Abrí los ojos.
– Creo que me he quedado dormido.
– Sí. Y duermes en serio. Incluso roncabas al principio.
– ¿Qué hora es?
– Casi las cuatro. Están llegando a la llamada.
– ¿Se puede imprimir?
TJ se volvió y transmitió la petición. Los Kong se pusieron a emitir risitas tontas. David logró controlarse y me recordó que no teníamos impresora. Estuve a punto de decirles que mi padrino era impresor, pero me salió otra cosa:
– No, claro que no. Lo siento. Todavía estoy medio dormido.
– Quédate dónde estás. Te lo copiaremos todo.
– Te traeré un poco de Jolt -dijo TJ.
Le dije que no se molestara, pero me trajo una lata de todos modos. Tomé un trago pero no era realmente lo que quería, o no estaba realmente seguro de qué era lo que me apetecía. Me puse de pie y traté en lo posible de desentumecer la rigidez de la espalda y los hombros. Luego me dirigí al escritorio donde David King trabajaba en el ordenador, mientras Jimmy Hong copiaba la información que aparecía en pantalla.
– Ahí están -dije.
Estaban apareciendo claramente en el monitor, empezando por la primera llamada a las 3.38 para decirle a Kenan Khoury que su esposa había desaparecido. Luego tres llamadas a intervalos de veinte minutos escasos; la última, registrada a las 4.54. Kenan había llamado a su hermano a las 5.18 y la última llamada que recibió se produjo a las 6.04, lo que debió de haber sucedido antes de que Peter llegara a la casa de Colonial Road.
Luego hubo una sexta llamada, a las 8.01. Su interlocutor habría sido el que le ordenaba que fueran a Farragut Road, donde recibieron la llamada que los hizo correr a Veterans Avenue. Y luego habían vuelto a casa, cuando se les había asegurado que Francine sería entregada allí, y después esperaron en una casa vacía hasta las 10.04, cuando se produjo la última llamada, en la que se les mandaba a la vuelta de la esquina, al Ford Tempo con los paquetes en el maletero.
– ¡Uy! -decía David-. Ésta ha sido como una educación sorprendente. Porque teníamos que seguir, ¿sabes? Ahí estaba la información que necesitabas, así que no podíamos dejarlo. Cuando estás interfiriendo hay una cierta cantidad de aburrimiento que puedes absorber antes de ir a hacer otra cosa, pero nosotros teníamos que quedarnos hasta abrirnos paso en medio del aburrimiento y llegar a lo que había al otro lado.
– O sea, a más aburrimiento -terció Jimmy.
– Pero se aprende un montón, de veras. Si tuviéramos que volver a repetir esta operación…
– ¡Que Dios no lo permita!
– Sí, pero si tuviéramos que hacerlo, lo podríamos hacer en la mitad de tiempo. Menos aún, porque toda la opción de la búsqueda de la velocidad se duplica cuando reduces…
Lo que dijo a continuación me resultaba todavía más incomprensible. Además, había dejado de escucharle porque Jimmy Hong me entregaba una hoja de papel con todas las llamadas hechas a la casa de Khoury el 28 de marzo.
– Tendría que haberte dicho que las primeras no importan; sólo las que empiezan a partir de las tres y treinta y ocho.
Estudié la lista. Todo estaba copiado: la hora de la llamada, el número de línea del que llamaba, el número telefónico que se marcó para acceder a ese teléfono, y la duración de la llamada. Eso también era más de lo que yo necesitaba, pero no tenía ninguna necesidad de decírselo.
– Siete llamadas, cada una de ellas hecha desde un teléfono distinto -corroboré-. No, estoy equivocado. Usaron un mismo teléfono dos veces, para la segunda y la séptima llamada.
– ¿Eso es lo que querías?
Asentí.
– En cuanto a saber de qué me sirve… es otra cosa. Podría ser muchísimo o muy poco. No lo sabré hasta que consiga una guía invertida y descubra a quién pertenecen esos teléfonos.
Me miraban fijamente. Sin embargo, no lo comprendí hasta que Jimmy Hong se quitó las gafas y me miró parpadeando.
– ¿Una guía invertida? Nos tienes a los dos aquí, con todo lo enterrado en los recovecos internos más profundos del NPSN, y ¿crees aún que necesitas una guía invertida?
