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– No.

– ¿En serio?

– ¿Por qué habría de molestarme? No podría justificar que me lo reservara para mí. El Departamento de Policía de Nueva York tiene unos recursos y un potencial humano que yo no tengo. Lo hubiera llevado lo más lejos posible, pero nada más. Seguiré el ejemplo que recibí anoche y veré qué puedo descubrir en Sunset Park.

– ¿No le dices a la policía lo de Sunset Park?

– No hay forma de hacerlo.

– Matt, tengo una pregunta.

– Adelante.

– No sé si quieres oírla, pero tengo que preguntártelo. ¿Estás seguro de que son los mismos asesinos?

– Tienen que serlo. Un trozo de alambre utilizado para amputar un pecho. Una vez con Leila Álvarez y otra vez con Pam Cassidy. Ambas víctimas arrojadas en cementerios. ¿Qué más quieres?

– Sí, ya me imaginaba que los que se lo hicieron a Pam también se lo habían hecho a la chica Álvarez y a la mujer de Forest Park, la maestra de escuela.

– Marie Gotteskind.

– Pero ¿qué hay de Francine Khoury? No fue arrojada en un cementerio, no le amputaron un pecho y, aparentemente, fue raptada por tres hombres. Si había algo de lo que Pam estaba segura era de que había solamente dos hombres, Ray y el otro.

– Podría haber sólo dos con Francine Khoury.

– Tú dijiste…

– Sé lo que dije. Pam también dijo que fueron del asiento del conductor a la parte trasera de la furgoneta. Tal vez pareció que realmente había tres personas porque cuando uno ve a dos tipos entrar en la parte de atrás de una furgoneta y luego ésta arranca, se supone que había alguien delante para conducirla.

– Tal vez tengas razón.

– Sabemos que esos tipos liquidaron a Gotteskind. Gotteskind y Álvarez están ligadas por el asunto de los dedos, de su amputación e inserción, y a Álvarez y Cassidy les amputaron un pecho, de manera que eso significa…

– Que los tres son el mismo dúo. Está bien, te sigo.

– Pues bien, los testigos oculares de Gotteskind también dijeron que había tres hombres, los dos que la raptaron y uno que conducía. Ésa puede haber sido una ilusión. O pueden haber tenido tres ese día y nuevamente el día que asesinaron a Francine, pero uno de los tipos estaba en casa con gripe la noche que se llevaron a Pam.

– Estaba en su casa masturbándose -sentenció, malhumorada, Elaine.

– Lo que fuera. Le podríamos preguntar a Pam si hubo alguna referencia a otro hombre. «A Mike le gustaría su culo», o algo así.

– Tal vez le llevaron su teta a Mike.

– «Eh, Mike, tendrías que haber visto la que se salvó.»

– Ahórrame eso, ¿quieres? ¿Crees que Pam conseguirá describirlos adecuadamente?

– No lo creo.

Pam dijo que no recordaba cómo eran los dos hombres, que cuando trataba de imaginárselos veía rostros indefinidos, como si hubieran llevado puestas medias de nailon como máscaras. Por eso la primera investigación se convirtió en un ejercicio inútil en cuanto le dieron unos álbumes con fotos de delincuentes sexuales para que las examinara. No sabía qué caras buscaba. Después lo probaron con un técnico en retratos robot, pero eso también fue inútil.

– Cuando estaba aquí -dijo Elaine- yo no dejaba de pensar en Ray Galíndez.

Galíndez era un policía del Departamento de Nueva York y un artista, con una habilidad extraordinaria para engancharse en el relato de un testigo y conseguir un parecido notable. Dos de sus bocetos, enmarcados y barnizados, estaban en la pared del cuarto de baño de Elaine.

– Tuve la misma idea -dije-, pero no sé lo que le podría sacar a ella. Si hubiera trabajado con ella un día o dos después de los hechos, podría haber llegado a algo. Ahora ha pasado demasiado tiempo.

– ¿Y la hipnosis?

– Es posible. Debe de tener un bloqueo de memoria y, tal vez, un hipnotizador podría desbloquearla. No sé nada al respecto. Los jurados no confían demasiado en eso y tampoco estoy seguro de confiar yo.

– ¿Por qué no?

