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– ¿Supone que tenemos prisa?

– Soy yo quien tiene prisa -se impacientó-. Quiero que me devuelvan a mi esposa y los quiero a ustedes fuera de mi vida, y tengo mucha prisa por las dos cosas.

– Quinientos mil.

¿Ven? Había elementos que podía controlar después de todo.

– No -aclaró-. No estoy regateando, no en lo que respecta a la vida de mi esposa. Le acabo de dar la cifra máxima. Cuatro.

Una pausa, luego un suspiro.

– Bueno. Fue tonto por mi parte pensar que podía conseguir lo máximo de uno de su clase en un trato comercial. Ustedes han estado jugando este juego durante años, ¿no? Son como los judíos.

No sabía cómo contestar a eso, de manera que lo dejó pasar.

– Entonces, son cuatro -dijo el hombre-. ¿Cuánto tardará en tenerlos listos?

«Quince minutos», pensó.

– Un par de horas.

– Podemos hacerlo esta noche.

– Está bien.

– Téngalos listos. No llame a nadie.

– ¿A quién podría llamar?

Media hora más tarde estaba sentado a la mesa de la cocina mirando cuatrocientos mil dólares. Tenía una caja fuerte en el sótano, una Mosler grande y vieja que pesaba más de una tonelada, empotrada en la pared, oculta por un panel de pino y protegida por una alarma contra robos, además de su propio sistema de combinación para la cerradura. Los billetes eran todos de cien, cincuenta en cada fajo, ochenta fajos, que tenían cinco mil dólares cada uno. Los había contado y arrojado, a razón de tres o cuatro fajos por vez, a una cesta de plástico que Francine usaba para guardar la ropa sucia.

Ella no tenía que lavar la ropa personalmente, ¡sólo faltaría eso! Podía contratar toda la ayuda que necesitara, él se lo había dicho muchas veces. Pero le gustaba, era anticuada; le gustaba cocinar, limpiar y atender la casa.

Descolgó el teléfono, sostuvo el auricular con el brazo estirado y lo dejó caer en la horquilla. «No llame a nadie», había dicho el hombre. «¿A quién podría llamar?», se había preguntado.

¿Quién le había hecho aquello? Perjudicarle, robarle a su esposa. ¿Quién era capaz de hacer algo así?

Bueno, quizás mucha gente. Tal vez cualquiera, si pensaran que podían hacerlo impunemente.

Volvió a coger el teléfono. Estaba limpio, sin pinchar. Toda la casa estaba libre de micrófonos ocultos, de eso estaba seguro. Tenía dos dispositivos, ambos supuestamente los más modernos. Tenían que serlo, a juzgar por lo que le habían costado. Uno era una alarma para la intervención del aparato, instalado en la línea telefónica. Cualquier cambio en el voltaje, resistencia o capacitancia en cualquier lugar de la línea, lo detectaba el dispositivo. El otro era una pista de rastreo que analizaba automáticamente el espectro de las longitudes de onda radiales, en busca de micrófonos ocultos. Había pagado cinco mil, no, seis mil, por las dos unidades. Y lo valían si mantenían la intimidad de sus conversaciones privadas.

Era casi una lástima que no hubiera habido policías escuchando durante las dos últimas horas. Policías que rastrearan al que hacía las llamadas, que cayeran sobre los secuestradores y que le devolvieran a Francey…

No, era lo último que necesitaba. La policía lo estropearía todo, por más arreglos que propusieran. Tenía el dinero. Pagaría y la recuperaría. Hay cosas que se pueden controlar y otras que no se pueden. Él podía controlar el pago del dinero, controlar hasta cierto punto cómo iba eso, pero no podía controlar lo que pasaría después.

«No llame a nadie.» «¿A quién podría llamar?» Descolgó el teléfono una vez más y marcó un número de memoria. Su hermano contestó al tercer timbrazo.

– Petey, te necesito aquí -le dijo-. Coge un taxi, yo te lo pago, pero ven inmediatamente. ¿Me oyes?

Una pausa y luego se oyó:

– Niño, haría cualquier cosa por ti, ya lo sabes…

– ¡Entonces, sube corriendo a un taxi!

