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– Parecido al ouzo. Hay una diferencia, pero es parecido. ¿Te gusta el ouzo?

– No diría que me gusta. Había un bar en la esquina de la Cincuenta y siete y la Nueve llamado Antares y Spiro's, una cantina griega…

– No me digas…, con ese nombre…

– … una taberna griega donde, a veces, yo caía después de pasarme una larga noche tomando whisky en el Jimmy Armstrong y tomaba un vaso o dos de ouzo como último trago.

– ¿Ouzo encima del whisky?

– Como digestivo -dije-. Para aquietar el estómago.

– Lo aquietabas de una vez por todas, por lo que parece. -Captó la mirada del camarero y le hizo una seña para que trajera más café-. El otro día quise beber de verdad.

– Pero no lo hiciste.

– No.

– Eso es lo importante, Pete. Querer es normal. Ésa no es la primera vez que quisiste beber desde que dejaste el alcohol, ¿no?

– No.

Vino el camarero y nos llenó las tazas. Cuando se alejó, Pete dijo:

– Pero es la primera vez que lo tengo en cuenta.

– ¿Lo pensaste seriamente?

– Sí, diría que seriamente. Diría que sí.

– Pero no lo hiciste.

– No. -Miraba hacia abajo, a la taza de café-. Lo que casi hice fue robar.

– ¿Drogas?

Asintió.

– Heroína -explicó y continuó-: ¿Alguna vez tuviste alguna experiencia con ella?

– Ninguna.

– ¿Ni siquiera la has probado?

– Nunca consideré esa posibilidad. Nunca conocí a nadie que la considerara ni siquiera cuando bebía, excepto la clase de gente que tuve ocasión de arrestar, claro.

– La heroína era entonces estrictamente para los tipos marginales.

– Así es como siempre la consideré.

Sonrió con dulzura.

– Es probable que hayas conocido a alguno que la consumiera, pero que no permitió que tú te enteraras.

– Es posible.

– A mí siempre me gustó -se justificó-. Nunca me la inyecté, sólo la esnifé. Le tenía miedo a las agujas, lo que era una suerte. Porque de otro modo sería probable que ahora estuviera muerto de sida. Sabrás que no es necesario inyectarte para engancharte.

– Así lo tengo entendido.

– Estuve enfermo por culpa de las drogas un par de veces y me asusté. Las dejé con ayuda de la bebida y luego, bueno, ya conoces el resto de la historia. Dejé la droga por mí mismo, pero tuve que ir a un centro de rehabilitación para dejar de beber. De manera que fue el alcohol lo que realmente me dio una patada en el culo, pero en mi corazón soy tan drogadicto como borracho.

Tomó un sorbo de café.

– Y la cosa es que hay una ciudad distinta ahí fuera cuando puedes verla con los ojos de un drogadicto -afirmó-. Lo que quiero decir es que eras policía y conoces a la gente muy lista de la calle, pero si los dos vamos juntos por la calle, yo veré a muchos más traficantes que tú. Yo los voy a ver a ellos y ellos me van a ver a mí y nos vamos a reconocer los unos a los otros. Voy a cualquier parte en esta ciudad y no tardo más de cinco minutos en encontrar a alguien muy feliz por venderme una papelina.

– ¿Y qué? Yo paso por los bares todos los días, igual que tú. Es la misma cosa, ¿no?

– Supongo que sí. A la heroína se la veía muy bien últimamente.

– Nadie dijo nunca que iba a ser fácil, Pete.

– Fue fácil por un tiempo. Ahora es más difícil.

Cuando íbamos en el coche, volvió a sacar el tema.

– Pienso: ¿por qué preocuparme? O voy a una reunión y soy como… ¿Quién es esta gente? ¿De dónde viene? Toda esta mierda de entregárselo todo a un Poder Supremo y luego la vida será un trozo de pastel. ¿Crees eso?

– ¿Que la vida es un trozo de pastel? No mucho.

– Es más bien como un bocata de mierda, ¿no te parece? ¿Crees en Dios?

– Depende de cuándo me lo preguntes.

– Hoy. Te lo pregunto hoy. ¿Crees en Dios?

No respondí nada y él añadió:

– No importa, no tengo ningún derecho a curiosear. Discúlpame.

– No, sólo estaba tratando de encontrar una respuesta. Creo que el motivo por el que estoy teniendo problemas es que no creo que el tema sea importante.

