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A eso de las diez estaba a la vuelta de la esquina, en Flame. Tomé un desayuno ligero y leí un periódico, poniendo toda la atención en los sucesos locales y en las páginas de deportes. Hablando genéricamente, estábamos entre dos crisis, así que no prestaba mucha atención al conjunto. En realidad, la mierda tiene que llegar al ventilador y salpicarme antes de que me interese por los asuntos nacionales e internacionales. Si no es así, me parecen demasiado remotos y mi mente se niega a interesarse por ellos.

Dios sabe que tenía tiempo de leer todas las noticias, los anuncios de trabajo y los económicos. La semana anterior había tenido tres días de trabajo en Reliable, una importante agencia de detectives con oficinas en Flatiron Building, pero no habían tenido nada más para mí desde entonces, y el último trabajo hecho por mi cuenta había sido hacía mucho. Andaba bien de dinero, de manera que no necesitaba trabajar, y siempre he podido encontrar la manera de arreglármelas, pero me habría alegrado tener algo que hacer. La inquietud de la noche anterior no se había ido al acuitarse la luna. Todavía estaba allí, una fiebre baja en la sangre, una picazón debajo de la piel, donde no me podía rascar.

Francine Khoury pasó media hora en D'Agostino, llenando el carrito de la compra. Pagó al contado y un dependiente cargó sus tres bolsas otra vez en el carrito y salió del establecimiento siguiéndola calle abajo hasta donde estaba estacionado el coche.

La furgoneta azul de reparto estaba estacionada junto a la boca de incendios. Sus puertas traseras estaban abiertas; dos hombres habían bajado de ella y, al parecer, inspeccionaban algo que había en el portacuadernos que sostenía uno. Cuando Francine pasó junto a ellos, acompañada por el dependiente, la miraron. Pero cuando abrió el maletero del Camry, los dos estaban otra vez en el interior de la furgoneta, con las puertas cerradas.

El chico puso las bolsas en el maletero. Francine le dio dos dólares, que era el doble de lo que la mayor parte de la gente le daba, por no hablar del porcentaje increíblemente alto de compradores que no le daban propina. Kenan le había enseñado a dar buenas propinas, sin ostentación pero con generosidad.

– Siempre podemos permitirnos el lujo de ser generosos -le decía.

El empleado llevó el carrito al supermercado. Francine se sentó al volante, puso el motor en marcha y se dirigió hacia el norte por la Cuarta Avenida.

La furgoneta azul de reparto se mantenía a media manzana de distancia.

No sé exactamente qué camino tomó Francine para ir desde D'Agostino hasta la tienda de ultramarinos de Atlantic Avenue. Habría podido ir por la Cuarta Avenida hasta Atlantic; habría podido seguir la autovía Gowanus para entrar en South Brooklyn. No hay manera de saberlo y tampoco importa mucho. El caso es que condujo el Camry hasta el cruce de Atlantic con Clinton Street. Hay un restaurante sirio llamado Alepo en la esquina sudoeste y, junto a él, en Atlantic, hay una gran tienda de platos preparados que se llama El gourmet árabe. (Francine nunca la llamaba así. Como la mayoría de la gente que compraba allí, la llamaba Casa Ayoub, nombre del propietario anterior, que la había vendido y se había mudado a San Diego hacía diez años.) Francine estacionó el coche en un lugar con parquímetro en el lado norte de Atlantic, casi enfrente de El gourmet árabe. Fue hasta la esquina, esperó a que la luz del semáforo cambiara y cruzó la calle. Cuando entró en la tienda, la furgoneta azul estaba estacionada en una zona de carga frente al restaurante Alepo, que está al lado de El gourmet árabe.

No estuvo mucho tiempo en la tienda. Sólo compró unas cuantas cosas y no necesitó ayuda para llevarlas. Salió de allí aproximadamente a las 12.20. Iba vestida con un abrigo de pelo de camello, pantalones color gris pizarra y una rebeca beis encima de un jersey de cuello alto de color chocolate. El bolso le colgaba del hombro y llevaba una bolsa de plástico en una mano y las llaves del coche en la otra.

