– Quiero decirte algo. Quiero disculparme por lo de la otra noche.
– Eso ya pasó, querido.
– No sé si pasó. He estado de un humor extraño últimamente. En parte debe de ser por el caso que llevo entre manos. Tuvimos un par de golpes de suerte y me sentí como si estuviera progresando, y ahora todo se ha vuelto a estancar y yo mismo me siento estancado. Pero no quiero que nos afecte. Eres importante para mí. Nuestra relación es importante para mí.
– Para mí también.
Charlamos un poco y las cosas parecieron no estar tan tensas, aunque el espíritu de la obra no se podía dejar a un lado con facilidad. Luego volvimos a su casa y ella verificó sus mensajes mientras iba al baño. Cuando salí, tenía una expresión rara en la cara.
– ¿Quién es Walter? -me preguntó.
– ¿Walter?
– Sólo llamaba para saludar, nada importante, quería que supieras que está vivo y que probablemente te volverá a llamar más tarde.
– ¡Ah! -dije-. Un tipo que conocí en una reunión anteanoche. Hace bastante poco que no bebe.
– ¿Y le diste este número?
– No -dije-. ¿Por qué iba a hacerlo?
– Eso es lo que me preguntaba.
– ¡Ah! -dije cuando lo comprendí-. Bueno, parece que funciona.
– ¿Parece que funciona el qué?
– La transferencia de llamadas. Te conté que los Kong me consiguieron el traslado de llamadas cuando jugaban con la compañía telefónica. Lo puse en marcha esta tarde.
– ¿De manera que tus llamadas fueran derivadas aquí?
– Así es. No tenía mucha confianza en que funcionara, pero evidentemente funciona. ¿Qué pasa?
– Nada.
– ¿Estás segura?
– Claro. ¿Quieres oír el mensaje? Puedo volver a pasarlo.
– No, si eso es todo lo que dijo.
– ¿Puedo borrarlo entonces?
– Adelante.
Lo borró y luego añadió:
– Me pregunto qué pensó cuando marcó tu número y le salió un contestador automático con una voz de mujer.
– Bueno, es evidente que no pensó que le habían dado el número equivocado, pues de lo contrario no hubiera dejado el mensaje.
– Me pregunto quién cree que soy.
– Una mujer misteriosa con una voz sensual.
– Probablemente crea que vivimos juntos. A menos que sepa que vives solo.
– Todo lo que sabe de mí es que soy abstemio y loco.
– ¿Por qué loco?
– Porque estuve lanzando un montón de basura en la reunión en que lo conocí. Por todo lo que sabe, soy sacerdote y tú eres el ama del cura.
– Ése es un juego que no hemos probado. El cura y su ama. «Bendígame, padre, porque he sido una niña muy mala y probablemente necesite una buena zurra.»
– No me sorprendería.
Sonrió, tendí los brazos hacia ella y el teléfono eligió ese momento para sonar.
– Contesta -dijo-. Es probable que sea Walter.
Descolgué el auricular y un hombre de voz profunda dijo que quería hablar con la señorita Mardell. Le tendí el teléfono sin decir una palabra y fui a la otra habitación. Me quedé junto a la ventana y miré las luces del otro lado del río East. Un par de minutos después vino y se quedó a mi lado. No aludió a la llamada y yo tampoco lo hice. Diez minutos más tarde, el teléfono volvió a sonar, ella lo contestó y era para mí. Era Walter. Estaba usando mucho el teléfono, como se alienta a los recién llegados al club para que lo hagan. No hablé mucho tiempo y cuando me deshice de él, me sinceré con Elaine:
– Lo siento. Fue una mala idea.
– Pasas mucho tiempo aquí. La gente tiene que poder encontrarte.
Pero unos minutos después, añadió:
– Descuélgalo. Nadie nos tiene que encontrar a ninguno de los dos esta noche.
A la mañana siguiente fui a ver a Joe Durkin y terminé saliendo a almorzar con él y dos de sus amigos de la División de Delitos Graves. Volví al hotel y me detuve en la recepción a recoger mis mensajes, pero no había ninguno. Fui arriba y cogí un libro. A las tres y veinte sonó el teléfono.
– Te olvidaste de desconectar la derivación de llamadas -dijo Elaine.
– Con razón no había ningún mensaje. Acabo de llegar a casa, Elaine. Estuve fuera toda la mañana y me olvidé por completo. Iba a volver directamente a casa y arreglarlo, pero me olvidé. Te debe de haber vuelto loca todo el día.
