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– Ya lo sé.

– Lo que quiero decir es que sólo tienes que decir «película de la semana», y el subtexto que una mujer recibe es que la hermandad femenina va a ser violada una vez más en otro drama vulgar de explotación. Mientras que si yo lo digo, el mensaje subliminal es que todo está bajo el patrocinio de AHORA.

– Tienes razón, creo que funcionó razonablemente bien, especialmente en la llamada a Manhattan, pese a que allí se resistieron mucho.

– Tu voz no era convincente. ¿Me dejas probar a mí?

Primero repasamos el plan para asegurarnos de que Elaine lo conocía perfectamente y después yo me comuniqué con la unidad de delitos sexuales en la oficina del fiscal del distrito de Queens y le di el teléfono a ella. Estuvo hablando casi diez minutos, al mismo tiempo ansiosa, culta y profesional, y cuando cortó tuve ganas de aplaudir.

– ¿Qué piensas? -preguntó-. ¿Quizás demasiado sincera?

– Pienso que has estado perfecta.

– ¿De verdad?

– ¡Ajá! Es casi alarmante ver lo embaucadora que eres.

– Ya lo sé. Cuando te escuchaba, pensaba: «Es tan honrado… ¿Dónde aprendió a mentir así?».

– Nunca conocí a un buen policía que no fuera un buen mentiroso -admití-. Estás desempeñando un papel todo el tiempo, creando una actitud que se adapte a la persona con la que estás tratando. La misma habilidad es aún más importante cuando trabajas en forma privada, porque estás pidiendo constantemente información a la que no tienes ningún derecho legal. De manera que si soy bueno en eso, se puede decir que es parte de los requisitos del trabajo.

– Del mío también -dijo ella-. Ahora que lo pienso, siempre actúo, es lo que hago.

– Ya que lo mencionas, la de anoche fue una gran actuación.

Me dirigió una mirada picarona.

– Pero es agotador, ¿no? Mentir, quiero decir.

– ¿Quieres dejarlo?

– Claro que no, apenas estoy entrando en calor. ¿De quién más me ocupo? ¿Brooklyn y Staten Island?

– Olvídate de Staten Island.

– ¿Por qué?, ¿es que no hay delitos sexuales en Staten Island?

– Todo lo que sea sexo es delito en Staten Island.

– ¡Ja, ja!

– De veras. Por lo que sé, podrían tener una unidad, aunque allí no ocurre nada si lo comparamos con los otros barrios, pero no me imagino a nuestros tres hombres en una furgoneta que pasa zumbando por el puente Verrazano, dispuestos a violar y a mutilar a chicas.

– ¿Así que sólo tengo una llamada más por hacer?

– Bueno -dije-. También hay unidades de delitos sexuales en las distintas comisarías de barrio y con frecuencia hay especialistas en violaciones en determinadas comisarías. Sólo le pides al oficial de la recepción que te indique cuál es la persona adecuada. Podría hacer una lista, pero no sé cuánto tiempo tienes para esto.

Me echó una mirada sugestiva.

– Si tú tienes el dinero, querido, yo tengo el tiempo -dijo socarronamente.

– En realidad no hay ninguna razón para que no se te pague por esto. No hay ninguna razón para que no estés en la nómina de Khoury.

– ¡Oh, por favor! Cada vez que encuentro algo que me gusta, alguien trata de darme dinero por eso. No, en serio, no quiero que me paguen. Cuando esto no sea más que un recuerdo, puedes invitarme a una cena extravagante en alguna parte, ¿sí?

– Como quieras.

– Y después -agregó- puedes dejarme un billete de cien para gastos de taxi.

8

Me quedé por los alrededores mientras ella fastidiaba a un miembro del personal de la oficina del fiscal del distrito de Brooklyn. Luego la dejé con una lista de gente a quien llamar y caminé hasta la biblioteca. No hacía falta que la supervisara. Era una superdotada.

