombre es Nicholson James -aclaró Danny Boy-. Tendría que haber sido James Nicholson, pero los nombres los invirtieron en algún documento oficial y él decidió que de esa forma tenía más estilo. Se podría decir que combina con su declaración sobre la moda retro. El señor James es un rufián.
– Me lo imagino. Pero nunca lo hubiera adivinado.
Danny Boy se sirvió un poco de vodka. Su propia idea sobre la moda era una elegancia tranquila: un traje oscuro hecho a medida y un chaleco de un diseño atrevido en rojo y negro. Es de muy baja estatura, un albino afroamericano, de físico muy esmirriado. Estaría muy lejos de la realidad llamarlo negro, puesto que es cualquier cosa menos eso. Pasa sus noches en los bares y prefiere la luz mortecina y el poco ruido. Es tan rígido como Drácula, no se aventura a la luz del día, y rara vez contesta el teléfono o abre la puerta durante esas horas. No obstante, todas las noches está en el bar de Poogan o en Mother Goose, escuchando a la gente y diciéndole cosas.
– Elaine no está contigo -dijo.
– Esta noche no.
– Dale recuerdos míos.
– Lo haré -contesté-. Te he traído algo, Danny Boy.
– ¿Sí?
Le di dos billetes de cien. Miró el dinero sin exhibirlo y luego me miró con las cejas levantadas.
– Tengo un cliente rico -le dije-. Quiere que coja taxis.
– ¿Quieres que te llame uno?
– No, pero me pareció que tenía que repartir un poco de esta pasta. Todo lo que tienes que hacer es correr la voz.
– ¿La voz de qué?
Le relaté la versión oficial del caso sin mencionar el nombre de Kenan Khoury. Danny Boy escuchaba, frunciendo el entrecejo de tanto en tanto por aquello de la concentración. Cuando terminé, sacó un cigarrillo, lo miró un momento y lo volvió a meter en el paquete.
– Surge una pregunta -sugirió.
– Dale.
– La esposa de tu cliente está fuera del país y, presumiblemente, a salvo de quienes quieren hacerle daño. De manera que él supone que trasladarán su atención a algún otro.
– Correcto.
– Pues bien. ¿Por qué tiene que preocuparse? Me encanta la idea de que hay traficantes con espíritu solidario, como todos esos plantadores de marihuana de Oregón que hacen enormes donaciones anónimas en efectivo a «Salvemos la Tierra» y a los ecosaboteadores. Pues bien, cuando yo era pequeño, me gustaba Robín Hood, precisamente por eso. Pero ¿qué puede importarle a tu hombre que los malos rapten al amorcito de otro? Cobran el rescate y eso deja a uno de sus competidores en una situación de desventaja económica, eso es todo. O se equivocan… y ése es su fin. Mientras que su propia esposa esté fuera de foco…
– ¡Era una historia perfectamente buena hasta que te la conté a ti, Danny Boy!
– Lo siento.
– Su mujer no llegó a salir del país. La secuestraron y la mataron.
– ¿Él trató de ganar tiempo? ¿No quiso pagar el rescate?
– Pagó cuatrocientos de los grandes. Pero la mataron de todos modos.
Abrió los ojos de par en par.
– Sólo para tus oídos -agregué-. Todavía no se ha denunciado la muerte, así que eso no debe saberlo nadie.
– Comprendo. Bueno, eso hace que su motivación sea más fácil de entender. Quiere vengarse. ¿Alguna idea de quiénes son?
– No.
– Pero supones que lo harán otra vez.
– ¿Por qué abandonar en una partida donde se es ganador?
– Nadie abandona jamás.
Se sirvió más vodka. En sus dos paradas habituales, le traen la botella en un recipiente con hielo y no hace más que tomar grandes cantidades sin prestarle mucha atención, como si fuera agua. No sé dónde la mete ni cómo la procesa su cuerpo.
– ¿Cuántos hombres malos? -preguntó.
– Un mínimo de tres.
– Que se reparten cuatro décimos de un millón. Ellos también podrían estar cogiendo muchos taxis, ¿no te parece?
– Tuve la misma idea.
– Así es que si alguien anda tirando mucho dinero, ésa sería una buena pista.
– Podría ser.
– Y los narcos, en especial los más importantes, tendrían que enterarse de que corren el riesgo de un secuestro. Con la misma facilidad podrían agarrar a un traficante, ¿no te parece? No tendría que ser una mujer.