Aunque no habíamos hablado nunca de olvidarnos del resto, en lo esencial lo habíamos hecho. Yo no veía a nadie más, y ella tampoco, con la excepción, claro está, de sus clientes. Periódicamente corría hacia algún hotel o recibía a alguien en su apartamento. Esto nunca me había molestado en los primeros tiempos de nuestra relación. A decir verdad, era probable que hubiera sido parte del atractivo, de manera que no veía por qué habría de molestarme ahora.
Si en verdad me molestara, siempre podía pedirle que dejara de hacerlo. Ella se había hecho con un buen peculio a través de los años. Había ahorrado bastante y ponía la mayor parte en inversiones inmobiliarias productivas. Podía dejar la profesión sin tener que cambiar su estilo de vida.
Algo me impedía pedírselo. Supongo que era reacio a admitir delante de ella que su trabajo me molestaba. Y era igualmente renuente a hacer algo que cambiara alguno de los elementos de nuestra relación. No estaba rota y yo no quería arreglarla.
Sin embargo, las cosas cambian. No puede ser de otra manera. Aunque no sea por ninguna otra razón, se alteran por el simple hecho de no cambiar.
Evitábamos usar la palabra que empieza por A, aunque evidentemente era amor lo que yo sentía por ella y ella por mí. Evitábamos comentar la posibilidad de casarnos, o de vivir juntos, aunque sé que yo pensaba en eso y no tenía ninguna duda de que ella también lo pensaba. Pero no lo comentábamos. Era la cosa de la que no se hablaba, excepto cuando no hablábamos de amor o de lo que ella hacía para ganarse la vida.
Tarde o temprano, por supuesto, tendríamos que pensar en estas cosas y hablarlas y hasta ocuparnos de ellas. Mientras tanto, las encarábamos una a una, que es como me habían enseñado a tomar la vida desde que dejé de tomar whisky con más rapidez de la que podía destilarlo. Como alguien señaló, convendría encararlo todo de golpe. Todo de una vez. Al fin y al cabo, así es como el mundo te lo entrega.
A las cuatro menos cuarto de ese mismo jueves por la tarde, sonó el teléfono en la casa de los Khoury, en Colonial Road. Cuando Kenan Khoury contestó, una voz masculina masculló:
– Eh, Khoury. Tu mujer no ha vuelto a casa, ¿verdad?
– ¿Quién es?
– No es asunto tuyo saber quién es. Tenemos a tu mujer, árabe inmundo. ¿Quieres que te la devolvamos o no?
– ¿Dónde está? Déjeme hablar con ella.
– ¡Ja, ja!, vete a la mierda, Khoury -rezongó el hombre, y cortó la comunicación.
Khoury se quedó parado un momento, gritando «hola» a un teléfono mudo y tratando de decidir qué hacer a continuación. Corrió hacia fuera, fue al garaje, confirmó que su Buick estaba allí, pero el Camry de ella no. Corrió por el sendero hasta la calle, miró en ambas direcciones, volvió a la casa y cogió el teléfono. Se quedó escuchando la señal sin saber a quién llamar.
– ¡Mierda! -dijo en voz alta. Dejó el teléfono y aulló-: ¡Francey!
Subió corriendo las escaleras e irrumpió en el dormitorio, gritando el nombre de su mujer. Por supuesto que no estaba allí, pero no podía evitarlo, tenía que mirar todas las habitaciones. Era una casa grande y entró y salió corriendo de cada una, gritando su nombre, a la vez espectador y actor de su propio pánico. Finalmente volvió a la sala de estar y vio que había dejado el teléfono descolgado. Genial. Si estaban tratando de dar con él, no podrían comunicarse. Colgó el receptor y deseó que sonara, y casi inmediatamente lo hizo.
Era una voz masculina diferente esta vez, más tranquila, más cultivada.
– Señor Khoury, he estado tratando de hablar con usted y estaba comunicando. ¿Con quién estaba hablando?
– Con nadie. Tenía el teléfono descolgado.
– Espero que no haya llamado a la policía.
– No he llamado a nadie -replicó Khoury-. Me equivoqué. Creí que había colgado el auricular pero lo dejé junto al teléfono. ¿Dónde está mi esposa? Déjeme hablar con ella.
