– Ah, ¿llegó a detective? ¿Y ahora es escritor? Mi padre hablaba de escribir un libro, pero nunca fue más que eso, hablar. Se retiró debe de hacer ahora unos ocho años. Está en Florida, cultivando pomelos en el patio trasero. Muchos policías que conozco están trabajando en algún libro, o dicen que lo están. O dicen que están pensando en hacerlo, pero usted lo está haciendo en serio, ¿no?
Era el momento de cambiar la velocidad.
– No -aclaré.
– ¿Perdón?
– Le he contado un cuento -admití-. Estoy trabajando de forma privada. Eso es lo que he estado haciendo desde que dejé el departamento.
– Entonces ¿qué es lo que quiere saber acerca de Leila Álvarez?
– Quiero conocer la naturaleza de la mutilación.
– ¿Por qué?
– Quiero saber si hubo una amputación.
Hubo una pausa lo bastante larga para que yo me arrepintiera del interrogatorio anterior. Entonces dijo:
– ¿Sabe lo que quiero saber, señor? Quiero saber de dónde mierda viene usted.
– Hace algo más de un año hubo un caso en Queens -dije-, en el que tres hombres se llevaron a una mujer de Jamaica Avenue, en Woodhaven, y la abandonaron en un campo de golf de Forest Park. Entre otras brutalidades, le amputaron dos dedos y se los metieron en… Bueno, en… ciertos orificios del cuerpo.
– ¿Tiene algún motivo para pensar que la misma gente liquidó a ambas mujeres?
– No, pero tengo razones para pensar que cualquiera que sea el que liquidó a Gotteskind, no se detuvo ahí.
– ¿Ése era el nombre de la de Queens?
– Marie Gotteskind, sí. He estado tratando de hacer coincidir a sus asesinos con otros casos, y el de Álvarez parecía posible, pero todo lo que sé al respecto es lo que apareció en los diarios.
– Álvarez tenía un dedo metido en el culo.
– Lo mismo pasó con Gotteskind. También tenía uno delante.
– ¿En el…?
– Sí.
– Usted es como yo, no le gusta usar ciertas palabras cuando se trata de una persona muerta. No sé, uno anda alrededor de los ME, son los hijos de puta más irreverentes de la Tierra. Creo que es para dejar de sentirlo.
– Probablemente.
– Pero a mí me parece irrespetuoso. Esta pobre gente, ¿qué más puede esperar sino un poco de respeto después de muerta? No recibió ninguno de la persona que le quitó la vida.
– No.
– Le faltaba un pecho.
– ¿Perdón?
– A la chica, a Leila Álvarez. Le amputaron un pecho. Murió a consecuencia de la hemorragia, pero el informe del forense dice que estaba viva cuando ocurrió eso.
– ¡Dios mío!
– Quiero atrapar a esos hijos de puta, ¿sabe? Cuando uno trabaja en Homicidios quiere atraparlos a todos, porque no existe el asesinato menor, pero algunos de ellos te llegan más al alma y éste me llegó a mí. Realmente trabajamos duro en el caso, verificamos los movimientos de la chica, hablamos con todos los que la conocían, pero ya sabe cómo es el trabajo. Cuando no hay ninguna conexión entre la víctima y el asesino, y no demasiadas pruebas físicas, sólo se puede llegar hasta cierto punto. Hubo muy pocas pruebas en el lugar de los hechos, porque la liquidaron en otra parte y luego la arrojaron en el cementerio.
– Eso estaba en el diario.
– ¿Pasó lo mismo con Gotteskind?
– Sí.
– Si yo hubiera sabido lo de Gotteskind… ¿Dice que hace más de un año?
Le di la fecha.
– Así que el caso ha estado durmiendo en un archivo en Queens, pero ¿por qué tenía yo que saberlo? Dos cadáveres, uno con dedos amputados, y aquí estoy, con el pulgar metido en el culo… Bueno, no quería decir eso.
– Espero que mis datos le ayuden.
– Usted espera que me ayuden. ¿Qué más tiene?
– Nada.
– Si se está guardando…
– Todo lo que sé acerca de Gotteskind es lo que está en su expediente. Y todo lo que sé de Álvarez es lo que usted acaba de contarme.
– ¿Y cuál es su opinión? ¿Su opinión personal?
– Acabo de decirle que…
– No, no, no. ¿Por qué ese interés?
– Eso es confidencial.
– A la mierda con eso. No tiene ningún derecho a negarse.
– No lo estoy haciendo.
– Pues bien, ¿cómo lo llama, entonces?
Inspiré profundamente. Dije:
– Creo que he dicho todo lo que tengo que decir. No poseo ningún conocimiento especial acerca de ninguno de los dos homicidios, el de Gotteskind o el de Álvarez. Leí el expediente de una de ellas y usted me ha contado lo de la otra, y eso es todo lo que sé.
– Para empezar, ¿qué le llevó a leer el expediente?
– El relato de un diario de hace un año. A usted le llamé sobre la base de otra información periodística. Eso es todo.
– Tiene algún cliente al que está cubriendo.
– Si tengo un cliente, esté seguro de que no es el asesino, y no veo cómo puede ser algo más que asunto mío. ¿No compararía los dos casos usted mismo para ver si eso le proporciona una manera de tener más datos?
– Claro que voy a hacerlo, pero quisiera conocer su punto de vista.
– No tiene importancia.
– Podría decirle que sí la tiene. O hacerlo arrestar, si prefiere jugar la partida de ese modo.
– Podría, pero no conseguiría un ápice más de lo que ya le he contado. Usted me podría costar algo de tiempo, pero también estaría perdiendo el suyo.
– Tiene un descaro de mierda. Le admito eso.
– Eh, vamos -dije-. Ahora tiene algo que no tenía antes de que yo le llamara. Si quiere cultivar un resentimiento puede aferrarse a él, pero ¿con qué objeto?
– ¿Qué se supone que debo decir? ¿Gracias?
No vendría mal, pensé, pero me lo guardé. En vista de mi silencio, agregó:
– ¡Al diablo! Pero creo que sería mejor que me diera su dirección y su teléfono, por si necesito ponerme en contacto con usted.
El error había sido decirle mi nombre. Pude descubrir que era bastante buen detective para buscarme en la guía de Manhattan. ¿Para qué negarme, pues? Así que le di mi dirección y teléfono y le dije que sentía no poder responder a todas sus preguntas, pero que tenía cierta responsabilidad ante mi cliente.
– Eso me habría molestado cuando estaba en activo -le dije-, de manera que puedo comprender por qué le causaría el mismo efecto a usted. Pero yo tengo que hacer lo que tengo que hacer.
– Sí. Eso ya lo he oído antes. Bueno, tal vez sea la misma gente en los dos casos, y tal vez pase algo, si los ponemos juntos. Ojalá dé resultado.
Eso fue lo más cercano al «gracias» que yo podía esperar, de modo que me conformé. Le dije que ojalá sirviera de algo y le deseé suerte. Y le pedí que le diera recuerdos míos a su padre.
10
Por la noche fui a una reunión y Elaine asistió a su clase. Después tomamos sendos taxis y nos encontramos en Mother Goose y escuchamos música. Danny Boy apareció a eso de las once y media acompañado de una chica muy alta, muy flaca, muy negra y muy extraña. La presentó como Kali. Ella acusó recibo de las presentaciones con un gesto de cabeza, pero no dijo una palabra ni pareció oír nada de lo que hablamos durante una buena media hora, hasta que se inclinó hacia delante, miró fijamente a Elaine y dijo:
– Tu aura es azul grisáceo y muy pura, muy hermosa.
– Gracias -dijo Elaine.
– Tienes un alma muy vieja -añadió Kali. Y eso fue lo último que dijo, la última señal que dio de que notaba nuestra presencia.
Danny Boy no tenía demasiado que informar y mayormente sólo disfrutamos de la música, charlando sobre cosas sin importancia, entre interpretación e interpretación. Era bastante tarde cuando nos fuimos. En el taxi que nos llevaba a su casa, le dije:
– Tienes un alma muy vieja, un aura azul grisáceo y un culito muy gracioso.
– Es muy perceptiva -replicó Elaine-. La mayoría de la gente no ve mi aura azul grisáceo hasta el segundo o tercer encuentro.