– Entiendo lo que quieres decir.
– Empecé pensando que el blanco soy yo, ¿entiendes?, que todo empieza por alguien que busca hacerme daño y eliminarme. Pero, según tú, eso no es cierto. Empieza por los dementes que se regocijan en la violación y el asesinato. Luego deciden sacar un beneficio y entonces acuerdan ir en pos de un traficante y yo soy el elegido. De manera que no puedo llegar a ninguna parte rastreando a gente que conozco profesionalmente, alguien que tal vez crea que lo jodí en alguna transacción y vea una buena manera de vengarse. No digo que no haya ningún loco entre la gente que trafica con el producto, pero…
– Te sigo. Y tienes razón. Eres el blanco de forma accidental. Están buscando un traficante y tú eres el que los conoce.
– ¿Pero cómo? -titubeó-. Se me ocurre una idea.
– Oigámosla.
– Bien, no creo que tenga mucho sentido. Pero presumo que mi hermano cuenta su historia en sus reuniones, ¿no? Se sienta ante el grupo y les cuenta a todos lo que hizo y dejó de hacer. Y supongo que menciona cómo se gana la vida su hermano. ¿Estoy en lo cierto?
– Bueno, yo sabía que Pete tenía un hermano que traficaba con drogas, pero no sabía tu nombre ni dónde vivías. Ni siquiera sabía el apellido de Pete.
– Si se lo hubieras preguntado, te lo habría dicho. ¿Y sería difícil enterarse del resto? «Creo que conozco a tu hermano. ¿Vive en Bushwick?» «No, en Bay Ridge.» «Ah, sí. ¿En qué calle?» No sé, tal vez sea una hipótesis cogida por los pelos.
– Eso es lo que me parece -dije-. Admito que en una reunión de Alcohólicos Anónimos se encuentran tipos de todas clases, y no hay nada que le impida a un asesino entrar por la puerta. Dios sabe que muchos de los famosos eran alcohólicos y que siempre estaban bajo esa influencia cuando mataban. Pero no sé de ninguno que se volviera abstemio por el programa.
– ¿Pero es posible?
– Supongo que sí. La mayor parte de las cosas lo son. No obstante, si nuestros amigos viven aquí, en Sunset Park, y Peter iba a las reuniones en Manhattan…
– Sí, tienes razón. Viven a unos dos kilómetros de mí y estoy tratando de hacerlos buscar en Manhattan para que se enteren de mi existencia. Claro que cuando dije lo que dije no sabía que eran de Brooklyn.
– ¿Cuando dijiste qué?
Me miró, con el sufrimiento pintado en la frente.
– Cuando le dije a Petey que dejara de hablar de mis actividades profesionales en sus reuniones. Cuando le dije que tal vez fuera así como dieron conmigo y como eligieron a Francine.
Se volvió para mirar a la lavandería por la ventanilla del coche.
– Fue cuando me llevó al aeropuerto. Tuve un arrebato. Me estaba haciendo sufrir por algo. No recuerdo por qué, y le eché eso en cara. Por un segundo pareció como si le acabara de patear la boca del estómago. Luego dijo algo, ¿sabes?, indicando que no le afectaba, que no se lo iba a tomar en serio, que sabía que yo estaba rabiando.
Puso en marcha el motor.
– A la mierda con esta lavandería -dijo-. No veo mucha gente haciendo cola para usar el teléfono. Vámonos de aquí, ¿eh?
– Claro.
Y una o dos manzanas más adelante:
– Supongo que siguió rumiándolo, cavilando sobre eso. Presumo que se le quedó en la cabeza. Que se preguntaba si sería verdad. -Me miró de reojo-. ¿Crees que fue eso lo que le hizo correr tras la droga? Porque te diré que si yo fuera Petey, eso es exactamente lo que hubiera hecho.
Al volver a Manhattan, dijo:
– Quiero pasar por su casa, llamar a la puerta. ¿Quieres acompañarme?
La cerradura de la puerta de la pensión no funcionaba. Kenan la abrió de un tirón y dijo:
– Gran seguridad la que hay aquí. Se puede decir que es un gran lugar.
Entramos y subimos dos tramos de escalera en medio de ese olor a ratones y sábanas sucias de las pensiones de mala muerte. Se encaminó hacia una puerta y escuchó por un momento, luego llamó y gritó el nombre de su hermano. No hubo respuesta. Repitió el proceso con el mismo resultado. Probó la puerta, que estaba cerrada con llave.