– No, pero…
– Pero ¿cómo conseguiste la comunicación? ¿No tendría que devolverte la llamada y dar la señal de comunicar cuando llamaras aquí?
– Eso pasó la primera vez que probé. Luego llamé a recepción y ellos consiguieron pasarla.
– ¡Ah!
– Es evidente que no transfiere las llamadas a través del conmutador de recepción.
– Es evidente que no.
– TJ llamó antes, pero eso no es importante. Matt, acaba de llamar Kenan Khoury. Le tienes que llamar de inmediato. Dijo que es verdaderamente urgente.
– ¿Eso dijo?
– Dijo que era cuestión de vida o muerte, probablemente cuestión de muerte. No sé lo que significa eso, pero parecía preocupado.
Lo llamé de inmediato y Kenan dijo:
– Matt, gracias a Dios. No vayas a ninguna parte. Tengo a mi hermano en la otra línea. Estás en casa, ¿no? Bueno, quédate en la línea. Estaré contigo en un segundo. -Hubo un clic y un par de minutos después, tras otro clic, siguió hablando-. Está en camino. Va hacia tu hotel. Estará enfrente.
– ¿Qué le pasa?
– ¿A Petey? Nada, está muy bien. Te va a traer a Brighton Beach. Nadie tiene tiempo de andar jodiendo hoy con el metro.
– ¿Qué hay en Brighton Beach?
– Un montón de rusos -dijo-. ¿Cómo te lo explico? Uno de ellos acaba de llamar para decir que está pasando por dificultades comerciales similares a las que yo pasé.
Eso sólo podía significar una cosa, pero quise asegurarme.
– ¿Su esposa?
– Peor. Me tengo que ir. Nos encontramos allí.
18
A finales de septiembre Elaine y yo pasamos una tarde idílica en Brighton Beach. Fuimos en el metro Q hasta el final de la línea y paseamos por Brighton Beach Avenue, curioseando en los mercadillos de los artesanos, mirando escaparates y explorando luego las travesías con sus modestas casas de madera, caminando también por la red de calles secundarias, pequeños caminos, callejas, callejones y pasos. El grueso de la población estaba compuesto por judíos rusos, muchos de los cuales habían llegado hacía muy poco, de forma que el vecindario parecía muy extranjero, aunque seguía siendo esencialmente neoyorquino. Comimos en un restaurante georgiano y luego caminamos por la rambla de madera hasta Coney Island, observando a personas más audaces que nosotros mecerse en el océano. Después pasamos una hora en el Acuario y luego volvimos a casa.
Si ese día nos hubiéramos cruzado en la calle con Yuri Landau, no creo que lo hubiéramos mirado dos veces. Debía de sentirse cómodo allí, como alguna vez debió de sentirse en las calles de Kiev o de Odesa. Era un hombre corpulento, de ancho torso, con una cara que podría haber servido de modelo para un obrero idealizado en uno de aquellos murales de los días del realismo socialista. Una frente ancha, pómulos altos, planos faciales de ángulos afilados y una mandíbula prominente. Su cabello lacio era de color castaño; solía sacudir la cabeza para quitarse el pelo de la cara. Se acercaba a los cincuenta años y llevaba diez en los Estados Unidos. Había venido con su esposa y su niña de cuatro años, Ludmilla. En la Unión Soviética se dedicaba a una especie de comercio en el mercado negro, y en Brooklyn se volcó con facilidad en varias empresas marginales y, antes de que pasara mucho tiempo, estaba traficando con narcóticos. Le había ido bien, por supuesto, pues ése es un negocio en el que nadie pierde. Si no te matan ni te meten preso, generalmente te va bien.
Cuatro años antes le habían diagnosticado a su esposa un cáncer de ovarios, ya con metástasis. La quimioterapia le había prolongado la vida durante dos años y medio. Esperaba vivir lo suficiente para ver ingresar a su hija en el instituto, pero murió en el otoño. Ludmilla, que ahora se llamaba Lucía, ingresó en primavera y ahora cursaba el primer año en la academia Chichester, un pequeño colegio superior privado para niñas, situado en Brooklyn Heights. La cuota era alta, pero también lo eran las exigencias académicas, y Chichester tenía excelentes antecedentes en cuanto a ingresar a sus alumnas en las universidades de la Ivy League, así como en universidades femeninas tales como Bryn Mawr y Smith.