Habíamos pasado un mal momento pocas noches antes. Después de la cena, habíamos alquilado una película que ella quería ver y yo no y tal vez fui duro al respecto, no lo sé. De cualquier modo, había algo que no iba bien entre nosotros. Cuando terminó la película, hizo un comentario subido de tono y le sugerí que podría hacer un esfuerzo para que sus palabras no sonaran como las de una puta. Eso podría haber sido un reproche aceptable en circunstancias normales, pero lo dije como si lo pensara verdaderamente, y ella me replicó con algo adecuadamente punzante.
Me disculpé. Ella también lo hizo y estuvimos de acuerdo en que no era nada, pero yo sentía que no era así y, cuando llegó la hora de ir a la cama, lo hicimos en lados opuestos de la ciudad. Cuando hablamos, al día siguiente, no dijimos nada de aquello. Aún no lo habíamos comentado y el incidente pendía en el aire entre nosotros cada vez que hablábamos, y hasta cuando callábamos.
Me devolvió la llamada alrededor de las once y media.
– Acabo de entrar -dijo-. Dos de nosotras fuimos a tomar una copa después de la clase. ¿Qué tal te fue a ti el día?
– Bien -dije, y hablamos sobre el día durante unos minutos. Luego le pregunté si era demasiado tarde para que fuera a su casa.
– Formidable -se sinceró-. A mí también me gustaría verte.
– Pero es demasiado tarde, ¿verdad?
– Me parece que sí, cariño. Estoy agotada y sólo quiero darme una ducha rápida y dormir. ¿No te importa?
– En absoluto.
– ¿Te llamo mañana?
– ¡Ajá! Que duermas bien.
Colgué y exclamé: «Te amo».
Le hablaba al cuarto vacío, escuchando cómo las palabras rebotaban en las paredes. Nos habíamos vuelto adeptos dispuestos a purgar la frase de nuestra conversación cuando estábamos juntos, y ahora me oía a mí mismo diciéndole que la amaba y preguntándome si era verdad.
Sentía algo, pero no lograba descubrir qué era. Me di una ducha, salí y me sequé y, plantado allí, mirándome la cara en el espejo del baño, me di cuenta de qué era lo que sentía.
Todas las noches hay dos reuniones a las doce. La más cercana era en la Calle 46 Oeste y llegué allí cuando empezaba la reunión. Me serví una taza de café y me senté, y minutos después escuchaba una voz que reconocí:
– Me llamo Peter. Soy alcohólico y drogadicto. Y tengo un día a favor.
«Muy bien», pensé. «No. No tan bien. El martes dijo que tenía dos días, y hoy tiene uno. Qué difícil debe de ser tratar de volver al bote salvavidas y no poder aferrarse a él.» Y entonces dejé de pensar en Peter Khoury, ya que estaba allí por mi propio bien y no por el de él.
Escuché atentamente la charla, aunque no podría decirles lo que oí, y cuando el orador terminó y abrió el coloquio, levanté la mano de inmediato. Me llamaron y dije:
– Me llamo Matt y soy alcohólico. He sido abstemio un par de años y he recorrido un largo camino desde que entré por la puerta de Alcohólicos Anónimos, pero a veces me olvido de que todavía estoy bastante confundido. Estoy pasando por una etapa difícil en mi relación y hasta hace muy poco ni siquiera me había dado cuenta. Antes de venir aquí me sentía incómodo y tuve que estar bajo la ducha cinco minutos para aclarar qué era lo que sentía. Y entonces vi que era miedo, que estaba asustado.
»Ni siquiera sé qué temo. Tengo la sensación de que, si me dejo ir, descubriré que les tengo miedo a todas las jodidas cosas del mundo. Tengo miedo de tener una relación y de no tenerla. Tengo miedo de despertarme uno de estos días y mirarme al espejo y ver a un anciano que me devuelve la mirada. De morirme solo en ese cuarto algún día, y que nadie me encuentre hasta que el olor empiece a atravesar las paredes.
»De modo que me vestí y vine aquí, pero no quiero beber ni tampoco quiero sentirme así, y después de todos estos años todavía no he descubierto por qué le ayuda a uno desahogarse hablando con vosotros. Pero lo hace. Gracias.
