– Un poco oxidado.
– Oxidado es un buen nombre para un perro. Tal vez fuera Oxidado, ¿eh? Eres un interlocutor duro, amigo mío. Es difícil hacerte reír.
– Soy un interlocutor fascinado -dije.
– ¡Ah, ojalá fuera así! Podríamos tener una conversación muy interesante en estas circunstancias, tú y yo. Bueno, en algún otro momento, quizás.
– Veremos.
– Seguro que sí. Pero quieres el nombre del perro, ¿no? El perro está muerto, amigo mío, ¿para qué sirve su nombre? Dale al perro un nombre muerto, dale al perro muerto un mal nombre.
Esperé.
– Puede que lo diga mal, pero te lo digo. Balalaika.
– Balalaika -repetí.
– Se supone que es el nombre de un instrumento musical, ella me dijo algo así. Qué dices, ¿te suena?
Miré a Yuri Landau. Su gesto de asentimiento era inequívoco. En el teléfono Ray hablaba sin parar, pero las palabras no me llegaban. Me sentía aturdido y me tuve que apoyar contra la mesa de la cocina para no caerme. La chica estaba viva.
19
En cuanto dejé de hablar con Ray, Yuri cayó sobre mí y me envolvió en un abrazo de oso.
– Balalaika -dijo, invocando el nombre como si fuera un encantamiento-. Está viva, mi Luschka está viva.
Yo seguía en sus brazos cuando la puerta se abrió y entraron los Khoury, seguidos por Dani, el hombre de Landau. Kenan llevaba una mochila de cuero con un cierre automático en la parte superior, Peter una bolsa de compras de plástico blanco.
– Está viva -les dijo Yuri.
– ¿Hablaste con ella?
Negó con la cabeza.
– Me dijeron el nombre del perro. Se acordaba de Balalaika.
No sé cuánto sentido tenía esto para los Khoury, que habían estado fuera con la misión de reunir fondos para cuando se acordara el intercambio, pero captaron el significado.
– Ahora todo lo que necesitas es un millón de dólares -le dijo Kenan.
– Siempre se puede conseguir el dinero.
– Tienes razón. La gente no se da cuenta de eso, pero es absolutamente cierto. -Abrió la mochila de cuero y empezó a sacar fajos de billetes envueltos en papel, y los dispuso en hileras sobre la mesa de caoba-. Tienes algunos buenos amigos, Yuri. Es una buena cosa, también, que la mayoría de ellos no crea en los bancos. La gente no se da cuenta de que buena parte de la economía del país funciona con dinero contante y sonante. Uno oye la palabra efectivo y piensa sólo en las drogas o en el juego.
– Cuando eso es solamente la punta del iceberg -sentenció Peter.
– Lo has entendido. No cabe pensar sólo en esos dos negocios. Piensa en las lavanderías, en las peluquerías, en los salones de belleza, en las tiendas. Cualquier lugar que mueva mucho efectivo puede llevar doble contabilidad y escamotearle la mitad de sus ingresos al fisco.
– Piensa en los cafés -dijo Peter-. Yuri, tendrías que haber sido griego.
– ¿Griego? ¿Por qué tendría que ser griego?
– En todas las esquinas hay un café, ¿no? Hombre, yo trabajé para uno de ellos. Éramos diez empleados en mi turno, seis de los cuales no figurábamos en los libros, nos pagaban en efectivo. ¿Por qué? Porque tienen esas cantidades en efectivo que no declaran. Tienen que mantener una proporción en los gastos. Si declaran treinta centavos de cada dólar que pasa por caja, es mucho. ¿Y sabes cuál es la guinda del pastel? La ley dice que tienen que aplicar el ocho y cuarto por valor añadido a cada venta. Pero ten por seguro que no pueden liquidar el impuesto por el setenta por ciento de unas ventas que no declaran, ¿verdad? Así que todo lo que evaden es pura ganancia libre de impuestos.
– No sólo son los griegos -apostilló Yuri.
– No, pero ellos lo han convertido en una ciencia. Si fueras griego, todo lo que tendrías que hacer es recorrer veinte cafés. No creas que todos tienen cincuenta mil en la caja o escondidos en el colchón, o debajo de una tabla floja en el vestuario. Recorre veinte cafés y tendrás tu millón.
– Pero yo no soy griego -dijo Yuri, y sonrió.
Kenan le preguntó si conocía algún mercader de diamantes.
– Tienen mucho efectivo -masculló.
Peter aseguró que gran parte del negocio de joyería eran papeles, pagarés que pasaban de acá para allá. Kenan, a su vez, afirmó que, sin embargo, ellos tenían efectivo en alguna parte. Yuri, por su parte, dijo que no importaba porque no conocía a nadie que comerciara con diamantes.
Me fui al otro cuarto y los dejé con esa discusión.
Quería llamar a TJ y saqué el pedacito de papel con todas las llamadas que los Kong habían registrado en el teléfono de Kenan. Encontré el número del teléfono público de la lavandería automática, pero vacilé. ¿Sabría TJ que tenía que contestar? ¿No le comprometería si el lugar estaba lleno de gente? ¿Y si Ray descolgaba el auricular? Eso parecía poco probable, pero…
Luego recordé que había una forma más simple. Podía llamarle por el busca y esperar a que él me llamara. Parecía que yo estaba teniendo dificultades en adaptarme a esta nueva tecnología. Todavía pensaba automáticamente en términos más primitivos.
Encontré el número del teléfono móvil en mi agenda, pero antes de que pudiera marcar sonó el timbre. Era TJ.
– Nuestro hombre acaba de estar aquí. En este mismo teléfono -me informó.
– Debe de haber sido algún otro.
– Ninguna chance, Vance. Un tipo malvado, lo miras y sabes que estás viendo el mal. ¿No estabas hablando con él hace un instante? Tuve esta intuición. Me dije, Matt está hablando con ese cretino.
– Estaba, pero dejé de hablar por teléfono con él hace por lo menos diez minutos, quizás un cuarto de hora.
– Sí, ése sería el tiempo justo.
– Pensé que llamarías de inmediato.
– No podía, hombre. Tenía que seguir al cretino.
– ¿Lo seguiste?
– ¿Qué te parece que hago? ¿Escapar cuando lo veo venir? No ando del brazo con el hombre, pero él sale y le doy un minuto y me deslizo detrás de él.
– Eso es peligroso, TJ. El hombre es un asesino.
– Tío, ¿se supone que debo impresionarme? Estoy en el Deuce casi todos los días de mi vida. No puedo pasar por esa calle sin ir detrás de algún asesino.
– ¿Dónde fue?
– Dobló a la izquierda y fue hasta la esquina.
– La Calle 49.
– Luego cruzó a la casa de comidas de la acera de enfrente. Entró, se quedó un par de minutos y salió. No supongas que se tomó un bocadillo, pues no estuvo dentro tanto tiempo. Pudo haber comprado una caja de seis botellas. El paquete que llevaba era más o menos de esa medida.
– ¿Dónde fue después?
– Volvió por donde había venido. El bobo pasó a mi lado, volvió a cruzar la Quinta Avenida y se fue derecho hacia la lavandería. Pensé: «Mierda, no lo puedo seguir de nuevo hasta ahí dentro. Tengo que quedarme rondando fuera hasta que haga su llamada».
– No volvió a llamar aquí.
– No llamó a ningún lado, porque no entró en la lavandería. Subió a su coche y se fue. Ni siquiera sabía que tenía coche hasta que se montó en él. Estaba estacionado al otro lado de la lavandería, donde no podías verlo si estabas sentado donde yo estaba.
– ¿Un coche o una furgoneta?
– He dicho un coche. Traté de seguirlo, pero no había forma. Yo estaba media manzana más atrás por no querer seguirlo demasiado cerca mientras regresaba a la lavandería y desapareció de mi vista antes de que yo pudiera hacer nada. Cuando pude llegar a la esquina, había desaparecido.
– Pero lo viste bien.
– ¿A él? Sí, lo vi.
– ¿Podrías reconocerlo?
– Hombre, ¿podrías reconocer a tu mamá? ¿Qué clase de pregunta es ésa? El hombre mide uno setenta y cinco, pesa ochenta y cinco kilos, tiene cabello castaño claro y usa gafas de armazón de plástico marrón. Lleva zapatos abotinados de cuero negro y pantalones marineros y una parka azul con cremallera. Y la camisa deportiva más anticuada que hayas visto en tu vida, de cuadros blancos y azules. ¿Si podría reconocerlo? Tío, si supiera dibujar lo habría dibujado. Llama a ese artista del que me hablaste y verás cómo conseguimos algo que se parezca más a él que una fotografía.