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Vi a Elaine el lunes. Estaba desilusionada porque su teléfono no se había bloqueado por las llamadas de víctimas de violaciones. Le dije que podría no tener ninguna respuesta, que a veces era así, que había que arrojar un montón de anzuelos con carnada al agua y que a veces pasaba mucho tiempo sin que nadie picara. Y era muy pronto todavía. No era probable que la gente con la que había hablado hiciera alguna llamada antes de que terminara la semana.

– Hoy termina la semana -me recordó.

Le expliqué que, en caso de que hicieran alguna llamada, les podría llevar algún tiempo hasta que dieran con la gente, y que a las víctimas les podía llevar un par de días decidirse a llamar.

– O a no llamar -corrigió.

Estaba todavía más desalentada cuando pasó el martes sin ninguna llamada. Cuando hablé con ella el miércoles por la noche, estaba excitada. La buena noticia era que tres mujeres la habían llamado. La mala, que ninguna de las llamadas parecía tener nada que ver con los hombres que habían matado a Francine Khoury. Una de ellas era una mujer que había caído en la emboscada de un asaltante solitario en el vestíbulo de su casa de apartamentos. La había violado y le había robado el bolso. Otra había aceptado que la llevase a su casa en el coche, desde la escuela, alguien a quien ella tomó por otro estudiante. Le había mostrado un cuchillo y le había ordenado que pasara al asiento trasero, pero había podido escapar.

– Era un chico flaquito y estaba solo -explicó Elaine-, de manera que pensé que creer que ése podía ser nuestro hombre era exagerado. Y la tercera llamada era una violación en una cita. O en un pase, no sé cómo llamarlo. Según la mujer, ella y su amiga habían ligado a dos tipos en un bar de Sunnyside. Fueron a dar una vuelta en el coche de ellos y su amiga se sintió mareada por el viaje, de manera que detuvieron el coche para que pudiera bajarse a vomitar. Y entonces arrancaron y la dejaron allí. ¿Puedes creerlo?

– Bueno, muy considerado no es -dije-, pero no creo que eso pueda llamarse una violación.

– Muy gracioso. De todos modos, anduvieron un rato en el coche y luego volvieron a la casa de la chica. Ellos pretendían acostarse con ella, pero les dijo que de ninguna manera, que qué clase de chica creían que era. Y así bla bla bla hasta que finalmente accedió a tener relaciones con uno de ellos, con el que más o menos había formado pareja, y el otro esperaría en la sala de estar. Sólo que no lo hizo y entró a mirar mientras lo hacían, lo que ayudó muy poco a enfriar su ardor, como puedes imaginarte.

– ¿Y?

– Y después le pidió que por favor, por favor, se acostara con él y ella le contestó que no, que no y que no, pero finalmente consintió en chupársela porque ésa era la única manera de librarse de él.

– ¿Te lo contó ella?

– En términos más delicados, pero sí, eso es lo que dice que ocurrió. Luego se cepilló los dientes y llamó a la policía.

– ¿Y lo denunció como una violación?

– Bueno, yo lo llamaría así. Lo fue desde el «por favor, por favor» hasta el «córreme o te arranco los dientes a patadas», así que yo diría que eso puede considerarse como una violación.

– ¡Ah, claro, si fue tan enérgico…!

– Pero no parecen ser nuestros muchachos.

– No, en absoluto.

– Les tomé los números del teléfono, por si acaso querías hacerles un seguimiento, y les dije que las llamaríamos si el productor decidía seguir con el proyecto, que por ahora parecía medio dudoso. ¿Estuve bien?

– Estupendamente.

– Seguro que no aporté nada útil, pero es alentador que haya recibido tres llamadas, ¿no te parece? Y es probable que se repitan mañana.

Hubo una llamada el jueves que, en principio, pareció prometedora. Se trataba de una mujer de poco más de treinta años que seguía unos cursos para graduados en la Universidad St. John's. Fue raptada a punta de cuchillo por tres hombres cuando abría la puerta de su coche, estacionado en uno de los aparcamientos del campus. La rodearon, la metieron en el coche y la llevaron al Cunningham Park, donde tuvieron sexo oral y vaginal con ella, la amenazaron todo el tiempo con uno o más cuchillos, intimidándola con distintas formas de mutilación y, de hecho, le hicieron un tajo en el brazo, aunque la herida podría haberse producido accidentalmente. Cuando terminaron con ella, la dejaron y huyeron en su coche, que todavía no ha recuperado, casi siete meses después del incidente.

– Pero no pueden ser ellos -añadió Elaine-, porque esos tipos eran negros. Los de Atlantic Avenue eran blancos, ¿no?

– Sí, eso es algo en lo que todos están de acuerdo.

– Pues bien, estos hombres eran negros. Seguí insistiendo sobre ese punto, ¿sabes?, y ella debe de haber pensado que soy racista o algo así o que sospechaba de que ella lo fuera o yo qué sé. Porque ¿por qué iba a insistir tanto en el color de los violadores? Claro que es muy importante desde mi punto de vista, porque eso significa que quedan fuera de nuestro objetivo. A menos que desde agosto pasado, hubieran pensado en cómo cambiar de color.

– Si lo consiguieron les habrá costado mucho más de cuatrocientos mil.

– Muy cierto. De todos modos, me sentí como una idiota, pero tomé su nombre y su número y le dije que la llamaríamos si nos daban luz verde para el proyecto. ¿Quieres oír algo gracioso? Dijo que tanto si se llevaba a efecto como si no, se alegraba de haber llamado, porque le hizo bien hablar de su caso. Lo comentó mucho inmediatamente después de que ocurriera y recibió algún asesoramiento, pero no había hablado del tema últimamente y hacerlo la ayudaba.

– Te alegraría saberlo.

– Sí, porque hasta entonces me había sentido culpable de hacerla recordar lo ocurrido con un pretexto falso. Dijo que era muy fácil hablar conmigo.

– Bueno, ésa no es ninguna sorpresa para este periodista.

– Pensó que yo sería una consejera. Creo que estuvo a punto de preguntarme si podía venir una vez por semana para hacer terapia. Le dije que era ayudante de un productor y que se necesitaban aptitudes muy parecidas.

Ese mismo día, finalmente, logré dar con el detective John Kelly, de Homicidios de Brooklyn. Recordaba el caso de Leila Álvarez y aseguró que fue algo terrible. Era una chica guapa y, según todos los que la conocieron, una buena chica y una estudiante seria.

Le dije que estaba escribiendo un artículo sobre cadáveres abandonados en lugares insólitos y le pregunté si hubo algo inusual en el estado del cuerpo cuando lo encontraron. Me confesó que tenía algunas mutilaciones y le pregunté si podía darme más detalles. Me contestó que prefería no hacerlo. En parte, porque eran confidenciales ciertos aspectos del caso, y en parte por no herir los sentimientos de la familia de la chica. «Estoy seguro de que lo comprende», concluyó.

Intenté un par de enfoques distintos y seguí estrellándome contra el mismo muro. Le di las gracias y estaba a punto de colgar el auricular cuando algo me hizo preguntarle si alguna vez había trabajado fuera de la Siete-Ocho. Me preguntó por qué quería saberlo.

– Porque conocí a un John Kelly que lo hacía -le dije-, sólo que no creo que sea usted porque ese John Kelly tendría que haberse jubilado hace tiempo.

– Ése era mi padre -dijo-. ¿Dice que su apellido es Scudder? ¿Qué era usted? ¿Periodista?

– No, yo también estaba en el cuerpo. Estuve en la Siete-Ocho durante un tiempo, y luego en la Sexta de Manhattan cuando llegué a detective.