– No estoy seguro de eso.
– ¿Por qué?
– Creo que disfrutaron con el asesinato. Les produjo placer. Creo que abusaron sexualmente de ella, que la torturaron y que, cuando pasó la novedad, la mataron.
– ¿El cadáver tenía signos de tortura?
– El cuerpo volvió en veinte o treinta pedazos, envueltos por separado. Y eso tampoco tiene que saberlo nadie. No tenía planeado mencionarlo.
– Hubiera preferido que no lo hicieras, para hablarte con franqueza, Matthew. ¿Es mi imaginación o el mundo se está volviendo más asqueroso?
– No parece estar iluminándose.
– No, ¿verdad? ¿Recuerdas la gravitación universal, todos los planetas que se alinean como soldados? ¿No se suponía que ésa sería la señal del amanecer de algún tipo de Nueva Era?
– No estoy conteniendo el aliento.
– Bueno, dicen que siempre está más oscuro antes del alba. Pero entiendo lo que quieres decir. Si matar forma parte de la diversión, y si se dan a la violación y la tortura, pues bien, no elegirán a ningún traficante culo sucio y culo gordo de dudosa virilidad. No hay nada de afeminado en estos tipos.
– No.
Pensó un momento.
– Tendrán que volver a hacerlo -sugirió-. No se puede esperar que abandonen habiéndoles salido bien. Aunque me pregunto…
– ¿Si ya lo hicieron antes? Yo me estaba preguntando lo mismo.
– ¿Y?
– Son muy hábiles -admití-. Tengo la sensación de que tenían cierta práctica.
Lo primero que hice a la mañana siguiente, después del desayuno, fue ir a la central de Policía de Midtown North, en la Calle 54 Oeste. Pesqué a Joe Durkin sentado a su escritorio, y me dejó boquiabierto cuando me felicitó por mi aspecto.
– Vistes mejor últimamente -dijo-. Creo que es obra de esa mujer. Elaine, ¿verdad?
– Así es.
– Bueno, creo que es una buena influencia para ti.
– Estoy seguro de que lo es -afirmé-. Pero ¿de qué mierda hablas?
– Llevas una chaqueta muy bonita, eso es todo.
– Debe de tener diez años.
– Bueno, nunca te la pones.
– La llevo siempre.
– Tal vez sea la corbata.
– ¿Qué tiene de especial la corbata?
– ¿Te dijo alguien alguna vez que eres un hijo de puta difícil? Te digo que tienes buen aspecto y al minuto siguiente estoy en el puto banquillo de los testigos. ¿Qué tal si empezamos de nuevo? «Hola, Matt. Me alegro de verte. Tienes un aspecto de mierda, siéntate.» ¿Está mejor así?
– Mucho mejor.
– Me alegro. Siéntate. ¿Qué te trae por aquí?
– Tuve la necesidad de cometer un delito.
– Conozco ese sentimiento. Apenas pasa un día sin que yo sienta la misma necesidad. ¿Tienes pensado algún delito en especial?
– Pensaba en un delito de clase D.
– Pues bien, tenemos un montón de ésos. La posesión criminal de elementos de falsificación es un delito de clase D y probablemente estés cometiendo uno en este mismo momento. ¿Tienes una pluma en el bolsillo?
– Dos plumas y un lápiz.
– Estupendo. Sería mejor que te leyera tus derechos y te hiciera una acusación y te tomara las huellas digitales. Pero supongo que ése no es el delito de clase D que tenías pensado.
Meneé la cabeza.
– Estaba pensando en violar el artículo Doscientos-Cero-Cero del Código Penal.
– Doscientos-Cero-Cero. Me lo vas a hacer buscar, ¿no?
– ¿Por qué no?
Me lanzó una mirada y luego fue en busca de una carpeta negra de hojas sueltas y la hojeó.
– Es un número conocido -dijo-. ¡Qué bien, aquí está! Doscientos-Cero-Cero. Soborno en tercer grado. «Una persona es culpable de soborno en tercer grado cuando confiere u ofrece o acuerda conferir cualquier beneficio a un servidor público, según un acuerdo o arreglo de que el voto, la opinión, el juicio, la acción, la decisión o el ejercicio de la discreción de dicho servidor público como tal se vean influidos a partir de él.» -Siguió leyendo en silencio un momento y luego preguntó-: ¿Estás seguro de que no preferirías violar el artículo Doscientos-Cero-Tres?
