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– ¿Quiere que vayamos hasta allí?

– Sí.

– ¿Con el dinero?

– No, dejen el dinero exactamente donde está.

– En el asiento trasero del coche.

– Sí y no cierren el coche con llave.

– Dejamos el dinero en un coche que no está cerrado con llave y andamos una manzana…

– Dos manzanas.

– Y después, ¿qué?

– Esperen en la esquina de Avenue M cinco minutos. Luego suban al coche y váyanse a casa.

– ¿Y mi esposa?

– Su esposa está muy bien.

– ¿Cómo me…?

– Estará en el coche esperándole.

– Será mejor que esté.

– ¿Qué ha sido eso?

– Nada. Mire, hay una cosa que me molesta, dejar el dinero en un coche que no está cerrado con llave. Me preocupa que alguien se apodere de él antes de que usted llegue.

– No hay que preocuparse -dijo el hombre-. Es un buen barrio.

Dejaron el coche sin cerrar y con el dinero dentro, y caminaron una manzana corta y otra larga hasta llegar a Avenue M. Esperaron cinco minutos según el reloj de Peter. Luego retrocedieron hasta regresar al Buick.

Creo que no los he descrito, ¿verdad? Parecían hermanos, Kenan y Peter. Kenan medía más de un metro con setenta y cinco, lo que le hacía unos centímetros más alto que su hermano. Ambos tenían el físico de un peso medio, eran altos y esbeltos, aunque Peter estaba empezando a ensancharse un poco por la cintura. Ambos tenían la tez olivácea, el cabello oscuro y lacio, peinado con raya a la izquierda y cepillado cuidadosamente hacia atrás. A los treinta y tres años, Kenan estaba empezando a desarrollar la frente, conforme el pelo retrocedía. Peter, dos años más joven, todavía conservaba todo el pelo.

Eran hombres bien parecidos, de nariz larga y recta, y ojos oscuros y hundidos debajo de unas cejas prominentes. Peter lucía un bigote minuciosamente recortado. Kenan iba bien afeitado.

Si se fuera a juzgar por las apariencias y se estuviera en contra de ambos, se eliminaría a Kenan primero. O, por lo menos, se trataría de hacerlo. Había algo en él que sugería que era el más peligroso de los dos, que sus reacciones serían más repentinas y más certeras.

Así era como se les veía entonces, mientras caminaban con premura, pero no con demasiada rapidez, hacia la esquina donde estaba estacionado el coche de Kenan. Todavía estaba allí, y todavía sin llave. Las bolsas con el dinero ya no estaban en el asiento trasero. Francine Khoury tampoco estaba allí.

– ¡Nos han jodido! -protestó Kenan.

– ¿Y si miramos el maletero?

Abrió la guantera y tiró de la palanca del maletero. Dio la vuelta y levantó la tapa. Allí no había nada, sólo la rueda de recambio y el gato. Acababa de cerrar la portezuela, cuando el teléfono público sonó a unos diez metros de distancia.

Corrió hacia él y lo asió con vehemencia.

– Váyanse a casa -dijo el hombre-. Es probable que ella llegue antes que ustedes.

Fui a mi reunión vespertina habitual, al doblar la esquina de mi hotel, en St. Paul, pero me retiré en el descanso. Volví a mi cuarto y llamé a Elaine y le conté la conversación con Mick.

– Creo que tendrías que ir -observó-. Creo que es una gran idea.

– ¿Qué te parece si vamos los dos?

– ¡Oh, no sé, Matt! Eso significaría perder mis clases.

Estaba asistiendo a un curso los jueves por la tarde en Hunter. En realidad, acababa de regresar de allí cuando la llamé. «El arte y la arquitectura hindúes durante el dominio de los mongoles.»

– Iremos una semana o diez días -dije-. Perderías una clase.

– Una clase no es gran cosa.

– Exactamente, de manera que…

– Lo cierto es que en verdad no quiero ir. Sería un estorbo, ¿no? Tengo en mi mente tu imagen y la de Mick corriendo por la campiña y enseñándoles a los irlandeses a armar líos.

– Es toda una imagen.

– Pero lo que quiero decir es que sería como una salida de muchachos con la noche libre, ¿no? ¿Y quién quiere cargar con una chica? En serio, no tengo deseos especiales de ir y sé que estás inquieto y creo que te haría muchísimo bien. ¿Nunca has estado en ningún lugar de Europa?

– Nunca.

