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Finalmente, cosa que se me había escapado en la primera lectura, el informe del médico forense decía que el pulgar y el índice de la mano izquierda habían sido seccionados. Los dos dedos se habían recuperado: el índice en la vagina y el pulgar en el recto.

Encantador.

Leer el expediente tuvo sobre mí un efecto aislante y aletargador. Ésa es muy probablemente la razón por la cual se me escapó lo del índice y el pulgar en la primera lectura. El informe de las heridas de la mujer y la imagen que evocaban de sus últimos momentos eran más de lo que la mente estaba dispuesta a aceptar. Otros informes del expediente, entrevistas con padres y compañeros de trabajo, trazaban la imagen de una Mario Gotteskind viva. Por su parte, el informe médico partía de esa persona viva y la convertía en carne muerta y brutalmente maltratada.

Estaba allí sentado, agotado por lo que acababa de leer, cuando sonó el teléfono. Lo cogí y una voz que conocía dijo:

– ¿Qué pasa contigo, fiel amigo?

– Hola, TJ.

– ¿Cómo te va? Es difícil encontrarte. Estás siempre fuera, haciendo cosas.

– Recibí tu mensaje, pero no dejaste ningún número.

– No tengo teléfono. Si fuera camello tendría un buscapersonas.

– Si fueras camello, tendrías un teléfono móvil.

– Ahora sí que estás hablando en serio. Dame un coche largo con teléfono y me quedo sentado en él meditando ideas largas y haciendo cosas largas. Te lo repito, eres difícil de encontrar.

– ¿Has llamado más de una vez, TJ? Yo sólo he recibido un mensaje.

– Bueno, mira, no siempre tengo ganas de gastar dinero en cabinas.

– ¿Qué quieres decir?

– Bueno, me imagino tu teléfono. Es como uno de esos contestadores que descuelgan después de tres o cuatro timbrazos, los que sean. El fulano de recepción siempre deja que tu teléfono suene cuatro veces antes de responder. Y tú tienes una sola habitación, de manera que no puedes tardar más de tres timbrazos en llegar al teléfono, a menos que estés en el cuarto de baño o algo parecido.

– Así que cuelgas después de los tres timbrazos.

– Y recupero la moneda. A menos que quiera dejar un mensaje, pero ¿por qué dejar otro mensaje si ya había dejado uno? Llegas a casa y tienes una pila de mensajes y piensas: «Este TJ debe de haber reventado un parquímetro; tiene tantas monedas que no sabe qué hacer con ellas».

Me eché a reír.

– Así que estás trabajando.

– La verdad es que sí.

– ¿Trabajo grande?

– Bastante grande.

– ¿Hay lugar para TJ en él?

– Por ahora no lo veo.

– ¡Hombre, no estás mirando bien! Debe de haber algo que yo pueda hacer, para compensar las monedas que quemo llamándote. ¿Qué clase de trabajo es, de todos modos? No te has puesto en contra de la mafia, ¿verdad?

– Me temo que no.

– Me alegro de oírlo, porque esos gatos están quemando, Fernando. ¿Ves Good Fellas? Apestan, tío. Coño, se me está acabando la moneda.

Una voz grabada interrumpió, exigiendo cinco centavos por el valor de un minuto de tiempo telefónico.

– Dame el número y te llamo -dije.

– No puedo.

– El número del teléfono desde el que estás hablando.

– No puedo -volvió a decir-. No hay ningún número en él. Los están quitando de todos los teléfonos públicos para que los jugadores no puedan recibir llamadas en ellos. Tranquilo. Tengo algo de cambio. -El teléfono tintineó cuando dejó caer la moneda-. Los camellos conocen el número de ciertos teléfonos públicos, aunque parezca que no lo tienen. O sea que son tan útiles como siempre, pero si alguien como tú quiere llamar a alguien como yo, no hay manera de hacerlo.

– Es un buen sistema.

– Es buenísimo. Todavía estamos hablando, ¿no? Nadie nos impide hacer lo que queremos. Sólo nos están obligando a ser ingeniosos.

– ¿Poniendo otra moneda?

– Lo has captado, tarado. Seguiré echando mano de mis recursos. Eso es lo que se llama ser ingenioso.

– ¿Dónde vas a estar mañana, TJ?

– ¿Dónde voy a estar? Bueno, no sé. Tal vez vuele a París en el Concorde. Todavía no me he decidido.

De golpe me pareció que podía aprovechar mi billete y mandarlo a Irlanda, pero no era probable que tuviera pasaporte. Ni parecía probable que Irlanda estuviera preparada para recibirlo, ni él para estar en Irlanda.

– ¿Dónde voy a estar? -repitió cansinamente-. Estaré en el puto Deuce, tío. ¿Dónde más voy a estar?

– Pensé que podíamos ir a comer algo.

– ¿A qué hora?

– No sé. Digamos que alrededor de las doce o doce y media.

– ¿Cuál de ellas?

– Doce y media.

– ¿Eso qué significa, las doce y media del día o de la noche?

– Del día. Iremos a almorzar.

– No hay ninguna hora del día o de la noche en que no se pueda almorzar. ¿Quieres que vaya a tu hotel?

– No -contesté-, porque hay una probabilidad de que tenga que cancelar la cita y no tendría forma de hacértelo saber. No quiero dejarte plantado. Elige un lugar en el Deuce y, si no aparezco, será para otra vez.

– Genial -dijo-. ¿Conoces las galerías del vídeo? En la parte norte de la calle, a dos…, no, a tres casas de la Octava Avenida. Allí está la tienda que tiene navajas automáticas en el escaparate. No sé cómo sajan con eso…

– Lo venden en forma de equipo.

– Sí, y lo usan para un test de inteligencia. Si no puedes montar el equipo, tienes que repetir el primer curso de primera enseñanza. ¿Sabes a qué tienda me refiero, Rugiero?

– Claro.

– Al lado hay una boca de metro y antes de bajar las escaleras hay un pasaje por el que se accede a las galerías del vídeo. ¿Sabes dónde está?

– Tengo la sensación de que la puedo encontrar.

– ¿Digamos a las doce y media?

– Es una cita, mona Chita.

– ¡Oye, tío! Estás aprendiendo.

Me sentí mejor cuando dejé de hablar por teléfono con TJ. Por lo general, él tenía ese efecto sobre mí. Tomé nota de nuestra cita para almorzar y luego retomé el material del caso Gotteskind.

Eran los mismos ejecutores. Tenían que serlo. La semejanza del modus operandi era demasiado evidente para ser una coincidencia, y la amputación y la inserción del pulgar y el índice parecían un ensayo de la carnicería mayor que habían perpetrado con Francine Khoury.

Pero ¿qué habían estado haciendo? ¿Hibernando? ¿Se habían escondido durante un año?

Parecía poco probable. La violencia vinculada con el sexo, las violaciones en serie y el asesinato lascivo parecen ser una adicción como cualquier droga dura que te libera momentáneamente de la prisión de la vida real. Los asesinos de Marie Gotteskind habían logrado un secuestro perfectamente orquestado, para repetirlo nuevamente un año después con pequeñas variaciones y, naturalmente, un motivo de beneficio sustancial. ¿Por qué esperar tanto tiempo? ¿Qué estaban haciendo, entretanto?

¿Podría haber habido otros secuestros, sin que nadie los relacionara con el caso Gotteskind? Era posible. La tasa de asesinatos en los cinco municipios es, ahora, de más de siete por día, y muchos de ellos no reciben una gran atención por parte de los medios de comunicación. Sin embargo, si te alzas con una mujer delante de un grupo de testigos, la noticia salta a los diarios. Si tienes un caso parecido esperando en un expediente abierto, probablemente te enteras. Y casi a la fuerza tienes que establecer una conexión.

Por otra parte, Francine Khoury había sido secuestrada en plena calle delante de testigos, y nadie en la piensa ni en el Uno-Doce sabía nada al respecto.

Tal vez hubieran estado escondidos durante un año. Quizás alguno de ellos hubiera estado en la cárcel durante todo ese tiempo. Tal vez la preferencia por la violación y el asesinato hubiera llevado a delitos peores todavía, tales como pagar con cheques sin fondos.