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– Tiene sus puntos buenos. Pero no es el lugar donde estar si deseas un trago decente.

Tardó un segundo en darse cuenta de que yo bromeaba. Rió y luego dijo:

– ¿De allí es de donde conoces a ese amigo misterioso?

– No te voy a contestar a eso.

– ¿No estás en disposición de poderme contar algo sobre él?

– No.

– Está bien. No voy a causarte ningún problema al respecto. Conseguiste que ella viniera. Tengo que concederte eso. Por cierto, que no me encanta cuando una testigo aparece con las manos unidas a las de su abogado, pero dadas las circunstancias tengo que admitir que es la movida más adecuada para ella. Y Kaplan no es demasiado ruin. Te haría hacer el ridículo en el tribunal si pudiera, pero, qué diablos, ése es su trabajo y todos son así. ¿Qué vas a hacer, ahorcarlos a todos?

– Hay gente que no creería que fuera una idea del todo mala.

– Estás hablando de la mitad de la gente que hay en este lugar, y la otra mitad son abogados. Pero, qué diablos, Kaplan y yo estuvimos de acuerdo en mantener este asunto en el más absoluto secreto, por lo que a la prensa se refiere. Él dijo que estaba seguro de que tú también estarías de acuerdo.

– Claro.

– Si tuviéramos un buen esbozo de los dos criminales, sería diferente, pero reuní a la chica con un artista y lo mejor que pudimos conseguir fue una imagen en la cual cada uno de ellos tenía dos ojos, una nariz y una boca. No está segura de las orejas, cree que tenían dos cada uno, pero no quiere comprometerse. Sería como poner la imagen del pin de la sonrisa en la página cinco del Daily News: «¿Ha visto a este hombre?». Lo que tenemos es la vinculación entre los tres casos que ya estamos tratando de forma oficial como homicidios en serie, pero ¿ves alguna ventaja en hacerlo público? Aparte de que la gente se cague de miedo, ¿qué se consigue?

No nos entretuvimos con el almuerzo. Él tenía que volver a las dos para testificar en el juicio de un homicidio vinculado con la droga, que era la clase de cosas que le impedía abandonar su escritorio alguna vez.

– Y es difícil que te siga importando que se maten los unos a los otros -dijo- o que sigas partiéndote en dos para tratar de atraparlos por eso. Quisiera que legalizaran toda esa mierda, y te juro por Dios que nunca creí que me oiría a mí mismo decir esto.

– Jamás pensé que oiría a un policía decirlo.

– Ahora se oye continuamente. Los policías, los fiscales, todos. Incluso los tipos de la DEA están tocando la misma vieja melodía. «Estamos ganándole la guerra a las drogas. Provéannos de las herramientas necesarias y remataremos el trabajo.» No sé, tal vez ellos se lo crean de verdad, pero los demás no podemos ser más escépticos. Yo me conformo con creer en el ratoncito Pérez. Así al menos puedes encontrar una moneda debajo de la almohada.

– ¿Cómo puedes pensar que legalicen el crack?

– Ya lo sé. Es un veneno. Mi favorita sigue siendo el polvo de heroína. Un tipo normalmente pacífico que prueba el polvo entra en una especie de obnubilación y reacciona con violencia. Despierta, horas más tarde, y alguien está muerto y él no recuerda nada, ni siquiera te puede decir si disfrutó del vuelo. ¿Si me gustaría verlos vender polvo en el puesto de golosinas de la esquina? Dios santo, no puedo decir que sí, pero ¿se alejarían un poco más de él de lo que lo hacen ahora, si lo vendieran en las calles, frente al kiosco de golosinas?

– No lo sé.

– Nadie lo sabe. El hecho es que no están vendiendo tanto polvo de heroína últimamente, pero no porque la gente se aleje de él. El crack está ocupando gran parte del mercado del polvo de heroína. De manera que hay buenas noticias del mundo de las drogas, dicen los fanáticos del deporte. El crack nos está ayudando a ganar esa guerra.

Compartimos la cuenta y nos dimos la mano en la acera. Estuve de acuerdo en ponerme en contacto con él, si pensaba en algo que él tuviera que saber, y por su parte dijo que me mantendría informado si llegaba a tener algo de suerte en el caso.