– ¿Cuánto hace que Mick se fue, un mes?

– Aproximadamente.

– Creo que tendrías que ir.

– Tal vez -rezongué-. Lo pensaré.

Ella no estaba allí.

En ningún lugar de la casa. Kenan iba compulsivamente de cuarto en cuarto, sabiendo que no tenía sentido, sabiendo que no habría podido atravesar el sistema de alarma sin apagarlo o anularlo. Cuando se le terminaron las habitaciones, volvió a la cocina, donde Peter estaba haciendo café.

– Petey, esto verdaderamente apesta -dijo.

– Ya lo sé, niño.

– ¿Estás haciendo café? Yo no quiero. ¿Te molesta si tomo una copa?

– Me molesta si yo la tomo, no si la tomas tú.

– Sólo pensé…, no importa. Ni siquiera la quiero.

– Ahí es donde diferimos, niño.

– Sí, me lo imagino. -Se volvió hacia su hermano-. ¿Por qué mierda me están llevando de acá para allá, Petey? Dicen que va a estar en el coche y luego no está. Dicen que va a estar aquí y no está. ¿Qué mierda está pasando?

– Tal vez se hayan quedado atascados en el tráfico.

– Hombre, ¿y ahora qué? ¿Nos quedamos aquí sentados, bien jodidos, y esperamos? Ni siquiera sé qué estamos esperando. Ellos tienen el dinero y nosotros, ¿qué tenemos? Mierda es lo que tenemos. No sé quiénes son ni dónde están, no sé un carajo, Petey, ¿qué hacemos?

– No lo sé.

– Creo que está muerta -aulló.

Peter estaba callado.

– Porque… ¿Por qué no habrían de hacerlo, los hijos de puta? Ella podría identificarlos. Es más seguro matarla que devolverla. Matarla, enterrarla, y ése es el final de lodo. Caso cerrado. Eso es lo que yo haría si fuera ellos.

– No, no lo harías.

– Dije si fuera ellos. No lo soy. En primer lugar no secuestraría a una mujer, una señora amable e inocente que nunca le hizo ningún daño a nadie, que nunca tuvo un pensamiento cruel…

– Tranquilo, niño.

Se quedaban callados y luego la conversación volvía a empezar, porque ¿qué otra cosa podían hacer? Después de media hora, el teléfono sonó y Kenan saltó hacia él.

– Señor Khoury.

– ¿Dónde está Francine?

– Le pido disculpas. Hubo un ligero cambio en los planes.

– ¿Dónde está?

– Dé la vuelta a la manzana, en… en la Calle 79. Creo que es el lado sur de la calle, a tres o cuatro casas de la esquina.

– ¿Qué?

– Hay un coche estacionado en lugar prohibido junto a una boca de incendios. Un Ford Tempo gris. Su esposa está en él.

– ¿Está en el coche?

– En el maletero.

– ¿La han metido en el maletero?

– Hay suficiente aire. Pero hace frío fuera esta noche, así que sáquela de allí lo más pronto posible.

– ¿Hay alguna llave? ¿Cómo…?

– La cerradura está rota. No necesitará llave.

– El coche está calle abajo, a la vuelta de la esquina -dijo a Peter-. ¿Qué ha querido decir con eso de que la cerradura está rota? Si el maletero no está cerrado con llave, ¿por qué Francine no puede salir? ¿De qué habla?

– No lo sé, niño.

– Tal vez esté atada. Esparadrapo, esposas, algo que le impide moverse.

– Tal vez.

– ¡Maldita sea, Petey…!

El coche estaba donde se suponía que tenía que estar. Un Tempo escacharrado, de varios años de antigüedad, con el parabrisas astillado y la puerta del copiloto abollada. La cerradura del maletero faltaba por completo. Kenan levantó la puerta de golpe.

No había nadie allí. Sólo paquetes, bultos de diversas clases envueltos en plástico negro y atados con cinta adhesiva.

– No -exclamó Kenan.

Se quedó allí diciendo «No, no, no». Después de un rato, Peter sacó uno de los paquetes del maletero; llevaba una navaja en el bolsillo, la abrió y cortó la cinta. Desenrolló a lo largo el plástico negro -no era diferente de las bolsas de basura en las que habían entregado el dinero- y extrajo un pie humano, cortado varios centímetros por encima del tobillo. Tres uñas mostraban círculos de esmalte rojo. Los otros dos dedos faltaban.