– … pero no puedo meterme en nada que tenga que ver con tu trabajo. Sencillamente no puedo, niño.

– No es el trabajo.

– ¿Qué es?

– Se trata de Francine.

– ¿Qué pasa? No importa, me lo dices cuando llegue. Estás en casa, ¿no?

– Sí, estoy en casa.

– Voy a coger un taxi. Ya voy.

Mientras Peter Khoury buscaba un taxi que quisiera llevarle hasta la casa de su hermano en Brooklyn, yo observaba a un grupo de periodistas de la ESPN que comentaban la probabilidad de un aumento salarial de los jugadores. No me afligí cuando sonó el teléfono. Era Mick Ballou, que llamaba desde el pueblo de Castlebar, en el condado de Mayo. La voz se oía con la misma nitidez de una campana; podría estar llamando desde el salón de atrás de la casa de Grogan.

– Este lugar es grandioso -decía-. Si crees que los irlandeses de Nueva York están locos, deberías ir a Irlanda. De cada dos locales, uno es un bar. Y nadie se va antes de la hora de cerrar.

– Cierran temprano, ¿no?

– ¡Demasiado temprano, maldita sea! Pero en el hotel tienen que servir bebidas a cualquier hora a cualquier huésped que las pida. Para mí, ése es el rasgo distintivo de un país civilizado, ¿no te parece?

– Y que lo digas.

– Lo malo es que todos fuman. Siempre están encendiendo cigarrillos y pasando el paquete para invitar. Los franceses todavía son peores en ese sentido. Cuando estuve en Francia visitando a los parientes de mi padre, se cabrearon conmigo porque no fumo. Creo que los norteamericanos son los únicos en todo el mundo que han tenido la sensatez de dejar de fumar.

– Encontrarás a unos cuantos fumadores en este país, Mick.

– Buena suerte para ellos, entonces, sufriendo en los vuelos y en los cines, y con todas las prohibiciones en los lugares públicos.

Contó una larga anécdota acerca de un hombre y una mujer que había conocido noches antes. Era graciosa y ambos reímos y luego me preguntó por mí y le dije que estaba muy bien.

– ¡Así que estás bien!

– Tal vez un poco inquieto… He tenido mucho tiempo libre últimamente. Y hay luna llena.

– Así es -dijo-. Aquí también.

– Qué coincidencia.

– Pero siempre hay luna llena sobre Irlanda. Por suerte siempre llueve, de manera que no tienes que mirarla todo el tiempo. Matt, tengo una idea. Coge un avión y ven para acá.

– ¿Qué?

– Apuesto a que nunca has estado en Irlanda.

– Nunca he salido del país -refunfuñé-. Espera un minuto. Eso no es cierto. He estado un par de veces en Canadá y una en México, pero…

– ¿Nunca has estado en Europa?

– No.

– Bueno, toma un avión y ven. Tráela a ella si quieres -se refería a Elaine- o ven solo, da lo mismo. Hablé con Rosenstein. Dice que es mejor que me mantenga fuera del país por un tiempo. Dice que puede arreglarlo todo, pero que tienen a esa puta fuerza de control federal husmeando y que no me quiere en suelo norteamericano hasta que todo haya pasado. Me podría quedar atascado en este jodido y apestoso lugar otro mes o más. ¿Qué es lo que tiene tanta gracia?

– Creía que te encantaba el lugar y ahora es un agujero apestoso.

– Cualquier lugar es apestoso cuando no tienes a tus amigos alrededor. Ven, hombre. ¿Qué dices?

Peter Khoury llegó a casa de su hermano después de que Kenan mantuviera una conversación más con el más amable de los secuestradores. El hombre había parecido algo menos amable esta vez, especialmente hacia el final de la conversación, cuando Khoury trató de exigir alguna prueba de que Francine estaba viva y bien. La conversación fue algo más o menos así:

Khoury: Quiero hablar con mi esposa.

Secuestrador: Eso es imposible. Está en una casa segura. Yo estoy en un teléfono público.

Khoury: ¿Cómo podré saber que está bien?

Secuestrador: Porque hemos tenido todas las razones para cuidarla bien. Vea cuánto vale para nosotros.