– Tengo miedo de lo que pueda encontrar ahí dentro -dijo- y, al mismo tiempo, tengo miedo de irme.
Encontré en mi cartera una tarjeta Visa caducada y logré abrir la cerradura con ella. Kenan me miró con admirativo respeto.
La habitación estaba vacía y en un estado de desorden total. La ropa de la cama estaba a medias en el suelo y había ropa apilada sin orden ni concierto en una silla. Detecté la Biblia y un par de folletos de Alcohólicos Anónimos en la cómoda de roble. No vi ninguna botella ni avíos propios de las drogas, pero había un vaso de agua en la mesita de noche y Kenan lo levantó y lo olfateó.
– No sé -dijo-. ¿Qué te parece?
El vaso estaba seco por dentro, pero me parecía que podía oler un resto de alcohol. No obstante, podría ser que estuviera sugestionado. No sería la primera vez que oliera alcohol cuando no lo había.
– No me gusta andar hurgando en sus cosas -dijo Kenan-. Por poco que tenga, tiene derecho a su intimidad. Sólo lo vi una vez poniéndose azul con la aguja todavía clavada en el brazo. ¿Entiendes lo que quiero decir?
Abajo, en la calle, dijo:
– Pues bien, tiene dinero. No tendrá que robar… A menos que se dé a la cocaína, que se lleva todo lo que uno tiene, pero nunca le gustó demasiado la coca. A Petey le gustan las notas bajas, le gusta bajar hasta lo más profundo que se pueda.
– Puedo identificarme con eso.
– Sí. Si se queda sin dinero, siempre puede vender el Camry de Francey. No tiene la documentación, pero se cotiza oficialmente a ocho mil o nueve mil, de manera que es probable que pueda encontrar a alguien que le dé algunos cientos por él sin los papeles. Ésa es la economía de la droga, tiene un sentido perfecto.
Le conté el chiste de Peter sobre la diferencia entre un borracho y un yonqui. Los dos te robarían la cartera, pero el yonqui te ayudaría a buscarla.
– Sí -dijo asintiendo con la cabeza-. Eso lo dice todo.
17
Ocurrieron varias cosas en el transcurso de la semana siguiente.
Hice varios viajes a Sunset Park, dos de ellos solo, y el tercero en compañía de TJ. Un» tarde que no tenía nada que hacer, lo llamé por el busca y me devolvió la llamada casi de inmediato. Nos encontramos en la estación de Times Square y viajamos juntos hasta Brooklyn. Comimos en un restaurante, tomamos café con leche en el local cubano y paseamos un poco por los alrededores. Charlamos mucho, y aunque no me enteré de muchas cosas acerca de él, él averiguó muchas cosas de mí, suponiendo que me estuviera escuchando.
Mientras esperábamos el metro para volver al centro, dijo:
– Oye, no me tienes que pagar nada por hoy. Porque no hemos hecho nada.
– Tu tiempo tiene que tener algún valor.
– Si estoy trabajando, pero todo lo que he hecho no ha sido más que andar dando vueltas. Tío, lo he estado haciendo gratis toda mi vida.
Otra noche estaba a punto de salir de casa para dirigirme a una reunión cuando una llamada de Danny Boy me mandó corriendo a un restaurante italiano en Corona, donde tres patanes se habían convertido recientemente en grandes derrochadores. Parecía improbable, ya que Corona está en la parte norte de Queens, a años luz de Sunset Park, pero fui de todos modos y tomé agua San Pelegrino en el bar, mientras esperaba que tres tipos vestidos con trajes de seda entraran y empezaran a derrochar su dinero.
El televisor estaba encendido y, a las diez, el noticiario del Canal 5 incluía una toma de tres sujetos que acababan de ser detenidos por el reciente atraco a mano armada en un comercio de diamantes de la Calle 47.
El hombre que atendía el bar dijo:
– ¡Eh, fijaos! Esos idiotas han estado aquí las tres últimas noches, gastando el dinero como si quisiesen deshacerse de él lo más rápidamente posible. Yo tengo una especie de presentimiento en cuanto a su procedencia.
– La hicieron a la antigua -dijo el hombre que estaba a mi lado-. Robándolo.