– No sé qué hacer conmigo mismo -me espetó-. Ando sentándome por la casa y eso me vuelve loco. Mi esposa está muerta, mi hermano está haciendo Dios sabe qué, mis negocios se están yendo a la mierda y yo no sé qué hacer.
– ¿Qué pasa con tus negocios?
– Tal vez nada, tal vez todo. Arreglé algo en el viaje que acabo de hacer. Espero un embarque para no sé qué día de la semana que viene.
– Quizás no tendrías que contármelo.
– ¿Alguna vez has fumado hachís? Si eras estrictamente alcohólico, tal vez no.
– No.
– Eso es lo que estoy a punto de recibir. Cultivado en el este de Turquía y en camino hacia acá vía Chipre, o eso es lo que me dicen.
– ¿Cuál es el problema?
– Que yo tendría que haberme apartado del negocio. Hay gente en él en la que no tengo por qué confiar, y me metí por el peor motivo posible. Por tener algo que hacer.
– Puedo trabajar para ti en el asunto de la muerte de tu esposa -tercié-. Puedo hacerlo prescindiendo de cómo te ganas la vida y hasta puedo dejar de cumplir unas cuantas leyes en tu beneficio. Pero no puedo trabajar para ti ni contigo en el asunto de tu profesión. No puedo.
– Petey me dijo que trabajar conmigo le haría volver a consumir droga. ¿Ése es un riesgo para ti?
– No.
– Entonces es sólo algo que te niegas a tocar.
– Supongo que sí.
Lo meditó un momento y luego asintió.
– Puedo entenderlo. Puedo respetarlo. Por otra parte me gustaría tenerte conmigo porque estaría seguro cubriéndome las espaldas. Y es muy lucrativo. Ya lo sabes.
– Por supuesto.
– Pero es sucio, ¿no? Tengo conciencia de eso, ¿cómo podría no tenerla? Es un negocio sucio.
– Entonces, déjalo.
– Lo estoy pensando. Nunca pensé en convertirlo en el trabajo de mi vida. Siempre calculé un par de años más, unas cuantas operaciones más, un poco más de dinero en la cuenta del extranjero. Es una historia conocida, ¿no? Sólo quisiera que lo legalizaran, que lo simplificaran por el bien de todos.
– Un policía dijo lo mismo el otro día.
– Nunca ocurrirá. O tal vez sí. Lo recibiría con agrado.
– Y entonces ¿qué harías?
– Vender alguna otra cosa -rió-. Hay un tipo que conocí en este último viaje, libanés como yo. Anduve con él y con su esposa por París. «Kenan», me dijo, «tienes que dejar este negocio. Te mata el alma». Quiere que me junte con él. ¿Sabes lo que hace? Es un traficante de armas. ¡Vende armas! «Hombre», le repliqué, «mis clientes sólo se matan ellos mismos con el producto. Tus clientes matan a otra gente». «No es lo mismo», insistió. «Hago negocios con gente respetable.» Y va y me habla de toda esa gente importante que conoce, la CIA, los servicios secretos de otros países. De modo que tal vez deje el asunto de la droga y me convierta en un gran traficante de la muerte. ¿Te gusta más eso?
– ¿Es tu única salida?
– ¿Quieres la verdad? No, por supuesto que no. Podría comprar y vender cualquier cosa. No sé. Mi padre puede que estuviera un poco intoxicado con lo del espíritu comercial fenicio, pero no hay ninguna duda de que nuestro pueblo comercia por todo el mundo. Cuando salí de la universidad, lo primero que hice fue viajar. Fui a visitar parientes. Los libaneses están desparramados por todo el planeta, amigo. Tengo una tía y un tío en el Yucatán, tengo primos en toda América Central y en Sudamérica. Fui a África. Algunos parientes por parte de mi madre viven en un país llamado Togo. Nunca había oído hablar de él hasta que fui. Mis parientes operan en el mercado negro de divisas en Lomé, que es la capital de Togo. Tienen un conjunto de oficinas en un edificio en la zona comercial de Lomé. No hay ningún letrero en recepción y hay que subir un tramo de escaleras, pero está bastante a la vista.
»Todo el día va y viene gente con dinero para cambiar, dólares, libras, francos, cheques de viaje. Oro, también compran y venden oro. Lo pesan y calculan el precio.