– ¿No es importante si hay un Dios o no?

– No sé, ¿qué diferencia hay? De cualquier modo tengo que pasar el día. Con Dios o sin Dios, soy un alcohólico que no está a salvo si bebe. ¿Cuál es la diferencia?

– Todo el programa habla de un Poder Supremo.

– Sí, pero funciona igual tanto si existe como si no, tanto si creo en Él como si dejo de creer.

– ¿Cómo puedes entregarle tu voluntad a algo en lo que no crees?

– Dejándolo estar, no tratando de controlar las cosas. Tomando las medidas adecuadas y dejando que las cosas sucedan como Dios quiera.

– Independientemente de que El exista o no.

– Exactamente.

Lo pensó un momento.

– No sé -añadió-. Crecí creyendo en Dios. Fui a la escuela parroquial, aprendí lo que te enseñan. Nunca lo cuestioné. Dejé la bebida, me dijeron que buscara un Poder Supremo. Muy bien, ningún problema. Luego, cuando esos hijos de puta devolvieron a Francey en pedazos…, ¡hombre!, ¿qué clase de Dios deja que algo así ocurra?

– La mierda existe.

– Tú no la conocías. Era una buena mujer, de verdad. Dulce, decente, inocente. Un hermoso ser humano. Estar cerca de ella te hacía desear ser un hombre mejor. Más que eso, te hacía sentir que podías serlo.

Frenó ante una luz roja, miró en ambas direcciones y se la saltó.

– Una vez me multaron por algo como esto. En medio de la noche me detengo. No hay nadie en kilómetros, en ninguna de las dos direcciones. De manera que, ¿qué clase de idiota se queda detenido ahí, esperando a que la luz cambie? Un maldito policía que está a media manzana con las luces apagadas me cargó con la multa.

– Creo que por esta vez nos hemos salvado.

– Así parece. Kenan consume heroína de vez en cuando. No sé si lo sabías.

– ¿Cómo podría saberlo?

– No supuse que lo supieras. Tal vez una vez por mes esnifa una papelina. Tal vez menos. Es relajante para él. Va a un club de jazz y esnifa una papelina en el servicio para poder compenetrarse más con la música. La cuestión es que no quería que Francey lo supiera. Estaba seguro de que ella no lo aprobaría y no quería hacer nada que lo rebajara ante sus ojos.

– ¿Sabía que él trafica con droga?

– Eso era distinto. Lo que él hacía eran negocios y no iba a seguir en eso para siempre. Unos pocos años más y fuera, ése es su plan.

– Es el plan de todos.

– Sé lo que estás pensando. De todos modos, Francine estaba tranquila al respecto. Era lo que él hacía, era su ocupación; era el vuelco hacia un lado en un mundo aparte, pero él no quería que ella supiera que a veces consumía. -Se quedó callado un momento. Luego dijo-: El otro día estaba drogado. Se lo dije y lo negó. Lo que quiero decir es que… Coño, ¿cree que va a engañar a un drogadicto con el tema de la droga? Era obvio que estaba drogado y él juraba que no. Supongo que como yo estoy limpio y sereno, no quiere ponerme delante la tentación. Pero al menos podía suponerme un cierto grado de inteligencia elemental, ¿no?

– ¿Te molesta que él pueda drogarse y tú no?

– ¿Si me importa? Por supuesto que me molesta. Se va a Europa mañana.

– Me lo dijo.

– Como si tuviera que hacer un trato de inmediato para juntar el capital. Es una buena manera de hacerse arrestar, correr a hacer tratos. O peor que hacerse arrestar.

– ¿Estás preocupado por él?

– Bueno -dijo-, estoy preocupado por todos nosotros.

En el puente, al volver a Manhattan, me explicó:

– Cuando era pequeño, amaba los puentes, coleccionaba fotos de ellos. A mi padre se le metió en la cabeza que tenía que ser arquitecto.

– Todavía podrías serlo, ¿sabes?

Rió.

– Qué hago, ¿volver a estudiar? No. Mira, nunca quise eso para mí, nunca me sentí inclinado a construir puentes, sólo me gustaba mirarlos. Si alguna vez tengo la urgencia de abdicar, tal vez haga como Brodie y me tire desde el puente de Brooklyn. Debe de ser interesante cambiar de opinión de mitad de camino para abajo, ¿no te parece?