Выбрать главу

– Por no mencionar tu vieja alma.

– En realidad, sería una buena idea no mencionar mi vieja alma, pero puedes decir lo que quieras acerca de mi culito gracioso. ¿De dónde las saca Danny?

– No sé.

– Si todas fueran muñequitas de revista, la cosa tendría una explicación. Pero sus chicas no responden a ese tipo. Esta Kali, ¿bajo qué efectos supones que estaba?

– No tengo la menor idea.

– Porque es evidente que estaba viajando a otra dimensión. ¿Todavía toma la gente drogas psicodélicas? Probablemente estaba bajo los efectos de algún hongo alucinógeno, de esos que crecen únicamente en el cuero podrido. Te diré una cosa: esa mujer podría ganar mucho dinero como ama.

– Si el cuero se le pudre, me parece que no. Y menos aún si no se concentra en el trabajo.

– Bueno, tú ya me entiendes. Tiene la estampa y la apariencia que se necesitan. ¿No te ves arrastrándote a sus pies y disfrutando a tope?

– No.

– Bueno, tú… eres Don Caballero en persona. ¿Te acuerdas de la vez que te até?

El conductor se esforzaba por contener la guasa.

– Haz el favor de callarte, ¿quieres? -dije.

– ¿No te acuerdas? Te quedaste dormido.

– Eso demuestra lo seguro que me sentía contigo. Pero ¿quieres hacer el favor de callarte?

– Me envolveré en mi aura azul grisáceo y me quedaré muy calladita.

Antes de marcharme, a la mañana siguiente, me dijo que tenía un buen presentimiento sobre las llamadas de las víctimas de violación.

– Hoy es el día -me dijo.

Pero resultó que estaba equivocada, con su aura azul grisáceo o sin ella. No hubo ninguna llamada. Cuando hablé con ella por la noche estaba triste por aquello.

– Creo que la cosa es así. Tres el miércoles, una ayer y hoy nada. Creía que iba a ser una heroína y que iba a dar con algo significativo.

– El noventa y ocho por ciento en una investigación es insignificante -dije-. Haces todo lo que se te ocurre porque no sabes qué va a resultar útil. Debiste de estar magnífica por teléfono porque la reacción fue clamorosa, pero es absurdo creer que es un fracaso no haber encontrado ninguna víctima viva de esos tres locos. Estabas buscando una aguja en un pajar y es probable que sea un pajar que nunca tuvo una aguja.

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir que es probable que no hayan dejado ningún testigo. Probablemente mataron a todas las mujeres que secuestraron, de manera que es muy probable que estés tratando de encontrar a una mujer que no existe.

– Pues si no existe -dijo-, que se vaya a la mierda.

TJ llamaba todos los días. A veces, más de una vez por día. Le había dado cincuenta dólares para verificar los dos teléfonos de Brooklyn y no podía haber llegado muy lejos en sus pesquisas porque lo que no se gastaba en metro y autobuses se le iba en llamadas telefónicas. Sacaba más provecho a su tiempo haciendo de cómplice de jugadores profesionales o ayudando a un vendedor callejero o haciendo cualquier otra cosa que le proporcionara algún ingreso. Pero seguía acosándome para que le diera trabajo.

El sábado extendí un cheque por mi alquiler y pagué las otras cuentas mensuales que habían llegado: el teléfono, la tarjeta de crédito. Mirar la cuenta del teléfono me hizo volver a pensar en las llamadas hechas al teléfono de Kenan Khoury. Unos días antes, había hecho otra tentativa por encontrar un empleado de la compañía telefónica que pudiera pergeñar la manera de conseguir esa información y me habían dicho, una vez más, que era imposible de conseguir.

Así que eso era lo que tenía en la cabeza cuando TJ llamó alrededor de las diez y media.

– Dame más teléfonos que investigar -dijo-. El Bronx, Staten Island, cualquier zona.

– Te diré lo que puedes hacer -sugerí-. Te daré un número y tú me dices quién ha llamado.

– ¿Que te diga qué?

– Bueno, nada.

– No, tú has dicho algo, tío. Dime qué era.

– Es que a lo mejor te sale bien. ¿Recuerdas cómo engatusaste a la operadora para conseguir aquel teléfono de Farragut Road? -pregunté.

