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– Eso parece improbable.

– Yo pensé lo mismo. Pensé que si tienen todo ese equipo, si pides un número a Información te lo pueden decir casi tan rápido como tú lo pides. Así que ¿cómo puede ser que no puedan darte el número de tu propio teléfono? Y pensé: «TJ, estúpido, quitaron los números para joder a los traficantes y tú hablas como si fueras uno de ellos». Así es que vuelvo a marcar el cero, pues puedes llamar a la operadora todo el día sin gastar un solo centavo porque es una llamada gratuita y sabes que das con una persona diferente cada vez que llamas. Así que di con otra muchachita y esta vez me tragué el tono arrabalero. Le dije: «Tal vez pueda ayudarme, señorita. Estoy en un teléfono público y tengo que dejar el número en mi oficina para que puedan volver a llamarme, y alguien ha ensuciado el teléfono con inscripciones pintadas con un spray, de manera que es imposible descifrar el número. Me pregunto si usted podría verificar la línea y dármelo». Y ni siquiera había terminado de decirlo cuando ya me estaba dando el número. ¿Matt? ¡Mierda!

Una voz grabada había interrumpido la comunicación solicitando la introducción de más dinero.

– Se terminó la moneda -dijo TJ-. Tengo que poner otra.

– Dame el número y te llamo yo.

– No puedo. No estoy en Brooklyn ahora. No pude convencer a nadie de que me diera el número de este teléfono. -El aparato tintineó cuando cayó la moneda-. Bueno, ya estamos bien. Muy hábil la forma como conseguí el otro número. ¿Estás ahí? ¿Cómo es que no dices nada?

– Estoy anonadado. No sabía que supieras hablar así -dije.

– ¿Qué? ¿Quieres decir hablar bien? Claro que sé. El hecho de que sea de la calle no significa que sea ignorante. Son dos idiomas diferentes, tío, y estás hablando con un animal bilingüe.

– Pues bien, estoy impresionado.

– ¿Sí? Me imaginé que quedarías impresionado de que fuera a Brooklyn y volviera. ¿Qué tienes para mí que pueda hacer ahora?

– Nada en este momento.

– ¿Nada? ¡Eh, tiene que haber algo que yo pueda hacer! Me he portado bien con esto, ¿no?

– Estuviste genial.

– Lo que quiero decir es que no tuve que ser un científico espacial para ir a Brooklyn y volver sano y salvo. Pero fue muy inteligente la forma en que conseguí el número de esa operadora, ¿no?

– Absolutamente.

– Estuve muy ingenioso.

– Mucho.

– Pero, aun así, hoy no tienes nada para mí.

– Me temo que no -me disculpé-. Llámame dentro de un par de días.

– Llámame -repitió-. Hombre, te llamaría siempre que me lo pidieras si estuvieras ahí para hablarte. ¿Sabes que debería tener un buscapersonas? Hombre, tendría que tenerlo. Yo podría llamarte por él y tú te dirías: «Debe de ser TJ que está tratando de dar conmigo. Debe de ser importante». ¿Qué tiene de gracioso?

– Nada.

– Entonces, ¿cómo es que te estás riendo? Te llamaría todos los días, tío, porque creo que necesitas que trabaje contigo. Y esto es terminante, mi comandante.

– ¡Epa!, me gusta eso.

– Sabía que te gustaría. Lo he estado reservando para ti.

El domingo llovió todo el día y casi no salí de mi habitación. Tenía el televisor encendido e iba y venía entre el tenis en la ESPN y el golf en otra cadena. Hay días en los que puedo quedar atrapado por un partido de tenis, pero ése no era uno de ellos. Nunca me atrapa el golf, pero el paisaje es bonito y los comentaristas no son tan insoportablemente charlatanes como en casi todos los demás deportes, así que no es malo tener funcionando el televisor mientras estoy sentado pensando en otra cosa.

Jim Faber llamó a media tarde para cancelar nuestra cita para una cena informal. Había muerto un primo de su mujer y tenía que ir a dar el pésame.

– Podríamos encontrarnos en algún lado para tomar un café -me dijo-, sólo que el día está asqueroso.

En cambio, pasamos diez minutos al teléfono. Le comenté que estaba un poco preocupado por Peter Khoury, porque podía ponerse a beber o tomar alguna droga.

– La forma en que habló de la heroína -le aclaré- me dejó con las ganas a mí también.

