– No hay manera de rastrearlos después de que se corta la comunicación, ¿verdad?
– Debería haberla -contesté-. Ayer estuve al teléfono más de una hora, con distintos empleados de la compañía telefónica. Descubrí un montón de cosas acerca del funcionamiento de los teléfonos. Toda llamada que haces queda registrada.
– ¿Hasta las llamadas locales?
– ¡Ajá! Así es como saben cuántos pasos consumes en cada período de facturación. No es como un medidor de gas donde sólo llevan la cuenta del gasto total. Cada llamada queda registrada y cargada en tu cuenta.
– ¿Cuánto tiempo conservan esa información?
– Sesenta días.
– De manera que podrías conseguir un listado…
– De todas las llamadas hechas desde un número determinado. Así es como se organiza la información. Digamos que soy Kenan Khoury. Llamo. Digo que necesito saber qué llamadas fueron hechas desde mi teléfono en un día determinado; pues bien, ellos pueden darme una copia con la fecha, la hora y la duración de todas las llamadas que hice.
– Pero eso no es lo que quieres.
– No, no lo es. Lo que quiero son las llamadas hechas al teléfono de Khoury, pero no es así como las registran, porque no tiene objeto. Tienen la tecnología que te dice qué número te está llamando aun antes de que levantes el auricular. Pueden montar un pequeño dispositivo LED en tu teléfono que señale el número del que llama y así tú puedes decidir si quieres hablar o no.
– Eso todavía no funciona, ¿no?
– En Nueva York, no, y es polémico. Probablemente reduciría las llamadas por tonterías y pondría fuera de servicio a un montón de perversos telefónicos, pero la policía teme que mucha gente no llamaría para dar información anónima porque, de repente, serían mucho menos anónimos.
– Si ya funcionara, y si Khoury lo hubiera tenido instalado en su teléfono…
– Sabríamos entonces desde qué teléfonos llamaron los secuestradores. Probablemente usaron teléfonos públicos. Han sido bastante profesionales en otros aspectos, pero al menos sabríamos de qué teléfonos públicos se trata.
– ¿Es importante?
– No lo sé -admití-. No sé qué es importante. Pero no importa, porque no puedo conseguir la información. Me parece que si las llamadas están registradas en alguna parte en el ordenador, debería haber alguna manera de separarlas de acuerdo con el número al que llamaron, pero toda la gente con la que he hablado me dice que eso es imposible. No es así como están registradas las llamadas, de modo que no se pueden localizar de esa manera.
– No sé nada de ordenadores.
– Yo tampoco. Y es una lata. Trato de hablar con la gente y no entiendo la mitad de las palabras que emplean.
– Sé lo que quieres decir -dijo ella-. Eso mismo me pasa a mí cuando vemos el fútbol.
Esa noche me quedé y por la mañana gasté algunos de sus pasos telefónicos, mientras ella estaba en el gimnasio. Llamé a un montón de oficiales de la policía y conté muchas mentiras.
Las más de las veces aduje ser un periodista que estaba escribiendo un resumen sobre raptos para una revista de delitos reales. Di con muchos policías que no tenían nada que decir o que estaban demasiado ocupados para hablar conmigo, y con un número bastante razonable de otros que se sentían felices de cooperar, pero que querían hablar de casos muy viejos o de otros en los que los delincuentes habían sido especialmente estúpidos o se habían dejado atrapar por medio de algún ardid policial particularmente astuto. Lo que yo quería… Bueno, ése era en realidad el problema, que yo no sabía exactamente lo que quería. Sólo estaba pescando.
Lo ideal hubiera sido encontrar una víctima viva. Una mujer que hubiera sido secuestrada y hubiera sobrevivido. Era concebible que un buen día los raptores se hubieran abierto camino hacia el crimen, que a partir de ahí se produjeran otras fechorías, conjuntas o individuales, en las que la víctima hubiera sido liberada con vida. También era posible que una víctima pudiera haber escapado de un modo u otro. Sin embargo, había un abismo entre conjeturar la existencia de una mujer así y encontrarla en la realidad.