Me imaginé que tal vez diera la impresión de ser un desequilibrado emocional, pero uno aprende a que le importe un rábano dar la impresión que dé. A mí al menos no me importaba. Era especialmente fácil vomitarlo todo en ese salón porque no conocía a nadie allí más que a Peter Khoury y, si sólo llevaba un día sin beber, era probable que todavía no pudiera entender frases completas, y mucho menos recordarlas cinco minutos después.
Y tal vez mis palabras no sonaron tan mal después de todo. Al final nos pusimos de píe y dijimos la Oración de la Serenidad y después un hombre que estaba sentado dos filas delante de mí, se me acercó y me preguntó mi número de teléfono. Le di una de mis tarjetas.
– Salgo mucho -le dije-, pero puedes dejar un mensaje.
Charlamos unos minutos y luego salí a buscar a Peter Khoury, pero había desaparecido. No sabía si se había ido antes de que la reunión terminara o si se había escapado inmediatamente después, pero de cualquier modo no estaba en la sala.
Tenía la sensación de que no quería verme, y podía comprenderlo. Recordaba las dificultades que yo había tenido al principio, cuando me abstenía unos pocos días, volvía a beber y después empezaba de nuevo a estar sobrio. Él tenía la desventaja de haberse mantenido alejado de la bebida largo tiempo y la humillación de recaer perdiendo lo que había logrado. Con todo eso en contra, probablemente le costaría mucho abrirse camino hasta alcanzar una modesta autoestima.
Entretanto, estaba sobrio. Sólo tenía un día, pero en cierto sentido eso es todo lo que siempre se tiene.
El sábado por la tarde me tomé un respiro viendo los deportes de la tele y llamé a una operadora de la central de teléfonos. Le dije que había perdido la tarjeta que me explicaba cómo conectarme y desconectarme de la transferencia de llamadas. Me la imaginaba verificando los registros, dándose cuenta de que yo nunca había solicitado aquel servicio, llamando al 911 y dando la alarma para que el hotel fuera rodeado por los patrulleros. Ya me parecía oír: «¡Suelta el teléfono, Scudder, y sal con las manos en alto!».
Antes de que hubiera terminado siquiera el pensamiento, ella había puesto una grabación donde una voz generada por ordenador explicaba lo que yo tenía que hacer. No podía anotarlo con tanta rapidez como me dictaba, de manera que tuve que llamar una segunda vez y repetir el proceso.
Antes de salir para ir a casa de Elaine, seguí las instrucciones, disponiendo las cosas de manera que cualquier llamada a mi teléfono fuera transferida automáticamente a su línea. O, al menos, ésa era la teoría. Yo no tenía mucha confianza en el proceso. Ella había comprado entradas para una obra en el Manhattan Theatre Club, una obra melancólica y sombría de un cochero yugoslavo. Yo tenía la sensación de que perdía mucho en la traducción, pero que, aun así, lo que llegaba a las candilejas perdía mucha intensidad de pensamiento. Me llevaba a través de pasajes oscuros de mi ser sin molestarse en encender las luces.
La experiencia era todavía más penosa de lo que podría haber sido de otro modo, porque la interpretaban sin intermedio. Eso hizo que cayera el telón a las diez menos cuarto, que era el momento justo. Los actores salieron a saludar, las luces del teatro se encendieron y salimos arrastrando los pies como zombis.
– Remedio fuerte -dije.
– O veneno fuerte. Lo siento. He estado eligiendo un montón de triunfadores últimamente, ¿no? Esa película que odiabas y ahora esto.
– No odio esto -repliqué-. Sólo siento como si hubiera aguantado diez asaltos y recibido muchas hostias en la cara.
– ¿Cuál supones que era el mensaje?
– Probablemente llegue mucho mejor en serbocroata. ¿El mensaje? No sé. Que el mundo es un lugar podrido, supongo.
– No hace falta ir a ver una obra para saber eso -repuso-. Basta con leer el diario.
– Tal vez sea diferente en Yugoslavia.
Cenamos cerca del teatro y el espíritu de la obra nos envolvía. A mitad de la cena, dije: