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– No sabes si es así, Kenan.

Se volvió hacia mí.

– ¿Qué otra cosa puede ser, por el amor de Dios? ¿Qué está haciendo con cinco mil dólares? ¿Está comprando billetes de lotería? Nunca debí haberle dado tanto dinero. Era demasiada tentación. Le pase lo que le pase, es culpa mía.

– No -dije-. Si le hubieras dado una caja de cigarros llena de heroína y le hubieras dicho «Cuídame esto hasta que yo vuelva», entonces sí sería culpa tuya. Ésa sería una tentación demasiado grande para cualquiera. Pero ha estado limpio y sereno durante un año y medio y sabe cómo ser responsable por su propia conveniencia. Si el dinero le puso nervioso, podría haberlo metido en el banco o haberle pedido a alguien del programa que se lo guardara. Tal vez falló, o no, pero de lo que haya hecho, no eres tú el responsable.

– Se lo puse en bandeja.

– Nunca es difícil hacerlo. No sé lo que cuesta una papelina de droga estos días, pero todavía se puede conseguir un trago por un par de dólares y, con uno, es suficiente.

– Pero uno no te sostendría por mucho tiempo. Aunque cinco mil dólares tendrían que mantenerlo durante una larga carrera. ¿Cuánto se puede gastar en alcohol, veinte dólares por día? ¿Dos o tres veces más que eso si lo compras en el bar? La heroína es una propuesta más cara, pero aun así es difícil ponerte más de doscientos dólares por día en el brazo, y le llevaría algún tiempo recuperar el hábito. Aunque se convirtiera en un cerdo, tendría que llevarle un mes tirar cinco mil dólares.

– Nunca se inyectó.

– Te dijo eso, ¿eh?

– ¿No es verdad?

Meneó la cabeza.

– Le decía eso a la gente, y hubo un período en que lo único que hacía era aspirar, pero también se inyectó durante un tiempo. La mentira hacía que el hábito sonara como cosa menos grave. Además temía que si las mujeres sabían que se inyectaba tendrían miedo de acostarse con él. Aunque no es que las haya estado volteando como bolos últimamente. Pero uno no quiere sembrar dificultades a su paso. Se imaginó que supondrían que compartía agujas y temerían que fuera seropositivo.

– Pero no compartía agujas con nadie.

– El decía que no y que se hizo un análisis. No tiene el virus.

– ¿Qué pasa?

– Bueno, estaba pensando. Tal vez sí compartía agujas y tal vez nunca fue a hacerse el test de VIH. Podría haber mentido acerca de esto también.

– ¿Y tú?

– Y yo, ¿qué?

– ¿Te inyectas o sólo aspiras?

– No soy adicto.

– Peter me dijo que aspiras una papelina de droga más o menos una vez al mes.

– ¿Cuándo fue eso? ¿Por teléfono el sábado?

– Una semana antes. Fuimos a una reunión, luego comimos y pasamos el tiempo juntos.

– Y te contó eso, ¿eh?

– Dijo que había estado aquí en tu casa unos pocos días antes y que estabas drogado. Añadió que te lo había indicado y que tú lo negaste.

Bajó los ojos un momento y también bajó la voz cuando habló.

– Sí, es verdad -dijo-. Es cierto que me lo reprochó y que yo lo negué. Pensé que me había creído.

– No te creyó.

– No, supongo que no. Me perturbaba mentir al respecto. No así consumir la droga. No lo haría delante de él y no lo hubiera hecho entonces si hubiera sabido que venía a casa, pero no le hace ningún daño a nadie, y mucho menos a mí, que yo consuma una papelina de polvo cada vez que muere un obispo.

– Como te parezca.

– ¿Dijo una vez al mes? Para decirte la verdad, dudo de que sea tanto. Mi cálculo serían siete, ocho, o diez veces por año. Nunca ha sido más de eso. No debería haberle mentido. Tendría que haberle dicho: «Sí, me he estado sintiendo como la mierda, así que me chuto. ¿Qué pasa?». Porque puedo hacerlo algunas veces al año y nunca llega a ser más que eso, pero si él hace una probadita, le vuelve todo el hábito y le roban los zapatos cuando echa una cabezada en el metro. Eso le pasó. Se despertó en el metro D sólo con los calcetines en los pies.

– Eso le ha pasado a mucha gente.

– ¿A ti también?

– No, pero podría haberme pasado.

– Eres alcohólico, ¿no? Tomé un trago antes de que llegaras. Si me lo preguntaras, te lo diría. No mentiría con eso. ¿Por qué le mentí a mi hermano?

– Es tu hermano.

– Sí, eso forma parte de la cosa. Coño, estoy preocupado por él.

– No hay nada que puedas hacer en este momento.

– No. ¿Qué voy a hacer, recorrer las calles con el coche y buscarlo? Saldríamos juntos. Tú buscarías por un lado de la calle a los hijos de puta que mataron a mi esposa y yo buscaría a mi hermano por el otro lado. ¿Qué te parece ese plan? -Hizo una mueca-. Además, te debo dinero. ¿Cuánto dijimos, dos mil setecientos?

Llevaba un fajo de billetes de cien en el bolsillo y sacó dos mil setecientos dólares, lo que redujo considerablemente el grueso. Me dio el dinero y yo encontré donde ponerlo.

– ¿Y ahora qué?

– Seguiré con el caso -dije-. Parte de lo que intente dependerá de hasta dónde llegó la investigación policial, pero…

– No. No es eso lo que quiero decir. ¿Qué tienes que hacer ahora? ¿Tienes alguna cita para cenar, algo que hacer en el centro?

– ¡Ah! -Tuve que pensarlo-. Es probable que vuelva a mi habitación. He estado de pie todo el día. Quiero darme una ducha y cambiarme de ropa.

– ¿Te propones volver a pie, o cogerás el metro?

– Pues bien, no voy a caminar.

– ¿Qué te parece si te llevo?

– No tienes que hacerlo.

Se encogió de hombros.

– Tengo que hacer algo -dijo.

En el coche me preguntó la dirección de la famosa lavandería automática y dijo que quería echarle un vistazo.

Nos dirigimos hacia allí, estacionó el Buick al otro lado de la calle y apagó el motor.

– De manera que estamos en plena vigilancia policial. Así se llama, ¿no? ¿O eso es sólo lo que dicen por televisión? -preguntó.

– Una vigilancia policial generalmente dura horas -corregí-. Así que espero que no estemos en una en este preciso momento.

– No, sólo quería quedarme sentado aquí un rato. Me pregunto cuántas veces he pasado por este lugar con el coche. Nunca se me ha ocurrido detenerme y hacer una llamada telefónica. Matt, ¿estás seguro de que estos tipos son los mismos que mataron a las dos mujeres y mutilaron a la chica?

– Sí.

– A dos de ellas por dinero, mientras que con las otras fue estrictamente por… ¿Cuál es la palabra? ¿Placer? ¿Diversión?

– Los móviles son distintos, lo sé, pero las semejanzas son demasiado específicas y demasiado llamativas. Tienen que ser los mismos hombres.

– ¿Por qué yo?

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir, ¿por qué yo?

– Porque un traficante es un blanco ideal, mucho efectivo a mano, y una razón poderosa para mantenerse apartado de la policía. Ya discutimos eso antes. Y uno de los hombres tenía una obsesión por las drogas. No paraba de preguntarle a Pam si conocía a algún traficante, o si ella consumía drogas. Es evidente que estaba obsesionado por el tema.

– Eso explica que se dirija a un traficante, pero no a mí. -Se inclinó hacia adelante y apoyó los brazos en el volante-. ¿Quién sabe que yo sea traficante? No he sido arrestado, mi nombre no ha aparecido en los diarios. Mi teléfono no está interceptado ni tengo micrófonos ocultos en casa. Estoy seguro de que mis vecinos no tienen ninguna pista acerca de cómo me gano la vida. El DEA me investigó hace un año y medio y abandonó la cosa porque no llegaban a ninguna parte. El Departamento de Policía de Nueva York creo que ni siquiera sabe que existo. Si eres un degenerado a quien le gusta matar mujeres, que quieres hacerte rico liquidando a algún traficante, ¿cómo te enteras de mi existencia? Eso es lo que quiero saber. ¿Por qué yo, precisamente?