Mi papel de reportero policial free lance no me serviría para nada en mi búsqueda de una protagonista viva. El sistema es muy bueno para proteger a las víctimas de las violaciones, por lo menos hasta que llegan al juzgado, donde el defensor las vuelve a violar ante Dios y ante todo el mundo. Nadie me iba a dar por teléfono los nombres de las víctimas de violaciones.
De manera que mi enfoque cambió para la unidad de agresiones sexuales. Volví a convertirme en un investigador privado, Matthew Scudder, contratado por un productor cinematográfico que estaba filmando un telefilme de la semana acerca del rapto y la violación. La actriz elegida para el papel principal -yo no estaba autorizado a revelar su nombre por el momento- quería ensayar el papel en profundidad, específicamente conociendo en persona a mujeres que hubieran pasado ellas mismas por esta penosa experiencia. En lo esencial, quería aprender todo lo que pudiera acerca de la experiencia, menos sufrirla ella misma, y las mujeres que la ayudaran serían recompensadas como asesoras técnicas y podrían aparecer como tales en los créditos o no, como ellas prefirieran.
Por supuesto, yo no quería ni nombres ni números y no tenía ninguna intención de intentar iniciar el contacto yo mismo. Mi idea era que tal vez alguien de la unidad, tal vez una mujer que se hubiera dedicado a asesorar a las víctimas, pudiera establecer contacto con las que le parecieran probables colaboradoras. Expliqué que la mujer de nuestra escena era raptada por un par de violadores sádicos que la metían a la fuerza en una furgoneta, abusaban de ella y la amenazaban con causarle daños físicos graves: la amenazaban específicamente con mutilarla. Obviamente, cualquiera cuya experiencia fuera, de algún modo, paralela a nuestra ficción, sería exactamente lo que estábamos buscando. Si una mujer así estuviera interesada en ayudarnos, contribuiría a ayudar de algún modo a otras mujeres expuestas a semejante trato en el futuro o que ya hubieran pasado por él, y pudiera pensar que sería una experiencia catártica y hasta casi terapéutica, entrenar a una actriz de Hollywood en lo que sería un papel televisivo…
Todo el asunto funcionó sorprendentemente bien. Hasta en Nueva York, donde uno siempre se encuentra con equipos de filmación trabajando en la calle, el mero hecho de mencionar el negocio del espectáculo tiende a volver loca a la gente.
– Si encuentran a alguien que esté interesada, llámenme -terminé diciendo, mientras dejaba mi nombre y mi número-. No tienen que dar sus nombres. Pueden permanecer anónimas todo el tiempo, si así lo desean.
Elaine entró justo cuando yo estaba terminando mi plática con una mujer de la unidad de delitos sexuales de Manhattan. Cuando dejé el teléfono, me dijo:
– ¿Cómo vas a recibir todas estas llamadas en tu hotel si nunca estás allí?
– Tomarán los mensajes en recepción.
– ¿De gente que no quiere dejar un nombre ni un número? Mira, dales mi número. Casi siempre estoy aquí y si no estoy, por lo menos hay un contestador automático con una voz de mujer. Seré tu ayudante. Puedo seleccionar las llamadas y conseguir los nombres y las direcciones de las que estén dispuestas a darlas. ¿Qué tiene eso de malo?
– Nada -repliqué-. ¿Estás segura de que quieres hacerlo?
– Segura.
– Bueno, estoy encantado. Hace un momento estaba hablando con la unidad de Manhattan y hablé antes con la del Bronx. Dejaba a Brooklyn y Queens para el final ya que sabemos que operaron allí. Quería eliminar los teléfonos ocultos de mi rutina antes de llamarlos.
– ¿Ya está libre de micrófonos? No quiero inmiscuirme, pero ¿hay alguna ventaja en que yo haga las llamadas? Dabas la impresión de ser todo lo profundo y comprensivo que puedes ser, pero me parece que cada vez que un hombre habla de violación hay cierta sospecha de que está disfrutando con el tema.