– Creo que los testigos hipnotizados pueden crear falsos recuerdos con su imaginación debido a un deseo insatisfecho. Sospecho de muchos de los recuerdos incestuosos que oigo en las reuniones, recuerdos que brotan de repente, veinte o treinta años después del hecho. Estoy seguro de que algunos de ellos son reales, pero tengo la sensación de que muchos no lo son y salen del contexto, porque la paciente quiere hacer feliz a su terapeuta.

– A veces es real.

– Sin duda. Pero a veces no.

– Quizás. Te concedo que es el trauma de moda actualmente. Las mujeres que no tengan recuerdos incestuosos no tardarán en preocuparse porque sus padres las consideraban feas. ¿Quieres jugar a que soy una niña mala y tú eres mi papaíto?

– Me parece que no.

– No eres divertido. ¿Quieres jugar a que soy una fría y astuta puta callejera y a que tú estás sentado tras el volante del coche?

– ¿Tendría que ir a alquilar un coche?

– Podríamos fingir que el sofá es el coche, pero sería una limusina. ¿Qué podemos hacer para mantener nuestra relación excitante y ardiente? Te ataría, pero te conozco. Te quedarías dormido.

– Especialmente esta noche.

– ¡Ajá! Podríamos fingir que te gustan las deformidades y que a mí me falta un pecho.

– ¡Que Dios no lo permita!

– Sí, amén a eso. No quiero beshrei, como diría mi madre. ¿Sabes qué es beshrei? Creo que significa invocar algo, un equivalente yiddish de atraer la desgracia. «Ni siquiera lo digas, podrías darle ideas a Dios.»

– Bueno, no lo hagas.

– No. Querido, ¿quieres, sencillamente, ir a la cama?

– Ahora sí que dices algo bueno.

15

El martes me acosté tarde y cuando desperté Elaine ya se había ido. Una nota en la mesa de la cocina me decía que podía quedarme todo el tiempo que quisiera. Me serví el desayuno y vi la televisión un rato. Después salí y anduve caminando aproximadamente durante una hora, hasta terminar en el edificio Citicorp, a tiempo para la reunión del mediodía. Luego fui a ver una película en la Tercera Avenida, fui andando hasta el Frick, donde vi las pinturas, después cogí un autobús que baja por Lexington y llegué a tiempo a la reunión de las cinco y media, a una manzana de la estación Grand Central, donde los pasajeros se afanaban por llegar al vagón restaurante.

La charla versaba sobre el undécimo paso, el que se refiere a tratar de conocer la voluntad de Dios por medio de la oración y la meditación, lo cual hizo que la mayor parte de la discusión fuese inexorablemente espiritual. Cuando salí, decidí obsequiarme con un taxi. Dos pasaron de largo y cuando un tercero frenó, una mujer vestida con un traje sastre y una corbata rizada me empujó con un codazo y me lo quitó. Yo no había orado ni meditado, pero no me preocupé mucho por calcular cuál habría sido la voluntad de Dios al respecto. Él quería que yo volviera a casa en metro.

Tenía mensajes para telefonear a John Kelly, Drew Kaplan y Kenan Khoury. Me pareció que era demasiada gente con la misma inicial, y eso que no había tenido noticias de los Kong todavía. Había un cuarto mensaje de uno que no había dejado nombre sino sólo un número. Con toda perversidad, ésta fue la llamada que efectué primero.

Marqué el número y, en lugar de sonar, respondió con un tono. Pensé que había quedado desconectado y colgué. Lo cogí de nuevo, volví a marcar y, cuando sonó el tono, marqué mi propio número y colgué.

Antes de que pasaran cinco minutos, sonó mi teléfono. Descolgué y TJ estaba al aparato:

– Hola, Matt, amigo mío. ¿Qué pasa?

– Tienes un busca.

– Te sorprendí, ¿eh? Hombre, cobré quinientos dólares, todos de golpe. ¿Qué esperabas que hiciera? ¿Comprar bonos del Tesoro? Tenían una oferta especial. Te daban un teléfono portátil y los primeros tres meses de servicio por ciento noventa y nueve dólares. Si quieres uno, te acompaño a la tienda para asegurarme de que te tratan bien.