– Porque estamos hablando de un juego de niños -dijo David King. Volvió a sentarse al teclado-. Bueno. Dame el primer número.
Todos eran teléfonos públicos.
Ya me lo temía yo. Durante toda la operación fueron altamente cautelosos y, por lo tanto, no había ningún motivo para suponer que no se hubieran cuidado también de utilizar teléfonos que no pudieran ser relacionados con ellos.
Pero ¿un teléfono distinto cada vez? Eso era más difícil de comprender, pero uno de los Kong expuso una teoría sensata. Se estaban protegiendo de la posibilidad de que Kenan Khoury hubiera alertado a alguien que estuviera en condiciones de interferir la línea e identificar el teléfono que estaba del otro lado. Al mantener el control de las llamadas, podían estar seguros de estar lejos del teléfono utilizado antes de que alguien que rastreara la llamada pudiera llegar allí. Al no volver nunca al mismo teléfono, estaban cubiertos, aun cuando Khoury hiciera rastrear la llamada y el teléfono fuera identificado.
– Porque, actualmente, localizar una llamada es instantáneo -me dijo Jimmy-. En realidad, uno no la localiza en el sentido de que tiene que rastrearla. Digamos que le basta con leer lo que aparece en pantalla.
¿Por qué el desliz en la seguridad, en la última llamada? Para entonces ya era evidente que habrían sabido que no les hacía falta extremar las precauciones, pues Khoury lo había hecho todo tal como ellos esperaban que lo hiciera. Puesto que se había abstenido de cualquier intento por interferir el cobro del rescate, ya no valía la pena tomar precauciones tan complicadas. Desde aquel momento se habrían podido sentir lo suficientemente seguros para usar el teléfono de su propia casa o apartamento y, si lo hubieran hecho, yo atraparía a aquellos hijos de puta. Si hubiera empezado a llover, si se hubiera producido algo que les hubiese obligado a quedarse en su casa, si ninguno de ellos hubiera querido dejar a los otros dos a solas con el dinero del rescate…
Era inútil soñar. La realidad se presentaba como un desastre. Pero, por una vez, hubiera estado bien el tener suerte. Para variar.
Por otra parte, el trabajo de la noche y los mil setecientos y pico dólares que me estaba costando todo aquello, no estaban malgastados de ningún modo. Había aprendido algo. Y no sólo que los tres granujas sobre los que estaba eran muy cuidadosos y metódicos. Una constatación que me alejaba de la imagen del trío de asesinos sexuales psicópatas que me había formado.
Todas las direcciones eran de Brooklyn. Y todas se agrupaban en una zona mucho más compacta de lo que cubría el caso Khoury. Tanto el secuestro como la entrega del rescate habían tenido lugar en Bay Ridge. Luego la acción se había trasladado a Atlantic Avenue de Cobbie Hill para extenderse, después, desde Flatbush y Farragut, hasta Veterans Avenue, y volver luego, de pronto, a Bay Ridge, donde encontraron los despojos ensangrentados. Esto cubría una buena parte del barrio, mientras que sus actividades previas se extendían por todo Brooklyn y Queens, lo cual hacía que su base de operaciones pudiese estar en cualquier parte.
Los teléfonos públicos estaban más concentrados. Tendría que sentarme con la lista y un plano para trazar sus posiciones con exactitud, pero al menos ya estaba en condiciones de afirmar que se agrupaban en una misma área generaclass="underline" al lado oeste de Brooklyn, al norte de la casa de Khoury, en Bay Ridge y al sur del cementerio de Green-Wood.
El mismo lugar donde habían arrojado el cadáver de Leila Álvarez.
Uno de los teléfonos estaba en la Calle 60, otro entre New Utrecht y la 41, pero no a una distancia tal que se pudiera ir a pie del uno al otro. Por lo tanto, habían salido de su casa para moverse en coche de aquí para allá a fin de hacer las llamadas. Lo lógico, pues, es que su centro de operaciones estuviera en algún sitio del barrio y, probablemente, no muy lejos del teléfono que habían utilizado dos veces. Todo estaba ya hecho, todo completado. Lo único que entonces les faltaba era frotar con sal las heridas de Kenan Khoury. Por lo tanto, ¿por qué recorrer diez manzanas con el coche, si ya no hacía falta? ¿Por qué no utilizar el teléfono público que les quedaba más a mano?