– ¿Quién podría olvidarlo? Quería a su perrito.
– El nombre del perro -dije al teléfono- y el nombre del perro anterior a éste. Haz que describa ambos perros y dé sus nombres.
– ¿Así que un perro no basta? ¿Tienen que ser dos?
– Eso es.
– Te quieres asegurar por partida doble, ¿eh? Está bien, te seguiré la corriente, amigo.
Me pregunté qué haría. Tenía que haber llamado desde un teléfono público, estaba seguro de eso. No había permanecido en la línea el tiempo necesario para que su moneda de veinticinco centavos se hubiera agotado, pero no iba a cambiar el esquema ahora cuando le había dado tan buen resultado. Estaba en un teléfono público y ahora tenía que descubrir el nombre y la descripción de dos perros y luego tenía que volver a llamarme.
Supongamos, por un momento, que no estaba llamando desde el teléfono de la lavandería. Podía suponer que estaba en algún teléfono de la calle, lo bastante lejos de su casa para que hubiera cogido un coche. Ahora volvería a casa, aparcaría, entraría y le preguntaría a Lucía Landau los nombres de sus perros y luego daría otra vuelta con el coche hasta otro teléfono y me trasladaría la información a mí.
¿Sucedería así? ¿O así es como yo lo haría?
Bueno, quizás sí y quizás no. Tal vez yo habría metido otra moneda en la ranura y, para ahorrarme un poco de tiempo y de correr de aquí para allá, llamaría a la casa donde mi socio estaba cuidando a la chica, haría que le quitara la mordaza de la boca por un minuto y volviera con las respuestas.
Si al menos tuviera a los Kong…
No lo pensaba por primera vez. Lo fácil que sería si Jimmy y David estuvieran instalados en el cuarto de Lucía con su módem acoplado al teléfono Snoopy de la chica, con el ordenador instalado en su tocador. Podían estar los dos sentados al teléfono de Lucía y tener como monitor el de su padre, de modo que cada vez que alguien llamara tendríamos un rastreo instantáneo de la comunicación.
Si Ray llamaba a su casa para descubrir los nombres de los perros, estaríamos apostados en esa línea y antes de que preguntara al otro por sus nombres sabríamos dónde tenían a la chica. Antes de que me hubiera transmitido la información, tendríamos coches en ambos lugares, para apresarlo cuando dejara el teléfono y para sitiar la casa.
Pero no tema a los Kong. Todo lo que tenía era a TJ sentado en una lavandería de Sunset Park esperando a que alguien usara el teléfono. Y si él no hubiera sido tan derrochador como para gastar la mitad de sus fondos en un busca, ni siquiera tendría eso.
– Esto vuelve loco a cualquiera -dijo Yuri-. Estar sentado mirando el teléfono, esperando a que suene.
Su llamada se hacía esperar, desde luego. Era evidente que Ray (era éste el nombre que le daba cuando pensaba en él, pues habíamos estado tan alarmantemente cerca que podía permitirme esta familiaridad), si no había llamado aún, era por alguna razón. Imaginaba diez minutos para llegar a casa, diez minutos para recibir la respuesta de la chica, diez minutos más para volver a un teléfono y llamarnos. Menos, si se daba prisa. Más si se paraba a comprar cigarrillos o si la chica estaba inconsciente y debían esperar a que volviera en sí.
Digamos media hora. Quizá más, quizá menos, pero digamos media hora.
Si estaba muerta, podía tardar un poco más. Supongamos que lo estaba, supongamos que la hubieran matado enseguida, que la hubieran matado antes de hacer la primera llamada a su padre. Esa era la manera más simple de hacerlo. Ningún riesgo de huida, ninguna preocupación por mantenerla callada.
Si estaba muerta, los mismos raptores no podrían admitirlo. Una vez que lo hicieran, no habría rescate. Estaban lejos de ser indigentes, habían recibido cuatrocientos mil de Kenan hacía menos de un mes, pero eso no significaba que no quisieran más. Tratándose de dinero la gente siempre quiere más y, si ellos no lo hubieran querido, no habría habido una primera llamada y probablemente ningún secuestro. Era bastante fácil llevarse a una mujer en la calle, al azar, si todo lo que querían era la excitación del acto. No necesitaban encima hacerse los graciosos.
¿Qué harían?
Supuse que lo más probable sería que trataran de conducirse con descaro. Decir que estaba inconsciente, que la habían drogado y no podía concentrarse lo suficiente para contestar a unas preguntas. O inventar algún nombre e insistir en que eso era lo que ella les había dicho.
Sabríamos que estaban mintiendo y estaríamos aproximadamente un ciento por ciento seguros de que Lucía estaba muerta. Pero uno cree lo que quiere creer y nosotros queríamos creer en la leve posibilidad de que estuviera viva y eso nos podría llevar a pagar el rescate, porque si no lo pagábamos no había ninguna posibilidad de rescatarla, ninguna en absoluto.
Sonó el teléfono. Me lancé a cogerlo. Era sólo un idiota que se equivocaba. Me deshice de él y treinta segundos más tarde volvió a llamar. Le pregunté a qué número llamaba y lo tenía bien, pero resultó que estaba tratando de hablar con alguien en Manhattan. Le recordé que tenía que marcar primero el prefijo de la zona.
– ¡Dios mío! -dijo-, siempre hago lo mismo, soy un estúpido.
– He recibido otras llamadas así, esta mañana -dijo Yuri una vez mi interlocutor hubo colgado-. Números equivocados. Un fastidio.
Asentí. ¿Habría llamado mientras yo me libraba de aquel idiota? Si había llamado, ¿por qué no volvía a probarlo? La línea estaba libre ahora, ¿qué mierda estaba esperando?
Tal vez yo hubiera cometido un error al pedir una prueba. Si ella ya estaba muerta, yo sólo estaba forzándolo a sacarlo a la luz. En lugar de tratar de fingir, él podía decidir cancelar la operación y tratar de protegerse.
En este caso yo podía esperar para siempre que sonara el teléfono, porque nunca volveríamos a oírle la voz.
Yuri tenía razón. Le volvía loco a uno el estar sentado mirando el teléfono, esperando que sonara.
En realidad, tardó sólo doce minutos de los treinta que yo había calculado como promedio. Sonó el teléfono y levanté el auricular. Dije hola y Ray replicó:
– Todavía me gustaría saber qué papel desempeñas en esto. Tienes que ser traficante. ¿Eres un traficante importante?
– Ibas a contestar algunas preguntas -le recordé.
– Quisiera que me dijeras tu nombre -añadió-. Podría reconocerlo.
– Yo podría reconocer el tuyo.
Se echó a reír.
– ¡Oh, no lo creo! ¿Por qué tienes tanta prisa, amigo? ¿Tienes miedo de que rastree la llamada?
En mi mente podía oírle mofarse de Pam.
«Elige una, Pammy. Una para ti y una para mí. ¿Cuál va a ser, Pammy?» -Es tu moneda.
– Así es. Ah, bueno, el nombre del perro, ¿no? Veamos, ¿cuáles son los nombres usuales? Fido, Towser, King, Rover: éste es siempre el nombre favorito, ¿no?
«La pobre Lucía está muerta», pensé.
– ¿Qué te parece Spot? «¡Corre, Spot, corre!» Oye, no es un mal nombre para un braco.
Pero eso lo habría sabido en el transcurso de los días que estuvo siguiendo a la chica.
– El nombre del perro es Watson -me espetó al fin.
– Watson -murmuré.
En el otro lado de la habitación, el perro grandote cambió de posición y levantó las orejas. Yuri hizo un gesto de asentimiento.
– ¿Y el otro perro?
– Pides demasiado… -susurró-. ¿Cuántos perros necesitas?
Esperé sin decir nada.
– No supo decirme de qué raza era el otro perro. Era muy pequeña cuando murió. Lo tuvieron que hacer dormir, me ha dicho. Qué término tan tonto para eso, ¿no te parece? Cuando uno mata a un bicho, debería tener el valor de llamar a las cosas por su nombre. No dices nada, ¿estás ahí todavía?
– Todavía estoy aquí.
– Supongo que era un mestizo. ¡Tantos de nosotros lo somos! El nombre es un pequeño problema. Es una palabra rusa y puedo no decirla bien. ¿Qué tal está tu ruso, amigo?