– ¿Y eso qué es?
– Soborno en segundo grado. Es lo mismo que el otro, sólo que es un delito de clase C. Se considera soborno en segundo grado cuando el beneficio que confieres u ofreces o acuerdas conferir… ¡Mierda!, ¿no te gusta cómo redactan estas cosas? Total que el beneficio tiene que ser de más de diez mil dólares.
– ¡Ah! -dije-. Creo que la clase D es mi límite.
– Me lo temía. ¿Puedo preguntarte algo antes de que cometas tu delito de clase D? ¿Cuántos años hace que dejaste el trabajo?
– Ha pasado bastante tiempo.
– Entonces, ¿cómo recuerdas la clase de delito, por no hablar del número del artículo?
– Tengo buena memoria.
– Tonterías. Han vuelto a numerar las secciones a lo largo de estos años, han cambiado medio libro. Sólo quiero saber cómo lo has hecho.
– ¿De verdad quieres saberlo?
– Sí.
– Lo busqué en el libro de Andreotti, viniendo hacia aquí.
– Nada más que para tocarme los huevos, ¿no?
– Nada más que para mantenerte alerta.
– En el fondo, sólo por pura curiosidad.
– Absolutamente.
Previamente me había guardado un billete en el bolsillo de la chaqueta, lo toqueteé y se lo metí en el bolsillo donde tiene siempre los cigarrillos menos durante los intervalos en que maldice y fuma los ajenos.
– Cómprate un traje -le dije.
Estábamos solos en la oficina, así que cogió el billete y lo examinó.
– Tendremos que poner al día la terminología. Un sombrero son veinticinco dólares; un traje, cien. No sé cuánto cuesta un sombrero decente en estos días, no recuerdo cuándo fue la última vez que me compré uno. Pero no sé dónde se podría conseguir un traje por cien dólares como no sea en una tienda en época de rebajas. «Aquí hay cien dólares. Lleva a tu mujer a cenar.» ¿Para qué es esto, de todos modos?
– Necesito un favor.
– ¿Ah, sí?
– He leído algo acerca de un caso -dije-. Debe de haber sido hace seis meses o tal vez un año. Un par de tipos se apoderaron de una mujer en la calle y se la llevaron en una furgoneta. Apareció pocos días después en el parque.
– Supongo que muerta.
– Muerta.
– «La policía sospecha que hay juego sucio», debió de decir la noticia. Pero me atrevo a decir que no recuerdo nada. No fue uno de nuestros casos, ¿no?
– Ni siquiera fue en Manhattan. Me parece recordar que apareció en un campo de golf en Queens, pero también podría haber sido en algún lugar de Brooklyn. No le presté atención en su momento. Era un asunto que leí mientras tomaba una segunda taza de café.
– ¿Y qué quieres ahora?
– Refrescarme la memoria.
Me miró.
– Te sobra el dinero, ¿no? ¿Por qué hacer una donación para el fondo de mi guardarropa cuando podrías ir a la biblioteca y buscarlo en el Times Index?
– ¿Bajo qué sección? No sé dónde ni cuándo ocurrió ni conozco ninguno de los nombres de las víctimas. Tendría que rastrear todos los números del año pasado. Ni siquiera sé en qué diario lo leí. Podría no haber aparecido en el Times.
– Sería más fácil si yo hiciera un par de llamadas.
– Eso es lo que yo pensaba.
– ¿Por qué no te vas a dar una caminata? Toma una taza de café y consigue una mesa en el café griego de la Octava Avenida. Es probable que me deje caer por allí dentro de una hora para tomarme un café con una pasta danesa.
Cuarenta minutos más tarde se acercó a mi mesa en el café de la confluencia de la 8 con la 53.
– Hace poco más de un año -dijo-. Una mujer llamada Marie Gotteskind. ¿Qué significa eso? ¿«Dios es bueno»?
– Creo que significa «niño de Dios».
– Eso está mejor, porque Dios no fue bueno con Marie. Se denunció que fue raptada a plena luz del día mientras compraba en Jamaica Avenue, en Woodhaven. Dos hombres se la llevaron en una furgoneta y tres días más tarde un par de jóvenes que caminaban por el campo de golf de Forest Park encontraron el cadáver. Agresión sexual, múltiples heridas de arma blanca. El Uno-Cero-Cuatro tomó el caso y se lo devolvió al Uno-Doce una vez que la identificaron, porque allí fue donde tuvo lugar el secuestro original.