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Estaba sólo a unas pocas manzanas del Shea Stadium, pero aun así a cientos de kilómetros de los Mets, que habían perdido por poco contra los Cubs, esa tarde, en Wrigley. Los Yankees jugaban en casa contra los Indians. Caminé hasta el metro y volví a casa.

Otro día me llamó Drew Kaplan. Me dijo que Kelly y sus colegas de Homicidios de Brooklyn querían que Pam bajara a Washington e hiciera una visita al Centro Nacional Forense, donde los analistas de la sección de delitos violentos del FBI en Quantico la examinarían a fondo. Le pregunté cuándo iba.

– No va -dijo.

– ¿Se ha negado?

– Siguiendo las instrucciones de su abogado.

– No entiendo nada de eso -repliqué-. El departamento de relaciones públicas siempre estuvo donde los del FBI eran más fuertes, pero lo que he oído acerca de la división que traza el perfil de los asesinos en serie es sumamente impresionante. Me parece que tendría que ir.

– Pues es una lástima que no seas tú su abogado. Yo he sido contratado para proteger sus intereses, amigo. De todos modos, la montaña viene a Mahoma. Mandan a un tipo mañana.

– Hazme saber cómo le va -dije-, siempre que eso coincida con lo que tú consideras los mejores intereses de tu cliente.

Rió.

– No me fastidies, Matt. ¿Por qué tendría que arrastrarse ella hasta Washington DC? Que él venga a Nueva York.

Después del encuentro con el funcionario que trazaba los retratos robot, Kaplan volvió a llamar para decirme que la sesión no le había fascinado.

– El hombre me pareció un poco indiferente -dijo Drew-. Como si alguien que sólo ha matado a dos mujeres y tajado a una tercera, no justificara su tiempo. Supongo que cuantas más influencias reúne un asesino, más motivos le da para trabajar.

– Eso me gusta.

– Sí, pero sirve de poco consuelo a la gente que está en la otra punta del hilo. Es muy probable que prefieran que la policía atrape pronto al sujeto en lugar de dejarle ganar puntos tan interesantes para su base de datos. Le estaba diciendo a Kelly que han reunido una serie de datos sumamente sólidos de un fulano de la Costa Oeste. Están en condiciones de afirmar que de chico coleccionaba sellos; también han determinado qué edad tenía cuando se hizo el primer tatuaje. Pero todavía no han arrestado al hijo de puta. Por el momento, y según me dijo, los candidatos que tienen actualmente son cuarenta y dos, más otros cuatro probables.

– Ahora entiendo por qué Ray y su amigo parecen poco importantes.

– Pero tampoco le volvía loco la frecuencia. Dijo que los asesinos en serie manifiestan, en general, un nivel de actividad más alto. Eso significa que no esperan meses entre una víctima y otra. Dijo que o no habían dado con su ritmo todavía o no eran visitantes frecuentes de Nueva York y cometían el grueso de sus asesinatos en otra parte.

– No -dije-. Conocen la ciudad demasiado bien para que sea así.

– ¿Por qué dices eso?

– ¿Eh?

– ¿Cómo sabes lo bien que conocen la ciudad?

Porque habían mandado a los Khoury de acá para allá por todo Brooklyn. Pero no podía mencionar eso.

– Utilizaron dos cementerios suburbanos distintos como vertederos, además de Forest Park. ¿Has oído alguna vez que un forastero secuestre a una chica en Lexington Avenue y termine con ella en un cementerio de Queens?

– Cualquiera podría hacerlo -me contradijo-, si escogían a la chica equivocada. Déjame pensar qué más dijo. Dijo que probablemente tuvieran poco más de treinta años y que lo más seguro es que sufrieron abusos sexuales en la infancia. Aportó un montón de material, en general. Pero dijo una cosa que me estremeció.

– ¿Qué fue?

– Bueno, este tipo en particular ha estado con la división veinte años, casi desde que empezaron. Se va a retirar pronto y dice que está bastante contento.

– ¿Porque está agotado?