– Puedo asegurarte que habrá bastante mano de obra dedicada a esto -dijo-. A estos tipos queremos retirarlos de la circulación cuanto antes mejor.

Le había dicho a Kenan Khoury que iría para allá más tarde, así que me encaminé en esa dirección. The Docket está en Joralemon Street, donde Brooklyn Heights empalma con Cobbie Hill. Anduve hacia el este, hacia Court Street, y, bajando por Court hasta Atlantic, pasé por la oficina de Drew Kaplan y por el establecimiento sirio al que había ido con Peter Khoury. Doblé por Atlantic para poder pasar por la tienda de Ayoub y visualizar el escenario del secuestro in situ, otra expresión latina que Drew podría poner al lado de pro bono. Pensé coger un autobús en dirección sur, pero cuando llegué a la Cuarta Avenida vi que arrancaba uno y, de todos modos, era un hermoso día primaveral y yo disfrutaba con el paseo.

Anduve un par de horas. Conscientemente, nunca planeé recorrer a pie todo el camino hasta Bay Ridge, pero eso es lo que terminé haciendo. Al principio sólo había pensado en caminar ocho o diez manzanas y luego coger el primer autobús que pasara. Cuando llegué a la primera de las calles numeradas, me di cuenta de que estaba aproximadamente a un kilómetro y medio del cementerio Green-Wood. Atajé hacia la Quinta Avenida, anduve hasta el cementerio, entré y estuve paseando entre las tumbas durante diez o quince minutos. El césped brillaba como nunca, excepto al comienzo de la primavera, y había muchas flores primaverales alrededor de las lápidas, junto con otras, artificiales y de plástico, puestas en urnas.

El cementerio abarca una gran extensión de terreno y yo no sabía en qué sector habían encontrado a Leila Álvarez, aunque es posible que apareciera alguna referencia en la reseña de prensa. Si era así, lo había olvidado hacía tiempo. Pero ¿qué más daba? No iba a descubrir nada sintonizando las vibraciones que emanaran del pedazo de césped donde la habían encontrado. Estoy dispuesto a creer que algunos puedan conseguirlo, que puedan servirse de ramitas de sauce o de avellano para encontrar objetos perdidos y niños desaparecidos, hasta pueden ver auras que escapan a la vista (aunque no estaba seguro de que concedieran tales poderes a la última amiga de Danny Boy). Pero yo, por mi parte, no podía ver nada de nada.

Sin embargo, el solo hecho de estar en un lugar podría sugerir una idea, permitir una conexión mental, que de otro modo tal vez nunca se produciría. ¿Quién sabe cómo funciona el proceso?

Tal vez fui allí en busca de alguna clase de conexión con la pobre chica Álvarez. Tal vez sólo quería pasar unos minutos caminando sobre la verde hierba, mirando las flores.

Entré en el cementerio por la Calle 25 y salí siete manzanas y media más al sur, a la 34. Para llegar allí me había abierto paso por todo Park Slope y estaba en el límite norte del sector de Sunset Park y sólo a un par de manzanas del pequeño parque que da nombre al barrio.

Caminé hasta el parque y lo crucé. Luego, uno a uno, me abrí camino hacia los seis teléfonos públicos desde los que habían llamado a casa de Khoury, empezando por el que está en New Utrecht Avenue, a la altura de la Calle 41. El que más me interesaba estaba en la Quinta Avenida, entre la 49 y la 50. Ése era el teléfono que habían usado dos veces, el que parecía estar más cerca de su base de operaciones. A diferencia de los otros teléfonos, no estaba situado en la calle sino dentro de la entrada de una lavandería automática que estaba abierta las veinticuatro horas.

Había dos mujeres en el lugar, ambas gordas. Una doblaba ropa, mientras la otra estaba sentada en una silla, inclinada contra la pared de cemento, leyendo un ejemplar de la revista People con la foto de Sandra Dee en la portada. Ninguna de las dos prestaba la menor atención a la otra, ni a mí. Dejé caer una moneda de veinticinco centavos en la ranura del teléfono y llamé a Elaine. Cuando contestó, le pregunté: