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– ¿Eres soltera, Pam?

La muchacha hizo un gesto de asentimiento.

– ¿Vives sola?

– Con mi perro. No es más que un perrito faldero, pero mucha gente no se te mete en casa si hay un perro, cualquiera que sea su tamaño. Simplemente les tienen miedo a los perros, punto.

– ¿Querrías contarme qué ocurrió, Pam?

– ¿Quieres decir el incidente?

– Exactamente.

– Sí. Supongo que sí. Para eso estamos aquí, ¿no?

Era una noche de verano, a mediados de semana. Estaba a dos manzanas de su casa, en la esquina de Park y Veintiséis, esperando que la luz del semáforo cambiara cuando apareció la furgoneta. Frenó y un tipo le gritó preguntándole por unas señas, pero ella ni siquiera pudo entender el nombre de dónde quería ir.

El hombre bajó de la furgoneta y le explicó que tal vez tuviera el nombre del lugar equivocado, pero que así estaba escrito en el albarán, y ella fue con él a la parte trasera del vehículo. El hombre la abrió y había otro hombre dentro y los dos tenían cuchillos. La hicieron subir atrás, con el segundo hombre, y el conductor volvió al volante de la furgoneta y partió.

En este punto la interrumpí porque quería saber por qué había sido tan complaciente para subir a la furgoneta. ¿Vio gente alrededor? ¿Alguien había presenciado el rapto?

– Tengo los detalles un poco borrosos -aseguró.

– Está bien.

– Ocurrió con mucha rapidez.

– Pam, ¿te puedo hacer una pregunta? -terció Elaine.

– Bueno.

– Estás en la profesión, ¿verdad, querida?

¿Cómo es que no me había dado cuenta antes?

– No sé lo que quieres decir -dijo Pam, a la defensiva.

– Estabas trabajando aquella noche, ¿verdad?

– ¿Cómo lo sabes?

Elaine cogió la mano de la chica.

– No tengas miedo -le dijo-. Nadie va a acusarte, nadie está aquí para juzgarte, está bien.

– Pero ¿cómo te…?

– Bueno, es un recorrido conocido, ¿no? Esa parte de Park Avenue South… Pero supongo que lo intuí antes. Cariño, yo nunca estuve en las calles, pero he estado en el oficio durante casi veinte años.

– ¡No!

– Francamente, sí. En este mismo piso, lo compré cuando se formó la comunidad de propietarios. He aprendido a llamarlos clientes en lugar de primos y, cuando me va bien, a veces digo que soy historiadora de arte. He sido muy inteligente en cuanto a mis ahorros, durante unos cuantos años, pero estoy en la vida igual que tú, querida. De manera que puedes contárnoslo tal y como ocurrió.

– ¡Santo Cielo! -dijo ella-. En realidad, ¿sabes una cosa? Es un alivio, porque yo no quería venir aquí y contaros un cuento, ¿sabéis? Pero me parecía que no tenía ninguna opción.

– ¿Porque pensaste que te lo íbamos a reprochar?

– Lo suponía, no sé. Y debido también a lo que les conté a los policías.

– ¿Los policías no sabían que estabas haciendo la calle? -le pregunté.

– No.

– ¿Ni siquiera se lo plantearon? ¿No te habían visto nunca?

– Eran policías de Queens.

– ¿Por qué se harían cargo del caso los policías de Queens?

– Por el lugar donde aparecí. Yo estaba en el Hospital General de Elmhurst, que está en Queens, así que los policías eran de allí. ¿Qué saben ellos de Park Avenue South?

– ¿Por qué terminaste en el Hospital General de Elmhurst? No importa, ya llegaremos a eso. ¿Por qué no empiezas por el principio?

– Lo iba a intentar.

Era una tarde de verano, a mediados de semana. Estaba a dos manzanas de su casa, en el cruce de Park y la 26, esperando que alguien la llamara, cuando la furgoneta se detuvo y un tipo le hizo señas para que se acercara. Ella se dio la vuelta y subió al asiento del copiloto. El hombre condujo a lo largo de un par de manzanas, giró por una travesía y aparcó delante de una boca de incendios.