En la hemeroteca, hice lo que había empezado a hacer la mañana anterior, abrirme paso a través del equivalente de seis meses de trabajo del New York Times en microfilme. No buscaba raptos, porque en realidad no esperaba encontrar ninguno denunciado como tal. Suponía, en cambio, que ocasionalmente hubieran arrancado a alguien de la calle sin que nadie presenciara el hecho o, por lo menos, sin que lo denunciara. Buscaba víctimas que aparecieron muertas en parques o callejuelas, sobre todo víctimas que hubieran sufrido agresiones sexuales y mutilaciones, y, especialmente, que hubieran sido descuartizadas.

El problema estribaba en que datos de esa clase no tenían muchas probabilidades de llegar a los diarios. Es política común en la policía retener detalles específicos de las mutilaciones para librarse de una variedad de provocaciones: confesiones falsas, imitadores mendaces, falsos testigos. Por su parte, los diarios tendían a evitarles a sus lectores los detalles más morbosos. Para cuando la noticia le llega al lector, es difícil darse perfecta cuenta de lo sucedido.

Hace algunos años hubo un delincuente sexual que mataba muchachitos en el Lower East Side. Los atraía a las azoteas y los apuñalaba o los estrangulaba. Después les amputaba el pene y se lo llevaba. Tardaron bastante en atraparlo, así que los policías que estaban a cargo del caso le pusieron un nombre. Lo llamaban Charlie Chopoff.

Naturalmente, los periodistas que hacían las reseñas policiales lo llamaban igual, pero no lo publicaban. No había manera de que ningún diario de Nueva York proporcionara ese pequeño detalle a sus lectores y tampoco había forma de usar el apodo sin que el lector tuviera una idea bastante clara acerca de qué era lo que se cortaba. De manera que no le daban ningún nombre e informaban solamente de que el asesino había mutilado o desfigurado a sus víctimas, donde se englobaba todo, desde el destripamiento ritual a un corte de pelo mal hecho.

Actualmente tienden a ser menos reprimidos.

Una vez que tuve el microfilme en mis manos, estuve en condiciones de hacer pasar las semanas a buena velocidad. No tenía que escudriñar todo un diario, sólo la sección metropolitana donde se concentraban las noticias de los delitos locales. La mayor pérdida de tiempo era la misma que siempre tengo en una hemeroteca y que es la tendencia a desviarme por algo interesante que no tiene nada que ver con lo que me llevó allí. Afortunadamente, no hay historietas en el Times, ya que de lo contrario hubiera tenido que luchar contra la tentación de revolcarme en el equivalente de seis meses de Doonesbury.

Cuando salí de allí tenía media docena de casos posibles anotados en mi agenda. Uno era especialmente probable. La víctima era una alumna especializada en contabilidad del Brooklyn College, que estuvo desaparecida durante tres días antes de que un ornitólogo la encontrara una mañana en el cementerio de Green-Wood. La historia decía que había sido sometida a ataques y mutilaciones sexuales, lo que me sugería que alguien había trabajado sobre ella con un cuchillo de trinchar. Las pruebas en el lugar de los hechos indicaban que la habían matado en otra parte y la habían tirado en el cementerio. La policía había llegado a una conclusión parecida a la de Marie Gotteskind, en el sentido de que ya estaba muerta cuando sus asesinos tiraron el cuerpo en el campo de golf de Forest Park.

Volví a mi hotel alrededor de las seis. Había mensajes de Elaine y de los dos Khoury, junto con tres tiritas de papel que anunciaban que TJ había llamado.

Llamé a Elaine primero y me informó de que había hecho todas las llamadas.

– Al final, estaba empezando a creer en mi propia trama -dijo-. Me decía a mí misma: «Esto es divertido, pero será mucho más divertido todavía cuando hagamos la película». Sólo que no va a haber película.

– Creo que alguien la ha hecho ya.