Un teléfono que debería estar en la Quinta Avenida, entre las Calles 49 y 50.
No conté a los chicos mis reflexiones. No por no querer compartirlas con ellos, sino porque sabía que aún debía completarlas. Di a los Kong quinientos dólares a cada uno y les dije que apreciaba cuanto habían hecho por mí. Insistieron en que fue muy divertido, incluso el aburrimiento de la rutina. Jimmy me dijo que le dolía la cabeza y que su delicada muñeca se resentía cuando se ponía a infopiratear, pero que valía la pena.
– Bajad vosotros dos primero -les dije al despedirme de ellos-. Poneos las corbatas y las chaquetas y salid displicentemente por la puerta principal. Quiero asegurarme de que en la habitación no quede ningún rastro. Por otra parte, tendré que entretenerme en recepción para que me entreguen la cuenta del teléfono. Les dejé una paga y señal de cincuenta dólares, pero no tengo ni idea de lo que va a costar después de pasar más de siete horas pegados al aparato.
– Jodeeer -dijo David-. No lo entiende.
– Es sorprendente -coreó Jimmy.
– ¿Qué es lo que no entiendo?
– No tienes que pagar nada por el teléfono. Lo primero que hice al conectar fue hacer un puente a la centralita de recepción. Podríamos haber llamado a Shangai y no tendrían ninguna constancia -sonrió-. Aunque podrías dejarles el dinero, pues King sacó al menos treinta dólares de avellanas del minibar.
– Lo que significa no treinta dólares de avellanas, sino un dólar por cada una de las avellanas que me he comido -precisó David.
– Si yo estuviera en tu pellejo, recogería los bártulos y me iría a casa.
Después de que se fueran, pagué a TJ. Éste desplegó el fajo de billetes que le di, lo dispuso en abanico, me miró, contempló los billetes y volvió la vista hacia mí. Dijo:
– ¿Esto es para mí?
– No habría habido juego sin ti. Tú trajiste el bate y la pelota.
– Calcúlalo bien. Yo no he hecho gran cosa, aparte de estar todo el rato sentado. Pero sabía que ibas a gastar un montón de dinero y supuse que no me dejarías en la cuneta. ¿Cuánto tengo aquí?
– Cinco -le dije.
– Estaba seguro de que todo saldría bien. Tú y yo. Me gusta este trabajo de detección. Ya ves que tengo recursos, que lo hago bien y que me encanta hacerlo.
– No creas que siempre se paga tan generosamente.
– No hay ninguna diferencia. ¿Qué otro tipo de trabajo voy a encontrar que me permita aprovecharme de toda la mierda que conozco?
– O sea, que quieres ser detective cuando crezcas, ¿no es eso?
– No voy a esperar tanto tiempo. Lo voy a ser ahora. Y aquí mismo, Matt -dijo.
Le dije que su primera tarea era salir del hotel sin llamar la atención del personal de servicio.
– Sería más fácil si fueras vestido como los Kong, pero trabajamos con lo que tenemos. Creo que tú y yo tendríamos que salir juntos.
– ¿Un tipo blanco de tu edad y un adolescente negro? Ya sabes lo que pensarán.
– Lo sé. Y te aseguro que pueden menear la cabeza todo lo que quieran. Pero si sales solo creerán que has estado robando en las habitaciones y podrían no dejarte pasar.
– Sí, tienes razón -dijo-, pero no estás considerando todas las posibilidades. La habitación está toda pagada, ¿no? O sea, que uno puede quedarse hasta mediodía por el mismo precio. Yo he visto dónde vives, tío, y no tengo intención de joderte, pero tu habitación no es tan bonita como ésta.
– No, no lo es. Pero tampoco me cuesta ciento sesenta dólares por noche.
– Pues bien. Este cuarto no va a costarte un centavo más, tío, pero yo me voy a dar una ducha caliente y a secarme con tres toallas y meterme en esa cama y dormir seis o siete horas. Porque no sólo se trata de que este cuarto sea mejor que en el que tú vives, sino que también es más de diez veces mejor que aquel en el que yo vivo.
