– Una vez me hablaron de un tipo que se disponía a tirarse de uno de los puentes, creo que de éste, y cuando ya estaba del otro lado de la valla y con un pie en el vacío se arrepintió.
– ¿En serio?
– A mí me pareció muy en serio. El tipo no recordaba haber ido allí y de repente, zas, allí está, con una mano en la barandilla y un pie en el aire. Volvió a subir y se fue a su casa.
– Y tomó una copa, probablemente.
– Supongo que sí, pero imagínate si se arrepiente cinco segundos más tarde.
– ¿Quieres decir después de dar otro paso? Debía de ser una sensación horrible, ¿no? Lo único bueno que tendría es que no habría durado mucho. ¡Mierda, tendría que haber ido por el otro carril! Está bien, nos saldremos de nuestro camino unas pocas manzanas más allá. Me gusta pasar por aquí abajo, de todos modos. ¿Vienes mucho por aquí, Matt?
Íbamos por South Street Seaport, una zona restaurada alrededor de la lonja del pescado de Fulton Street.
– El verano pasado -dije-. Mi novia y yo pasamos la tarde, paseamos entre las tiendas, comimos en uno de los restaurantes.
– Es un poco sofisticado, pero me gusta. Pero no en verano. ¿Sabes cuándo está más bonito? En una noche como ésta, cuando hace frío. Y más bonito todavía si está vacío y cae una lluvia ligera. -Se echó a reír-. Esto es cháchara de yonquis, tío. Enséñale el jardín del Edén y te dirá que le gusta oscuro, frío y desdichado, y que quiere ser el único en ese lugar.
Frente a mi hotel, dijo:
– Gracias, Mate.
– ¿Por qué? Planeaba ir a una reunión. Tendría que agradecerte yo el paseo.
– Bueno, sí, gracias por la compañía. Antes de que te vayas, hay una cosa que he querido preguntarte toda la noche. En este trabajo que estás haciendo para Kenan, ¿te parece que tienes posibilidades de llegar a alguna parte?
– Por ahora me muevo.
– Lo sé. Me doy cuenta de que te dedicas a él de lleno. Sólo me preguntaba si ves alguna posibilidad de resolverlo.
– Hay una posibilidad -dije-. No sé cómo será de buena: no tuve mucho con qué empezar.
– Me doy cuenta de que has empezado con casi nada. Es lo que me parecía. Por supuesto que tú lo ves desde un punto de vista profesional, pero lo vas a ver de distinta forma.
– Mucho depende de que alguno de los pasos que estoy dando me lleve o no a alguna parte, Pete, ya que los actos que se deriven de ellos, en el futuro, también son un factor que hay que tener en cuenta e imposibles de prever. ¿Si soy optimista? Depende de cuándo me lo preguntes.
– Igual que tu Poder Supremo, ¿no? La cosa es… Si llegas a la conclusión de que es inútil, no corras a decírselo a mi hermano, ¿eh? Sigue una semana o dos más, así creerá que hizo todo lo que podía.
No dije nada.
– Lo que quiero decir…
– Sé lo que quieres decir -le corté tajante-. No es algo que tengas que contarme. Siempre he sido un terco hijo de puta. Cuando empiezo algo, me cuesta un triunfo soltarlo. Para decirte la verdad, creo que ésa es la manera en que resuelvo las cosas. No lo hago siendo brillante. Sigo como un bulldog, hasta que algo se desprende.
– ¿Y tarde o temprano pasa? Sé eso que se suele decir: que nadie puede escapar de un crimen.
– ¿Eso es lo que suelen decir? Ahora ya no lo dicen tanto. La gente que comete crímenes sigue viviendo tranquila.
Bajé del coche y luego me agaché para terminar el pensamiento.
– Viven tranquilos en un sentido -añadí-, pero no en otro. Honestamente, no creo que nadie viva nunca a salvo de nada.