Las puertas traseras de la furgoneta azul estaban abiertas y los dos hombres que habían bajado con anterioridad estaban otra vez en la acera. Cuando Francine salió de la tienda, echaron a andar para ponerse uno a cada lado de la mujer. Al mismo tiempo, un tercer hombre, el conductor de la furgoneta, puso en marcha el motor.

Uno de los hombres preguntó:

– ¿Señora Khoury?

La mujer se volvió, y el hombre abrió y cerró con rapidez su cartera, para que ella viese una insignia, o nada en absoluto. El segundo hombre dijo:

– Tendrá que venir con nosotros.

– ¿Quiénes son ustedes? -preguntó ella-. ¿Qué pasa, qué quieren?

La cogieron cada uno de un brazo. Antes de poder saber qué estaba ocurriendo, le habían hecho cruzar velozmente la acera y la hicieron subir a la parte trasera de la furgoneta, que estaba abierta. Un segundo después, los dos hombres estaban dentro con ella; las puertas se cerraron y la furgoneta se apartó del bordillo y se incorporó al tráfico.

Aunque era mediodía, y aunque el rapto tuvo lugar en una concurrida calle comercial, casi nadie estuvo en condiciones de ver lo que pasaba, y las pocas personas que realmente lo presenciaron no tenían una idea muy clara de cuanto estaba aconteciendo. Todo debió de ocurrir muy rápidamente.

Si Francine hubiera dado un paso atrás y hubiera gritado cuando los hombres se le aproximaron…

Pero no lo hizo. Antes de que pudiera hacer nada, estaba dentro de la furgoneta, con las puertas cerradas. Podría haber gritado en aquel momento, o forcejeado, pero ya era demasiado tarde.

Sé exactamente dónde estaba yo cuando la secuestraron. Fui a la reunión del mediodía del grupo Fireside, que se celebra todos los días hábiles, de doce y media a una y media, en los locales de las Juventudes Cristianas de la Calle 63 Oeste. Llegué temprano, de manera que casi con toda seguridad estaría yo sentado con una taza de café cuando los dos hombres empujaron a Francine y la metieron por la parte trasera de la furgoneta de reparto. No recuerdo ninguno de los detalles de la reunión. Durante años he asistido regularmente a las reuniones de Alcohólicos Anónimos. No voy a tantas como cuando dejé de beber por vez primera, pero, con todo, seguro que acudo unas cinco veces por semana. Esta reunión había seguido el orden del día habitual del grupo, con un expositor que contaba su propia historia durante quince o veinte minutos, y el resto de la hora se dedicaba a la charla-coloquio. Creo que no intervine. Supongo que me acordaría si lo hubiera hecho. Estoy seguro de que se dijeron cosas interesantes y cosas graciosas. Siempre lo son, pero no puedo recordar nada al respecto.

Después de la reunión comí en alguna parte y a continuación llamé a Elaine. Respondió el contestador automático, lo que significaba que había salido o estaba acompañada. Elaine es una de esas prostitutas que contactan por teléfono y estar acompañada es lo que hace para ganarse la vida.

Conocí a Elaine años atrás, lejos, en Long Island, cuando era un policía alcohólico con una placa dorada nueva en el bolsillo y una esposa y dos hijos. Durante un par de años tuvimos una relación que nos venía muy bien a los dos. Yo era su amigo en el lugar de trabajo, que estaba allí para guiarla y sacarla de líos: fui llamado una vez para sacar a un cliente muerto de su cama y llevarlo a una calleja del distrito financiero. Y ella era la amante soñada, bella, brillante, graciosa, profesionalmente experta y, sobre todo, tan agradable y poco exigente como sólo una puta puede serlo. ¿Quién habría podido pedir más?

Después que hube dejado mi casa, mi familia y mi trabajo, Elaine y yo casi perdimos el contacto. Luego, un monstruo de nuestro pasado compartido apareció para amenazarnos a los dos y las circunstancias nos volvieron a reunir. Y, cosa notable, seguimos juntos.

Ella tenía su piso y yo mi hotel. Nos veíamos dos, tres o cuatro noches por semana. Por lo general, esas noches terminaban en su casa, y la mayoría de las veces me quedaba a pasar allí la noche. Ocasionalmente nos íbamos juntos de la ciudad por una semana o un fin de semana. Los días que no nos veíamos, casi siempre hablábamos por teléfono, con frecuencia más de una vez.