»Durante todo el día el dinero va y viene por la larga mesa que tienen allí. No podía creer que movieran tanto dinero. Cuando era pequeño nunca vi mucho dinero y ahora lo veía a toneladas. Entiéndeme, sólo ganan el uno o el dos por ciento en una transacción, pero el volumen que mueven es enorme.
»Vivían en un complejo amurallado, en las afueras. Tenía que ser enorme para acomodar a todos los sirvientes. Soy un chico de Bergen Street, crecí compartiendo un cuarto con mi hermano y ahí están estos primos míos que tienen algo así como cinco criados para cada miembro de la familia. Incluyendo a los chicos. Sin exageración. Al principio me sentí incómodo. Me parecía un despilfarro, pero me lo explicaron. Si fueras rico, tendrías la obligación de emplear a mucha gente. Si crearas empleos, estarías haciendo algo por la gente. Querían que me quedara con ellos. Querían incorporarme al negocio. Si no me gustaba Togo, tenían parientes políticos con el mismo tipo de operaciones en Mali.
– ¿Todavía podrías ir?
– Ése es el tipo de cosas que haces cuando tienes veinte años, empezar una nueva vida en un nuevo país.
– ¿Cuántos años tienes ahora? ¿Treinta y dos?
– Treinta y tres. Eso es ser un poco viejo para empezar con algo nuevo.
– Podrías no tener que empezar por lo más bajo.
Se encogió de hombros.
– Lo gracioso es que Francine y yo lo discutimos. Ella tenía un problema con eso porque le tenía miedo a los negros. La idea de ser una entre un puñado de blancos en una nación negra, la asustaba. Decía, por ejemplo: «Imagínate que decidan apoderarse del país». Yo me burlaba de ella. La miraba con conmiseración y le decía: «Pero ¿para qué van a apoderarse del país? Ya es suyo». Pero Francine no acababa de asimilar el tema. -La voz de Kenan resonó estremecida-. Tenía miedo a los negros y mira con quién se encontró en una furgoneta. Mira quién la mató. Blancos. Toda tu vida temes algo y es otra cosa la que te ataca furtivamente. -Sus ojos se cruzaron con los míos-. Es como si no sólo la hubieran matado sino que la hubieran borrado del mapa. Dejó de existir. Ni siquiera vi un cadáver, vi partes, pedazos. Fui a la clínica de mi primo, de noche, y convertí los pedazos en cenizas. Ha desaparecido y queda este agujero en mi vida y no sé qué meter en él.
– Yo digo que tiempo al tiempo -respondí.
– Se puede llevar algo del mío. Tengo tiempo con el que no sé qué hacer. Estoy solo en la casa todo el día y me encuentro hablando solo. En voz alta, quiero decir.
– La gente hace eso cuando está acostumbrada a tener a alguien a su alrededor. Lo superarás.
– Y si no, ¿qué? Si hablo solo, ¿quién va a oírme? -Bebió un sorbo de su vaso de agua-. También está el sexo. No sé qué diablos hacer con el sexo. Tengo el deseo, ¿sabes? Soy un hombre joven, es natural.
– Hace un minuto eras demasiado viejo para empezar una nueva vida en África.
– Tú sabes lo que quiero decir. Siento deseo y no sé qué hacer con él. No me gusta sentirlo. Me creo un traidor por querer acostarme con una mujer, me acueste o no me acueste. ¿Y con quién me acostaría? ¿Qué voy a hacer? ¿Ligarme a una mujer en un bar? ¿Ir a una casa de masajes y pagarle a una chica coreana de ojos rasgados para que me corra? ¿Ir a citas idiotas?, ¿llevar a una mujer a un cine?, ¿tratar de conversar con ella? Trato de imaginarme a mí mismo haciendo eso y supongo que prefiero quedarme en casa y masturbarme. Sólo que tampoco estoy dispuesto a hacerlo porque hasta eso me parece que sería desleal. -Bajó de pronto la cabeza, abochornado-. Lo siento. No tenía intención de echarte encima toda esta basura. No había planeado decir nada de eso. No sé cómo lo he dicho.
Llamé a mi especialista en historia del arte cuando volví al hotel. Había tenido clase esa noche y todavía no había vuelto. Le dejé un mensaje en el contestador y me pregunté si llamaría.