– Ya lo había notado en los drogadictos -dijo-. Adoptan ese tono melancólico, como un viejo que habla de su juventud perdida. Sabes que no les puede faltar porque cogen el síndrome de abstinencia.

– Ya sé.

– No lo estarás apadrinando, ¿verdad?

– No. Ni yo ni nadie. Y anoche me utilizaba como a un padrino.

– Es mejor que no te pida formalmente que lo seas. Ya tienes una relación profesional con su hermano, y hasta cierto punto con él.

– Pensé en eso.

– Pero incluso si lo hiciera, eso no le convierte en algo de tu responsabilidad. ¿Sabes en qué consiste ser un buen padrino? En permanecer sereno uno mismo.

– Me parece que ya he oído eso.

– Es probable que a mí. Pero nadie puede mantener sereno a nadie. Soy tu padrino. ¿Té mantengo abstemio a ti?

– No -le dije-. Sigo abstemio a pesar de ti.

– ¿A pesar de mí o en contra de mí?

– Tal vez un poco de las dos cosas.

– De todos modos, ¿cuál es el problema de Peter? ¿Sentir lástima de sí mismo porque no puede beber ni volar?

– La bebida.

– ¿Eh?

– Huyó siempre de los pinchazos. De eso se trata, sí. Y está resentido con Dios.

– ¡Mierda!, ¿quién no lo está?

– Porque, según él, ¿qué clase de Dios permitiría que le pasara semejante cosa a una persona tan maravillosa como su cuñada?

– Dios manda siempre esa clase de mierda.

– Ya lo sé.

– Y quizás El tenga una razón. Tal vez Jesús la quiera para que sea un rayo de sol. ¿Recuerdas esa canción?

– No creo haberla oído nunca.

– Bueno, pido a Dios que nunca la escuches de mí, porque tendría que estar borracho para cantarla. ¿Supones que se acostaba con ella?

– ¿Quién debo suponer que se acostaba con quién?

– ¿Supones que Peter se acostaba con su cuñada?

– Joder -dije-, ¿por qué iba a pensar eso? Tienes una mente retorcida, ¿eh?

– Por culpa de la gente con la que ando.

– Por eso debe ser. No, no creo que lo hiciera. Creo que sólo se siente muy triste, y creo que quiere beber y drogarse, y espero que no lo haga. Eso es todo.

Llamé a Elaine y le dije que estaba libre para cenar, pero ella ya había quedado de acuerdo para que su amiga Mónica fuera a su casa. Dijo que iban a pedir comida china y que si yo quería ir, sería bien venido ya que, de ese modo, podrían pedir más platos. Le dije que pasaba.

– Tienes miedo de que sea una noche de charla de mujeres. Y tal vez estés en lo cierto -dijo.

Mick Ballou llamó mientras yo veía Sesenta minutos y charlamos durante diez o doce. Le conté de un tirón que había comprado un billete para Irlanda y que había tenido que cancelar el viaje. Lamentó que no fuera, pero se alegraba de que hubiera encontrado algo que me mantuviera ocupado.

Le referí algo sobre lo que estaba haciendo, pero nada de la clase de persona para la que trabajaba. No sentía ninguna simpatía por los traficantes de drogas y, ocasionalmente, complementaba sus ingresos invadiendo sus casas y llevándose su dinero.

Me preguntó por el tiempo y le dije que había estado lloviendo todo el día. Añadió que allí llovía siempre y que le estaba costando recordar cómo era el sol. Ah, ¿y yo me había enterado? Habían aparecido pruebas de que Nuestro Señor era irlandés.

– ¿Ah, sí?

– En efecto -dijo-. Ten en cuenta los hechos. Vivió con sus padres hasta los veintinueve años. Salió a tomar unas copas con los muchachos la última noche de su vida. Creía que su madre era virgen y, ella misma, la buena mujer, creía que él era Dios.

La semana comenzó tranquilamente. Seguí trabajando en el caso Khoury si quieren llamarlo así. Me las arreglé para conseguir el nombre de uno de los oficiales que había participado en el homicidio de Leila Álvarez, una estudiante del Brooklyn College que había sido arrojada en el cementerio de Green-Wood y el caso no le pertenecía a la comisaría setenta y dos sino a Homicidios de Brooklyn. Un tal detective John Kelly había dirigido la investigación, pero tuve dificultades para dar con él y me resistía a dejar un nombre y un teléfono.