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– ¿Sabes si todas las lavanderías automáticas tienen teléfono? ¿Es algo corriente? ¿Siempre se puede encontrar un teléfono público en una lavandería?

– ¿Tienes idea de los años que hace que espero que me hagas esa pregunta?

– ¿Y bien?

– Es halagador que creas que lo sé todo, pero debo decirte algo. Hace años que no piso una lavandería. Más aún, ni siquiera estoy segura de haber estado alguna vez en una. Tenemos lavadoras en el sótano. De manera que no puedo contestar a tu pregunta, pero puedo hacerte otra. ¿Por qué?

– Dos de las llamadas a Khoury la noche del secuestro venían de un teléfono público en una lavandería automática en Sunset Park.

– Y estás en ella en este preciso momento. Me estás llamando desde ese mismo teléfono.

– Así es.

– ¿Y? ¿Qué importancia tiene si otras lavanderías tienen teléfonos? No me lo digas, lo deduciré yo misma. No puedo explicármelo. ¿Por qué?

– Estuve pensando que tenían que vivir muy cerca para que se les ocurriera usar este teléfono. No se ve desde la calle, de manera que, a menos que uno viva a una o dos manzanas de él, no se pensaría en usarlo cuando se necesitara hacer una llamada. A menos que todas las lavanderías automáticas del mundo tengan teléfono público.

– Pues bien, no sé qué pasa con las lavanderías automáticas. No hay ningún teléfono en nuestro sótano. ¿Qué haces tú con tu ropa para lavar?

– ¿Yo? Hay una lavandería en la esquina de mi hotel.

– ¿Tiene teléfono?

– No lo sé. Dejo la ropa por la mañana y la recojo por la noche, si me acuerdo. Ellos lo hacen todo. Se la doy sucia y me la devuelven limpia.

– Apuesto a que no la separan por colores.

– ¿Qué es eso?

– No tiene importancia.

Salí de la lavandería y tomé un café con leche en el local cubano de la esquina. Había hablado desde ese teléfono el muy hijo de puta. Y yo estaba muy cerca de él.

Tenía que vivir en el vecindario. Y no sólo en la zona, sino casi seguramente a una manzana o dos de la lavandería. No me resultaba difícil empezar a creer que podía sentir su presencia en un radio de pocos metros de donde yo estaba sentado. Pero todo eso era una porquería. Yo no tenía que recoger vibraciones. Todo lo que tenía que hacer era imaginarme lo que debió de ocurrir.

La eligieron cuando salió de su casa, la siguieron hasta D'Agostino, dejaron de hacerlo cuando el dependiente del supermercado la acompañó hasta el coche y luego volvieron a seguirla hasta Atlantic Avenue. La raptaron cuando salió de la tienda de Ayoub y se fueron con ella en la parte trasera de la furgoneta. ¿Y se dirigieron hacia dónde?

A cualquier sitio, entre una docena de lugares posibles. Una calle lateral de Red Hook. Un callejón detrás de un almacén. Un garaje.

Había un intervalo de varias horas entre el secuestro y la primera llamada telefónica, y me imaginaba que habían pasado una buena parte de esas horas haciéndole a ella lo que le habían hecho a Pam Cassidy. Después de su muerte, se dirigieron a su casa y dejaron el coche en su propio aparcamiento, si es que ya no estaban allí. La furgoneta, que llevaba un letrero que la identificaba como perteneciente a una empresa de TV de Queens, recibiría atención cosmética. Taparían las letras impresas o las eliminarían con un lavado si habían empleado pintura lavable. Si tenían la infraestructura adecuada en el garaje, hasta podían pintarla de otro color.

Y entonces ¿qué? ¿Un curso acelerado de «Carnicería para Principiantes»? Podrían haberlo hecho entonces o podrían haber esperado hasta más tarde. No tenía importancia.

Luego, a las 3.38, la primera llamada. A las 4.01, la segunda, es decir, la primera llamada de Ray desde la lavandería automática. Y más llamadas, hasta que, a las 8.01, la sexta mandó a los Khoury a entregar el dinero. Después de haber hecho la llamada, Ray u otro hombre estaría en condiciones de vigilar el teléfono público de Flatbush y Farragut, marcando su número cuando Khoury se acercara.

¿Era necesario eso? Le habían dicho a Kenan que estuviera allí a las ocho y media. Podrían haber llamado a intervalos de un minuto comenzando pocos minutos antes de la hora señalada. Cada vez que Khoury llegaba y contestaba el teléfono, tendría la impresión de que le llamaban cuando él y su hermano llegaban con el coche.

Sin importancia. Comoquiera que lo hubieran hecho, la cosa es que hicieron la llamada y Kenan la atendió y fueron a Veterans Avenue, donde es probable que uno o más de los secuestradores ya estuvieran instalados. Se produjo otra llamada, coordinada probablemente con la llegada de los Khoury, ya que los secuestradores querrían estar, en este caso, en condiciones de vigilar cuando los Khoury dejaran el dinero.

Una vez que lo hubieron dejado, una vez que se habían librado de ellos, una vez que fue evidente que ninguno de los dos se había quedado para vigilar el coche, Ray y su amigo, o amigos, se apoderaron del dinero y alzaron el vuelo.

No. Por lo menos uno de ellos se quedó en el lugar y observó cómo los Khoury buscaban en el coche, sin encontrar a Francine. Luego se hizo la llamada diciéndoles que volvieran a casa, que ella regresaría antes que ellos. Y luego, mientras los Khoury realmente volvían a Colonial Road, los secuestradores regresaban a su base de operaciones. Estacionaron la furgoneta y…

No, no. La furgoneta había quedado en el garaje. Todavía no la habían maquillado por completo, y era probable que el cadáver de Francine Khoury estuviera todavía en la parte de atrás. Habían usado otro vehículo para trasladarse hasta Veterans Avenue.

¿El Ford Tempo robado para la ocasión? Era posible. O un tercer coche, con el Tempo robado y escondido, para usarlo con un único fin: la entrega de los despojos.

Tantas posibilidades…

De una manera u otra, sin embargo, ya habían sacado el Tempo con el cuerpo de Francine. Habían descuartizado el cadáver, envuelto en plástico cada trozo y asegurado cada paquete con cinta adhesiva. Rompieron la cerradura del maletero, lo llenaron como se llena una lata para carne en conserva, fueron en dos coches hasta Colonial Road y, en la esquina, se metieron en un aparcamiento. Estacionaron el Tempo y, quienquiera que lo hubiese conducido, se reunió con su camarada en el otro coche y luego se fueron a casa.

Cuatrocientos mil dólares y la satisfacción de haber cometido su delito de manera impecable.

Quedaba una sola cosa por hacer. Una llamada telefónica para enviar a Khoury en busca del Ford estacionado. El trabajo está listo, uno arde de placer por el triunfo, pero hay que restregárselo por las narices. ¡Qué tentación usar el propio teléfono, el que está encima de la mesa! Khoury no había llamado a la policía, no se había cubierto las espaldas, se había separado sin demora del dinero, así que ¿cómo iba a saber nunca de dónde procedía la última llamada?

¡Qué diablos…!

Pero no, esperen un momento, lo han hecho todo bien hasta ahora, han sido estrictamente profesionales al respecto, así que ¿por qué estropearlo todo ahora? ¿Qué sentido tenía?

Por otra parte, no hay que ser fanático. Hasta ahora has usado un teléfono distinto para cada llamada y te has asegurado de que cada teléfono que usabas estaba por lo menos a un mínimo de seis manzanas de todos los demás. Para el caso de que hubiera un rastreo, para el caso de que detectaran uno de esos teléfonos.

Pero no lo hicieron. Eso ya está claro. No hicieron nada de eso, así que no hace falta tener ninguna precaución más de las que las circunstancias requieren. Usar un teléfono público sí, hacer por lo menos eso, pero usar el más conveniente de los alrededores, el que fue tu primera elección, aquel por el cual hiciste tu primera llamada.

Ya que estás allí, lávate la ropa, has estado haciendo un trabajo sangriento, te la has ensuciado, entonces ¿por qué no echar una carga de ropa sucia en la máquina?