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O quizás hubieran estado activos, pero sin llamar la atención.

En cualquier caso, yo sabía ahora algo que con anterioridad sólo había sospechado. Habían hecho esto antes, por placer, además de por lucro. Eso reducía las probabilidades de no encontrarlos y, al mismo tiempo, aumentaba los riesgos.

Porque lo volverían a hacer.

7

El viernes pasé la mañana en la biblioteca y luego me dirigí caminando a la Calle 42, para encontrarme con TJ en las galerías del vídeo. Juntos observamos a un chico, con una colita de caballo y un pequeño bigote rubio, que ganaba todos los tantos en un juego llamado «¡Congélate!» Cumplía con las mismas premisas de la mayoría de los juegos: es decir, un batallón de fuerzas hostiles dispuestas a saltar sobre uno sin previo aviso en cualquier momento y decididas a aniquilarlo. Si uno era bastante rápido, podía sobrevivir un tiempo, pero tarde o temprano acababas por ser liquidado. No había nada que hacer. Nos fuimos cuando el chico falló. En la calle, TJ me dijo que el nombre del jugador era Calcetines, porque los que llevaba nunca hacían juego. No me había dado cuenta. Según TJ, Calcetines era algo así como el mejor del Deuce en lo que hacía, y a menudo era capaz de jugar durante horas con una sola moneda de veinticinco centavos. Había habido otros jugadores tan buenos como él o mejores, pero ya no venían por aquí. Por un momento, mi mente barajó imágenes de un motivo previamente desconocido para los homicidios en serie, ases de los videojuegos eliminados por el propietario de un salón de máquinas recreativas, porque estaban bajando las ganancias, pero este no era el caso. Uno llegaba a cierto nivel, me explicaba TJ, y ya no podía mejorar, y al final se perdía el interés.

Almorzamos en una tasca mexicana de la Novena Avenida y TJ trató de hacerme hablar del caso en el que estaba trabajando. Omití los detalles, pero probablemente terminé contándole más de lo que quería decirle.

– Lo que necesitas -dijo- es que trabaje para ti.

– ¿Haciendo qué?

– ¡Lo que me digas! No querrás andar por la ciudad de acá para allá viendo esto, controlando aquello, ¿eh? Lo que tienes que hacer es mandarme a mí. ¿No crees que puedo descubrir cosas? Tío, estoy aquí, en el Deuce, descubriendo cosas todos los días. Es lo que hago.

– Así que le di algo -le dije a Elaine.

Nos habíamos encontrado en el Baronet de la Tercera Avenida para ver una película de las cuatro de la tarde y luego fuimos a un lugar nuevo del que ella había oído hablar, donde servían té inglés con pastas y crema cuajada.

– Antes me había dicho algo -expliqué- que añadió un nuevo elemento a mi lista de cosas por descubrir, así que me pareció justo dejar que lo descubriera por mí.

– ¿De qué se trataba?

– De los teléfonos públicos -admití-. Cuando Kenan y su hermano entregaron el rescate, los enviaron a una cabina de teléfonos. Allí recibieron una llamada, y el que hablaba los mandó todavía a otro teléfono público, donde recibieron otra llamada en la que les ordenaron que dejaran el dinero y se fueran caminando.

– Me acuerdo, sí.

– Pues bien. Ayer me llamó TJ y habló hasta que se terminaron sus veinticinco centavos y, cuando yo quise llamarlo a mi vez, no pude hacerlo porque no había número en el teléfono desde donde llamaba. Caminé por el barrio de camino a la biblioteca esta mañana, y la mayoría de los teléfonos están así.

– ¿Quieres decir que faltan los papelitos con el número? Sé que la gente es capaz de robar absolutamente cualquier cosa, pero esto es lo más estúpido que he oído en mi vida.

– La compañía telefónica los quita -rectifiqué- para despistar a los narcotraficantes. Se llamaban unos a otros desde los teléfonos públicos. Ya sabes cómo funciona. Pero ahora no pueden hacerlo.

– Y ésa es la razón por la cual los narcotraficantes están dejando el negocio -replicó.

– Bueno, estoy seguro de que la táctica debió de parecerles buena. De todos modos, empecé a pensar en esos teléfonos públicos de Brooklyn y me pregunté si tendrían los números.

– ¿Qué diferencia hay?

– No lo sé -respondí-. Es probable que entre poca y absolutamente ninguna diferencia, pero ésa no es la razón por la que no fui en persona a investigar en Brooklyn. Pero no sé en qué me perjudicaría conseguir la información, así que le di unos dólares a TJ y lo mandé a Brooklyn.

– ¿Conoce Brooklyn?

– Lo conocerá cuando vuelva. El primer teléfono está a unas manzanas de la última parada del Flatbush IRT, así que eso es bastante fácil de encontrar, pero no sé cómo diablos va a llegar a Veterans Avenue. Supongo que con un autobús desde Flatbush y después una larga caminata.

– ¿Qué clase de barrio es?

– Tenía buena pinta cuando pasé en el coche con los Khoury. No le presté demasiada atención. Una barriada típica de clase trabajadora blanca, por lo que pude ver. ¿Por qué?

– ¿Quieres decir que es como Bensonhurst o Howard Beach? Lo que quiero decir es si TJ será allí tan llamativo como un pulgar negro.

– Ni siquiera se me ocurrió pensarlo.

– Porque hay zonas de Brooklyn donde se ponen raros cuando un negro camina por la calle, aunque vista con normalidad, con botas de baloncesto, una cazadora de los Raiders y el pelo cortado decentemente.

– Lleva una especie de dibujo geométrico recortado en el cabello, a la altura de la nuca.

– Lo que me imaginaba. Espero que vuelva vivo.

– Estará bien.

Después, al atardecer, ella comentó:

– Matt, sólo le estabas inventando un trabajo, ¿no? ATJ, quiero decir.

– No, me estaba ahorrando un viaje. Hubiera tenido que andar yo mismo por allí, tarde o temprano, o que me llevara en el coche uno de los Khoury.

– ¿Por qué? ¿No podías usar una de tus viejas tretas de policía para sonsacarle el número a la operadora, o buscarlo en una guía inversa?

– Tienes que saber el número para buscarlo en una guía inversa. Ésta tiene los teléfonos alineados numéricamente, buscas el número y te da la situación.

– ¡Ah!

– Pero hay una guía que enumera los teléfonos públicos por su situación. Y claro que sí, podría llamar a una operadora y hacerme pasar por oficial de policía para obtener un número.

– De manera que sólo estabas siendo amable con TJ.

– ¿Amable? Según tú, lo estaba mandando a la muerte. No, no estaba siendo amable solamente. Buscando en la guía o sonsacando a la telefonista conseguiría el número del teléfono público, pero no me informaría de si el número está pegado en el teléfono. Eso es lo que estoy tratando de descubrir.

– ¡Ah! -suspiró. Y unos minutos más tarde añadió-: ¿Por qué?

– ¿Por qué, qué?

– ¿Qué te importa si el número está puesto en el teléfono? ¿Qué diferencia hay?

– No sé si hay alguna diferencia. Pero los secuestradores sabían llamar a esos teléfonos. Si el número está pegado en el aparato, pues bien, no había nada en que lo conocieran. Si no estaba, es que lo descubrieron de una manera u otra.

– Sonsacando los datos a la operadora o buscando en la guía.

– Lo que querría decir es que saben cómo sonsacar a un operador o dónde encontrar un listado de los teléfonos públicos. No sé qué significaría eso. Probablemente nada. Tal vez quiera conseguir la información porque es lo único que puedo descubrir acerca de los teléfonos.

– ¿Qué quieres decir?

– Es algo que me ha estado molestando -aullé-. No se trata de aquello para lo que mandé a TJ. Eso es fácil de descubrir, con o sin su ayuda. Pero anoche estaba sentado, pensando, y se me ocurrió que el único contacto con los secuestradores fue el contacto telefónico. Fue el único rastro que dejaron de ellos mismos. El rapto de por sí fue impecable. Poca gente los vio y, aunque les vio más gente llevarse a esa profesora de Jamaica Avenue, no dejaron pistas que sirvieran para pescarlos. Pero sí hicieron algunas llamadas telefónicas. Hicieron cuatro o cinco llamadas a la casa de Khoury, en Bay Ridge.