9
Me quedé levantado hasta muy avanzada la noche. Traté de dormir y no pude. Quise leer y no logré concentrarme, de modo que terminé por sentarme en la oscuridad frente a mi ventana, mirando caer la lluvia a la luz del alumbrado de la calle. Tenía pensamientos largos. «Los pensamientos de la juventud son largos, largos.» Una vez leí ese verso en un poema. Pero a mi edad se pueden tener también pensamientos largos, si no se puede dormir y cae una lluvia fina.
Todavía estaba en la cama cuando sonó el teléfono alrededor de las diez.
– ¿Tienes un lápiz a mano, gusano? -dijo TJ-. Si lo tienes, apunta -añadió, dictándome un par de números de siete dígitos-. Mejor anota siete-uno-ocho también porque tienes que marcar esos números primero.
– ¿Con quién voy a dar si lo hago?
– Hubieras dado conmigo si hubieras estado en casa la primera vez que te llamé. ¡Hombre, eres más difícil de encontrar que la suerte! Te llamé el viernes por la tarde, el viernes por la noche; y volví a llamarte ayer durante todo el día y toda la noche hasta medianoche. Eres un tipo difícil de localizar.
– Había salido.
– Bueno, sí, ya me enteré de eso. Tío, ¡qué paseíto me hiciste dar! El viejo Brooklyn duró varios días.
– Hay mucho que ver allí -convine.
– Más de lo que te figuras. Para llegar al primer lugar al que fui, viajé hasta el final de la línea. El metro salió a la superficie y pude ver casas muy bonitas. Parecía como un pueblo antiguo de una película, nada que ver con Nueva York. En cuanto encontré un teléfono, te llamé. No había nadie en casa. Fui en busca del siguiente teléfono, y, muchacho, ¡qué viajecito! Recorrí algunas calles en las que la gente me miraba como diciendo: «Negro, ¿qué haces por aquí?». Nadie se metió conmigo, pero no había que prestar mucha atención para oír lo que pensaban.
– Pero no tuviste ningún problema.
– Hombre, yo nunca tengo problemas. Lo que hago es preocuparme por ver los problemas antes de que ellos me vean a mí. Encontré el segundo teléfono y te llamé por segunda vez. No di contigo porque no estabas allí, de manera que pensé: ¡eh!, tal vez esté más cerca de otro metro, porque estoy a kilómetros de donde bajé la última vez. Así que entré en una tienda de golosinas y dije algo así como: «¿Podría decirme usted dónde está la estación de metro más próxima, por favor?». Se lo dije con una voz que, si me llegas a oír, seguro que habrías creído que era un presentador de televisión. El hombre me miró y preguntó: «¿El metro?». No sólo como si fuera una palabra que no conociera, sino como si en conjunto fuese una idea que no le entrara en la cabeza. Así que volví a la terminal de la línea Flatbush porque, al menos, sabía cómo ir allí.
– Creo que, de todos modos, ésa era la estación más próxima.
– Me parece que es así, porque más tarde vi un plano con las líneas de metro y no había ninguna otra que estuviera más cerca. Una razón más para quedarse en Manhattan, tío. Nunca lejos de un metro.
– Lo tendré en cuenta.
– Te juro que esperaba que estuvieras cuando llamé. Lo tenía todo listo, te conseguí el número y te decía mentalmente «llama enseguida». Tú marcabas, yo cogía el auricular y te decía «aquí estoy». Contártelo ahora no parece tan bueno, pero no podía esperar más para hacerlo.
– Deduzco que los teléfonos tenían los números pegados.
– ¡Ah, claro! Eso es lo que me guardé. El segundo, el que quedaba en el quinto infierno, pasada Veterans Avenue, donde todo el mundo te mira raro…, ése sí tenía el número pegado. El otro, el de Flatbush y Farragut, no.
– Entonces, ¿cómo lo conseguiste?
– Bueno, yo soy un tipo de recursos. Ya te lo dije, ¿no?
– Más de una vez.
– Lo que hice fue llamar a la operadora. Le digo: «¡Eh, chica, alguien anduvo jodiendo esto! En este teléfono no hay ningún número, así que ¿cómo sé desde dónde estoy llamando?». Y ella va y me dice que no tiene forma de decirme cuál es el número de teléfono en donde estoy, así que no puede ayudarme.