– ¿Te refieres a mi voz de Frank Sinatra?

– Sí, podrías poner la misma voz para encontrar a un vicepresidente de la compañía telefónica capaz de conseguir un listado de llamadas a cierto número de Bay Ridge. -Hizo unas cuantas preguntas más y le expliqué lo que buscaba y por qué no podía encontrarlo.

– Espera -titubeó-. ¿Me estás diciendo que no quieren dártelo?

– No tienen nada que darme, TJ. Tienen todas las llamadas registradas, pero no hay forma de seleccionarlas.

– ¡Mierda! La primera operadora a la que llamé me dijo que no había manera de decirme mi número. No puedes creer todo lo que te dicen, tío.

– No. Yo…

– Tú, nada. Te llamo cada puto día, te pregunto qué tienes para TJ y nunca tienes nada. ¿Cómo es que nunca me lo has contado? Has sido un idiota, marmota.

– ¿Qué quieres decir?

– Lo que quiero decir es que si no me dices lo que necesitas, ¿cómo voy a dártelo? Te dije eso la primera vez que te vi caminando por el Deuce sin decirle nada a nadie. Te lo dije allí mismo. Te dije: «Dime qué te interesa y yo te ayudo a encontrarlo».

– Me acuerdo.

– Entonces ¿por qué juegas con la compañía telefónica cuando puedes recurrir a TJ?

– ¿Quieres decir que sabes cómo conseguir los números de la compañía telefónica?

– No, hombre. Pero sé cómo conseguir a los Kong.

– Los Kong -dijo-. Jimmy y David.

– ¿Son hermanos?

– No hay ningún vínculo familiar que les una, al menos que yo sepa. Jimmy Hong es chino y David King es judío. Al menos, su padre es judío. Creo que su madre es puertorriqueña.

– ¿Por qué son los Kong?

– ¿Jimmy Hong y David King? ¿Hong Kong y King Kong?

– Ya veo.

– Además, su juego predilecto era el Donkey Kong.

– ¿Qué es eso? ¿Un videojuego?

– Y muy bueno -dijo asintiendo con la cabeza.

Estábamos en el bar de la terminal de autobuses, donde había insistido en que me encontrara con él. Yo tomaba un café malo y él daba cuenta de un perrito caliente y Pepsi. Me dijo:

– ¿Te acuerdas de ese tipo, Calcetines, al que mirábamos en las galerías? Es de lo mejor que hay, pero no es nada comparado con los Kong. ¿Sabes cómo se las arregla un tipo que juega para tratar de seguir el ritmo de la máquina? Pues bien, los Kong no necesitan hacerlo, siempre la superan.

– ¿Me has traído aquí para que conozca a un par de genios de la máquina del millón?

– Hay una gran diferencia entre las máquinas del millón y los videojuegos, tío.

– Está bien, supongo que la hay, pero…

– Pero eso no es nada comparado con la diferencia que hay entre los videojuegos y el nivel en que los Kong están ahora. Te dije lo que les pasa a los tipos que andan por las galerías, de cómo puedes hacerte tan bueno que después no puedes llegar a ser mejor. ¿Recuerdas? Así que se acaba perdiendo el interés.

– Eso dijiste.

– Por lo que se interesan algunos tipos es por los ordenadores. Según he oído, los Kong han estado desde siempre con los ordenadores. En realidad, se servían de un ordenador para mantener su máxima puntuación en los videojuegos. Sabían lo que la máquina iba a hacer antes de que lo hiciera. ¿Juegas al ajedrez?

– Conozco los movimientos.

– Jugaremos una partida de vez en cuando para ver si lo haces bien. ¿Conoces esas mesas de piedra que hay por Washington Square? ¿Y la gente que se lleva cronómetros y estudia los libros de ajedrez mientras espera el turno de jugar? A veces juego allí.

– Debes de ser muy bueno.

Negó con la cabeza.

– Cuando juegas contra alguno de esos tipos, es como si participaras en una carrera metido en el agua hasta la cintura. No puedes llegar a ninguna parte porque, en su mente, siempre están cinco o seis movimientos por delante de ti.