– Más que eso. Dijo que la frecuencia con la que ocurren estos incidentes ha estado aumentando estos años de una manera alarmante. Pero por la forma que está tomando la curva en el gráfico, creen que estos casos van a incrementarse de ahora hasta el fin de siglo. Asesinatos deportivos los llamó. Dice que esperan que sea la locura del tiempo libre de los noventa.

No lo hacían cuando fui por primera vez, pero ahora invitan habitualmente a las reuniones de Alcohólicos Anónimos a recién llegados con menos de noventa días de abstinencia para que se presenten y den su informe del día. En la mayor parte de las reuniones, cada una de estas presentaciones es recibida con aplausos. Aunque no en St. Paul, debido a un antiguo socio que concurrió todas las noches durante dos meses y que decía, antes de cada reunión: «Me llamo Kevin, soy alcohólico y tengo un día de retraso. Bebí anoche, pero hoy no he probado el alcohol». La gente se volvía loca aplaudiendo estas confesiones, hasta que al fin de la siguiente reunión votamos, después de un gran debate, eliminar por completo los aplausos. «Me llamo Al -diría alguien- y llevo once días.» «Hola, Al», nos limitamos a decirle ahora.

Era un miércoles cuando fui andando desde Brooklyn Heights hasta Bay Ridge y Kenen Khoury me pagó el dinero de mis gastos, y fue el martes siguiente en la reunión de las ocho y media cuando una voz conocida desde el fondo del salón dijo: «Me llamo Peter y soy alcohólico y drogadicto y tengo dos días a mi favor». «Hola, Peter», dijeron todos.

Había planeado saludarlo durante el descanso, pero me enganché en una conversación con la mujer que estaba sentada a mi lado, y cuando me volví a buscarlo, había desaparecido. Más tarde lo llamé desde el hotel, pero no contestó. Llamé a casa de su hermano.

– Peter está sereno -le dije-. Por lo menos lo estaba hace una hora. Lo vi en una reunión.

– Hablé con él esta tarde temprano. Dijo que le quedaba la mayor parte de mi dinero y que al coche no le había pasado nada. Le dije que ni el dinero ni el coche me importaban un huevo, que sólo me importaba él. Me contestó que estaba bien. ¿Tú cómo lo viste?

– No lo vi. Sólo le oí hablar y, cuando lo fui a buscar, se había ido. Llamé sólo para que supieras que está vivo.

Me dio las gracias. Dos noches después me llamó Kenan y me dice que estaba abajo, en la recepción.

– Estoy en doble fila, delante. ¿Ya has cenado? Baja, te espero.

En el coche comentó:

– Conoces Manhattan mejor que yo. ¿Dónde quieres ir? Elige un lugar.

Fuimos a París Green, en la Novena Avenida. Bryce me recibió por mi nombre y nos dio una mesa junto a la ventana, mientras Gary me saludaba de manera teatral desde el bar. Kenan pidió un vaso de vino y yo una Perrier.

– Hermoso lugar -dijo.

Después de que encargáramos la cena, añadió:

– No sé, hombre, no tengo ningún motivo para estar en el centro. Simplemente subí al coche y empecé a dar vueltas sin poder pensar en un solo lugar donde ir. Lo habitual, ya sabes. Dar vueltas con el coche, contribuir a la escasez de combustible y la polución ambiental. ¿Alguna vez haces eso? ¡Ah, cómo podrías si no tienes coche! Supón que te quieres ir fuera el fin de semana. ¿Qué haces?

– Alquilo uno.

– Sí, claro -dijo-. No había pensado en eso. ¿Lo haces a menudo?

– Con bastante frecuencia cuando el tiempo es agradable. Mi amiga y yo nos vamos al campo o pasamos a Pennsylvania.

– Ah, tienes una amiga, ¿eh? Me lo preguntaba. ¿Hace mucho que estáis juntos?

– No mucho.

– ¿Qué hace? Si no te importa que te lo pregunte.

– Historia del arte.

– Muy bien -dijo-. Debe de ser interesante.

– Parece que ella lo encuentra interesante.

– Lo que quiero decir es que ella debe de ser interesante. Una persona interesante.

– Mucho -dije.

Se le veía mejor esta tarde, con el cabello cortado y la cara afeitada, pero todavía lo rodeaba como un aire de cansancio, como una corriente de inquietud que le salía de dentro.