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Khoury: ¿Y cómo puedo estar seguro de que la tienen realmente?

Secuestrador: ¿Conoce sus pechos?

Khoury: ¿Cómo?

Secuestrador: ¿Reconocería uno de ellos? Sería la forma más sencilla. Le cortaré una teta y la dejaré en el umbral de su casa, eso le tranquilizará.

Khoury: ¡Por Dios, no diga eso! ¡Ni siquiera lo diga!

Secuestrador: Entonces no hablemos de pruebas, ¿eh? Tenemos que confiar el uno en el otro, señor Khoury. Créame, la confianza lo es todo en este negocio.

Así estaban las cosas, le dijo Kenan a Peter. Tenía que confiar en ellos, pero ¿cómo podía hacerlo? Ni siquiera Había quiénes eran.

– Traté de pensar a quién podía llamar. ¿Sabes?, gente que estuviera en el negocio. Alguien que me sostuviera, que me apoyara. Por lo que sé, cualquiera en el que pensara está en el negocio. ¿Cómo puedo descartar a alguien? Alguno fraguó esto.

– ¿Cómo supieron…?

– No sé, no sé nada. Todo lo que sé es que se fue de compras y no ha vuelto. Salió, se llevó el coche y cinco horas después suena el teléfono.

– ¿Cinco horas?

– No sé; algo así. Petey, no sé qué estoy haciendo aquí. No tengo ninguna experiencia en esta mierda.

– Haces tratos cada día, niño.

– Una transacción con drogas es completamente distinta. Estructuran las cosas de manera que todos estén a salvo, que todos estén cubiertos. Este caso…

– Se mata a la gente siempre en los asuntos de droga.

– Sí, pero por lo general hay un motivo. Número uno, tratar con gente que no se conoce. Eso es lo asesino. Parece bueno y resulta ser un estafador. Número dos, o tal vez sea uno y medio, tratar con gente a la que se cree conocer pero que en realidad no se conoce. Y la otra cosa, cualquiera que sea el número que quieras asignarle, la gente se mete en líos porque trata de embaucar. Tratan de hacer el trato sin el dinero, calculando que después lo arreglarán. Se endeudan hasta el moño, generalmente salen airosos, pero a veces no lo consiguen. Sabes de dónde viene eso nueve veces de cada diez. Es gente que se mete en su propia mercancía y su criterio se les va por el inodoro.

– O lo hacen todo bien y luego seis jamaicanos de mierda echan la puerta abajo y los matan a todos a tiros.

– Bueno, eso pasa a veces -confesó Kenan-. No tienen que ser jamaicanos. Lo vi el otro día en la prensa, laosianos en San Francisco. Todas las semanas sale un nuevo grupo étnico con ganas de matarte -dijo cabeceando-. La cosa es que en una legítima transacción con drogas, uno se puede apartar de cualquier cosa que no parezca correcta. No tienes por qué cerrar el trato. Si tienes el dinero, lo puedes gastar en otra parte. Si tienes la mercancía, se la puedes vender a otro. Sólo sigues en el negocio mientras funcione y puedas retroceder, levantas burladeros por el camino, y desde el principio conoces a la gente y sabes si puedes confiar en ella o no.

– En cambio, aquí…

– En cambio, aquí no tenemos nada. Dije: nosotros llevamos el dinero y ustedes traen a mi esposa. Dijeron que no. Dijeron que así no se hace. ¿Qué les voy a decir, quédense con mi esposa? ¿Véndansela a otro si no les gusta cómo hago yo los negocios? No puedo hacer eso.

– No.

– Excepto que podría hacerlo. Él dijo un millón, yo dije cuatrocientos mil. Les mandé a la mierda, eso es todo, y él aceptó. Supón que yo dijera…

Sonó el teléfono. Kenan habló unos minutos y tomó notas en una agenda.

– No voy a ir solo -dijo en un momento dado-. Tengo a mi hermano aquí, viene conmigo. Ninguna discusión. -Escuchó un poco más y estaba por decir algo cuando el teléfono le hizo un clic en el oído.

– Tenemos que darnos prisa. Quieren el dinero en dos bolsas resistentes. Eso es bastante fácil. Me pregunto, ¿por qué dos? Tal vez no saben el bulto que hacen cuatrocientos mil dólares, cuánto espacio ocupan.

– Tal vez el médico les tiene prohibido que levanten cosas pesadas.

– Quizá. En teoría tenemos que ir al cruce de Ocean Avenue con Farragut Road.

– En Flatbush, ¿no?

– Creo que sí.

– Claro. Farragut Road está a un par de manzanas de la Universidad de Brooklyn. ¿Qué hay allí?

– Una cabina telefónica.

Cuando tuvieron el dinero repartido en dos bolsas de basura, Kenan tendió a Peter una pistola, una automática de 9 mm.

– Cógela -dijo-. No podemos meternos en esto desarmados.

– No nos metemos en esto para nada. ¿De qué me va a servir un arma?

– No sé. Llévala por si acaso.

En el camino hacia la puerta, Peter cogió el brazo de su hermano.

– Te has olvidado de poner la alarma -dijo.

– Tienen a Francey y nosotros llevamos el dinero. ¿Qué queda por robar?

– Ya que tienes la alarma, será mejor que la pongas, Kenan. No puede ser menos útil que los malditos revólveres.

– Sí, tienes razón -y entró de nuevo en la casa.

Cuando volvió a salir, dijo:

– Sistema sofisticado de seguridad. No puedes entrar en mi casa por la fuerza ni interceptar mis teléfonos ni llenar las instalaciones con micrófonos ocultos. Lo único que puedes hacer es secuestrar a mi esposa y hacerme correr por la ciudad con dos bolsas de basura llenas de billetes de cien dólares.

– ¿Cuál es el mejor camino, pichón? Pensaba en la carretera de Bay Ridge y luego la autopista Kings hasta Ocean.

– Supongo que sí. Hay una docena de caminos que se pueden tomar, pero ése es tan bueno como cualquiera. ¿Quieres conducir, Peter?

– ¿Quieres que lo haga?

– Sí, hazme el favor. Yo probablemente embestiría a un guardia de tráfico por detrás, en el estado en que estoy. O atropellaría a una monja.

Tenían que estar en el teléfono público de Farragut Road a las ocho y media. Llegaron tres minutos antes, según el reloj de Peter. Él se quedó en el coche, mientras Kenan iba hasta el teléfono y se quedaba plantado allí, esperando que sonara. Antes, al salir, Peter se había metido la pistola debajo del cinturón, en la región lumbar. Era consciente de su presión mientras conducía. Ahora la cogió y se la puso sobre las piernas. Sonó el teléfono y Kenan contestó. Las ocho y media según el reloj de Peter. ¿Estaban guiándose por la hora o estaban vigilando detalladamente toda la operación, con alguien sentado en una ventana de alguno de los edificios del otro lado de la calle, mirando lo que pasaba?

Kenan volvió al coche trotando y se apoyó en él.

– Veterans Avenue -dijo.

– No la conozco.

– Está entre Flatlands y Mili Basin, por aquella zona. El individuo me dio instrucciones. De Farragut a Flatbush y de Flatbush a Avenue N, y por aquí derecho a Veterans Avenue.

– ¿Y después qué pasa?

– Otro teléfono público en el cruce de Veterans con la Calle 66 Oeste.

– ¿Por qué tantas vueltas?

– Para volvernos locos. Para asegurarse de que no tenemos ningún apoyo. No sé, Petey. Tal vez sólo estén tratando de rompernos las pelotas.

– Y lo están logrando.

Kenan subió por el lado del pasajero. Peter repitió:

– De Farragut a Flatbush, de Flatbush a N. Habrá que doblar a la derecha en Flatbush, y luego creo que a la izquierda en N. ¿Cuánto tiempo tenemos?

– No lo dijeron. Me parece que no fijaron una hora. Dijeron que nos diéramos prisa.

– Supongo que no nos vamos a detener para tomar un café.

– No -dijo Kenan-. Supongo que no.

La rutina fue la misma en el cruce de Veterans con la 66. Peter esperó en el coche. Kenan fue al teléfono, que sonó casi inmediatamente.

– Muy bien -explicó el secuestrador-. No ha tardado mucho.

– ¿Y ahora qué?

– ¿Dónde está el dinero?

– En el asiento trasero. En dos bolsas de basura, tal como usted dijo.

– Bien. Ahora quiero que usted y su hermano vayan por la 66 hasta Avenue M.