– ¡Ah!
– Así que voy a colgar el letrero de «No molestar» en el picaporte y me voy a relajar y quedarme sin que me molesten. Entonces llega el mediodía y salgo y nadie me mira dos veces, porque un joven guapo como yo sólo puede haber venido a entregar el almuerzo de algún personaje. ¿Eh, Matt? ¿Crees que puedo llamar abajo para que me despierten a las once y media?
– Creo que sí, por supuesto.
12
Me detuve en un café de Broadway que permanece abierto toda la noche. Alguien había dejado una primera edición del Times en el reservado y lo leí mientras comía unos huevos y tomaba café, pero no traía ninguna noticia importante. Yo estaba demasiado aturdido y la poca agudeza mental que tenía insistía en concentrarse en los seis teléfonos públicos de Sunset Park. No paraba de sacar la lista del bolsillo y estudiarla, como si el orden y la situación exacta de los teléfonos contuvieran un mensaje secreto e indescifrable, aunque no se tuviera la clave. Tenía que haber alguien a quien yo pudiera llamar, alegando una emergencia del Código Cinco.
– Deme su código de acceso -exigiría-. Dígame la contraseña.
El cielo brillaba al amanecer cuando volví a mi hotel. Me di una ducha y me fui a la cama y, después de una hora o algo así, desistí y encendí el televisor. Vi el noticiario de la mañana en una de las cadenas. El Secretario de Estado acababa de volver de una gira por Oriente Medio. Le siguió un portavoz palestino comentando las posibilidades de una paz duradera en la región.
Eso me recordó a mi cliente, como si alguna vez hubiera estado lejos de mis pensamientos, y cuando empezó la entrevista con un reciente ganador del premio de la Academia, apagué el televisor y llamé a Kenan Khoury.
No contestaba, pero yo seguí intentándolo, llamando aproximadamente cada media hora hasta que lo encontré alrededor de las diez y media.
– Acabo de entrar -dijo-. La parte más temible del viaje ha sido ahora, volviendo del aeropuerto Kennedy. El conductor era ese maniático de Ghana, ese que tiene un diamante en el diente y cicatrices tribales en ambas mejillas. Conduce como si morir en un accidente de tráfico te garantizara la entrada al paraíso con tarjeta verde incluida.
– Creo que yo mismo viajé con él una vez.
– ¿Tú? Creía que nunca cogías un taxi. Pensaba que preferías el metro.
– Ayer estuve cogiendo taxis toda la noche -dije-. Agoté el taxímetro.
– ¡Ah…!
– Es una manera de hablar. Conocí a un par de ilegales de la informática que encontraron la manera de extraer algunos datos de los archivos de la compañía telefónica. Unos datos que, según la misma compañía, no existían.
Le di una versión abreviada de lo que habíamos hecho y de lo que me había enterado.
– Oye, eso está muy bien.
– Como no pude localizarte para conseguir tu visto bueno, me arriesgué y seguí adelante.
– ¿Y qué hiciste? ¿Afrontar los gastos tú mismo? Tendrías que haberle pedido a Pete el dinero.
– No me importaba afrontarlos. En realidad, se lo pedí a tu hermano porque yo no podía conseguir dinero en efectivo durante el fin de semana, pero él también estaba sin blanca.
– ¡No!
– Pero me dijo que no me importara, pues tú preferirías que siguiera adelante.
– Bueno, tenía razón en eso. ¿Cuándo hablaste con él? Le acabo de llamar, pero no contesta.
– El sábado -dije-. El sábado por la tarde.
– Traté de dar con él antes de subir al avión, porque quería que me viniera a recoger, que me salvara del rayo de Ghana. No lo pude encontrar. ¿Qué hiciste? ¿Entretuviste a esos tipos con el dinero?