– No debería dejar el teléfono descolgado. Y no debería llamar a nadie.
– No lo haré.
– Y, por cierto, nada de llamar a la policía.
– ¿Qué quiere?
– Quiero ayudarle a recuperar a su esposa. Si es que quiere recuperarla. ¿Quiere recuperarla?
– Dios mío, ¿qué quiere…?
– Conteste la pregunta, señor Khoury.
– Sí, la quiero en casa. Claro que la quiero en casa.
– Y yo quiero ayudarle. Mantenga el teléfono libre, señor Khoury. Estaré en contacto.
– ¿Hola? -dijo-. ¿Hola?
Pero la línea estaba muda.
Durante diez minutos caminó por la habitación a grandes zancadas, esperando que el teléfono sonara. Luego, una calma helada descendió sobre él y se relajó. Dejó de caminar y se sentó en una silla junto al teléfono. Cuando sonó, descolgó el receptor, pero no dijo nada.
– ¿Khoury? -Esta vez era el primer hombre, el bruto.
– ¿Qué quiere?
– ¿Qué quiero? ¿Qué mierda cree que quiero?
No contestó.
– Dinero -dijo el hombre después de un momento-. Queremos dinero.
– ¿Cuánto?
– Maldito negro del arroyo, ¿desde cuándo las preguntas las hace usted? ¿Me lo quiere decir?
Esperó.
– Un millón de dólares. ¿Cómo te suena eso, idiota?
– Eso es ridículo. Mire, no puedo hablar con usted. Haga que su amigo me llame. Tal vez pueda hablar con él.
– Eh, gitano inmundo, ¿qué estás tratando de…?
Esta vez fue Khoury quien cortó la comunicación.
Le pareció que era por el control.
Tratar de controlar una situación como ésta era lo que te volvía loco. Porque no podías hacerlo. Ellos tenían todas las cartas.
Pero si uno no aflojaba la necesidad de controlarla, podía al menos dejar de bailar al ritmo de su música, arrastrando los pies como un oso amaestrado en un circo búlgaro.
Fue a la cocina y se preparó una taza de café cargado y dulce en el recipiente de cobre de mango largo. Mientras se enfriaba, sacó una botella de vodka del frigorífico y se sirvió dos medidas. La tomó de un solo trago y sintió cómo una calma helada le envolvía por completo. Se llevó el café a la otra habitación y estaba terminándolo cuando el teléfono volvió a sonar.
Era el segundo hombre, el agradable.
– Usted ha hecho enfadar a mi amigo, señor Khoury -dijo-. Es difícil de tratar cuando está alterado.
– Creo que sería mejor que usted hiciera las llamadas de ahora en adelante.
– No veo…
– Porque de ese modo podemos tratar este asunto en lugar de obsesionarnos por el drama -añadió-. Él habló de un millón de dólares. Eso está fuera de toda discusión.
– ¿No cree que ella lo vale?
– Ella vale cualquier cantidad. Pero…
– ¿Cuánto pesa ella, señor Khoury? ¿Cincuenta y cinco, sesenta, algo más o algo menos?
– Yo no…
– Podríamos decir que unos cincuenta kilos.
– Simpático.
– Cincuenta kilos a veinte el kilo… Bueno, haga la cuenta por mí, señor Khoury, ¿quiere? Resulta un millón, ¿no?
– ¿Cuál es el juego?
– El juego es que usted pagaría un millón por ella si fuera coca, señor Khoury. Pagaría eso si ella fuera polvo. ¿No vale tanto en carne y hueso?
– No puedo pagar lo que no tengo.
– Tiene mucho.
– No tengo un millón.
– ¿Qué tiene?
Había tenido tiempo para pensar la respuesta.
– Cuatrocientos.
– ¿Cuatrocientos mil?
– Sí.
– Eso es menos de la mitad.
– Son cuatrocientos mil -insistió-. Es menos que algunas cosas y más que otras. Es lo que tengo.
– Podría conseguir el resto.
– No veo cómo. Es probable que pudiera hacer algunas promesas y pedir algunos favores y juntar algo de esa manera, pero no tanto. Y me llevaría por lo menos algunos días, probablemente más de una semana.