Pammy pensaba que tendría que chupársela, porque estuvo sentado al volante durante veinte o veinticinco minutos, aunque quizás sólo fueran cinco. Los tipos que van en coche lo que quieren casi siempre es una felación y se lo exigían allí mismo, en el coche. A veces, la querían con el coche en marcha, lo que a ella le parecía una locura. Imagínate. Los tipos que se acercaban andando, en general buscaban un hotel, y el Elton, entre la 26 y Park, era razonable y conveniente para eso. Además, siempre estaba su propio piso, pero ella casi nunca llevaba allí a nadie, a menos que estuviera desesperada, porque no creía que fuera seguro. Además, ¿quién querría joder en la cama donde ella dormía?

No vio al tipo de atrás hasta que el otro aparcó la furgoneta. No supo que estaba allí hasta que le rodeó el cuello con el brazo y le tapó la boca con la mano.

– ¡Sorpresa, Pammy! -exclamó.

¡Mierda, qué susto! Se quedó helada mientras el conductor reía y le metía las manos bajo la blusa y le sobaba las tetas. Tenía unos senos grandes y había aprendido a vestirse para exhibirlos en la calle con una camiseta de tirantes o una blusa provocativa, porque a los hombres que les gustaban las tetas, les gustaban así. Por eso lo mejor era poner el género en el escaparate. Fue derecho al pezón, se lo retorció, le dolió y ella supo que aquellos dos iban en plan serio.

– Nos iremos todos atrás -dijo el conductor-. Más intimidad, más lugar donde estirarse. Nos vendría bien estar cómodos, ¿no, Pammy?

Ella detestaba la manera en que decían su nombre. Se había presentado como Pam, no como Pammy, y lo decían de una manera burlona muy desagradable.

Cuando el hombre de atrás le destapó la boca, ella le dijo:

– Mirad, nada de brutalidad, ¿eh? Cualquier cosa que queráis; os haré pasar un rato muy bueno, pero nada de brutalidades, ¿eh?

– ¿Tomas drogas, Pammy?

Les dijo que no, porque no lo hacía. No le interesaban mucho las drogas.

Fumaba un cigarrillo de marihuana si alguien se lo tendía, y la cocaína era agradable, pero en realidad nunca compraba. A veces la invitaban a una raya y se sentían insultados si una no mostraba interés y, de todos modos, a ella le gustaba bastante. Tal vez pensaran que la excitaba, que la calentaba más, como cuando a veces se encuentra un tipo que se pone un toque de cocaína en el pene, como si eso fuera algo tan especial para una que, cuando se lo hicieras, la felación fuese más buena todavía.

– ¿Eres adicta, Pammy? ¿Por dónde te das? ¿Por la nariz? ¿Entre los dedos del pie? ¿Conoces a algún traficante de los gordos? ¿Tienes un amigo que trafica, quizás?

Preguntas verdaderamente estúpidas. Como si no tuvieran un objetivo, como si más o menos bastara con hacer la pregunta. Sin embargo, era uno de ellos, el conductor, quien las hacía. Era el que estaba totalmente obsesionado por el tema de las drogas. El otro se dedicaba más a insultarla. «Coño apestoso, puta de mierda» y cosas así. Nauseabundos, si permitías que te afectara, pero en realidad muchos tipos son así cuando se excitan. Un tipo, al que ella se la debía de haber chupado cuatro o cinco veces, siempre en el coche, y que siempre era muy cortés, muy considerado antes y después, nunca brusco, pero siempre era la misma historia cuando ella se lo estaba haciendo y él estaba a punto de correrse. «Ah, tienes un coño de puta, un coño de puta, pero me gustaría que estuvieras muerta. Oh, quiero que te mueras, quisiera que estuvieras muerta, coño de mierda.» Horrible, sencillamente horrible, pero, salvo por eso, era un perfecto caballero y pagaba cincuenta dólares cada vez y nunca tardaba en tener el orgasmo. Entonces, ¿qué problema había si ella lo hacía bien con la boca?

Pasaron, pues, a la parte trasera de la furgoneta, que estaba bien preparada con un colchón, lo que de verdad la hacía cómoda, y habría sido cómoda si ella hubiese podido relajarse, pero no podía con aquellos tipos, porque eran demasiado raros. ¿Cómo podía una relajarse?