– Alguien se podría poner detrás de él.
– ¿Cómo? -pregunté-. Tú estarías en primer lugar. Nos verías llegar a todos juntos y al mismo tiempo. Tendrías suficiente ventaja sobre nosotros para compensar la superioridad numérica que tenemos. Tu hombre del rifle podría cubrir tu retirada y estarías a salvo, de cualquier modo, porque en este punto tendríamos otra vez a la chica y el dinero estaría en el coche con tu socio y fuera de nuestro alcance.
– No me gusta el cara a cara -dijo.
Pensé en que tampoco podía confiar demasiado en el tercer hombre, en el que cubriera su retirada con el rifle. Porque yo estaba virtualmente seguro de que eran nada más que dos, así que no habría ningún tercer hombre. Pero si le hacía pensar que calculábamos su fuerza en tres, quizás le haría sentirse un poco más seguro. El valor del tercer hombre no estaba en el fuego que pudiera disparar para cubrirlos sino en nuestra creencia de que estaba allí.
– Digamos que fijamos una distancia de cincuenta metros. Traes el dinero hasta la mitad del camino y luego vuelves a tus líneas. Nosotros llevamos a la chica a mitad de camino y uno de nosotros se queda allí, con el cuchillo en su garganta, como dijiste…
«Como tú dijiste», pensé.
– … mientras que el otro se retira con el dinero. Luego yo libero a la chica y ella corre hacia vosotros mientras yo retrocedo.
– No sirve. Vosotros tenéis el dinero y la chica al mismo tiempo y nosotros estamos del otro lado del campo.
La voz grabada de la operadora nos interrumpió pidiendo más dinero y él dejó caer una moneda de veinticinco centavos, sin perder un solo paso. No le preocupaba que le rastrearan las llamadas. No, al menos en esta etapa. Sus llamadas duraban cada vez más. Si yo hubiera encontrado a los Kong antes, podríamos atraparlo mientras todavía estuviera en el teléfono.
– Está bien -asentí-. ¿Qué te parece así? Mira, fijamos una distancia de cincuenta metros, como has dicho. Estarás en el lugar primero, nos verás llegar, nos mostrarás a la chica, para que veamos que las ha traído, entonces yo me acercaré a tu posición con el dinero.
– ¿Solo?
– Sí. Desarmado.
– Podrías tener un arma escondida.
– Tendré una maleta llena de billetes en cada mano. Un arma escondida no me va a servir de mucho.
– Sigue hablando.
– Verificas el dinero. Cuando estés satisfecho, sueltas a la chica. Ella se reúne con su padre y con el resto de nuestra gente. Tu hombre se lleva el dinero. Tú y yo esperamos. Luego tú te vas y yo me voy a casa.
– Podrías atraparme.
– Yo estoy desarmado y tú tienes un cuchillo y un revólver también, supongo. Y tu francotirador está detrás de un árbol cubriéndolo todo con el rifle. Todo está a tu favor, no veo ningún problema.
– Me verás la cara.
– Ponte una máscara.
– Corta la visibilidad. Y también podrás describirme pese a que no hayas podido verme bien la cara.
«Juguémonos el todo por el todo», pensé.
– Ya sé cómo eres, Ray -dije. Escuché su inspiración, luego un tiempo de silencio y durante un minuto temí haberlo perdido.
– ¿Qué sabes? -preguntó al fin.
– Sé tu nombre, sé cómo eres, estoy al tanto de algunas de las mujeres que mataste. De una a la que casi mataste.
– La putita -dijo-. Oyó mi primer nombre.
– Sé tu apellido también.
– Pruébalo.
– ¿Por qué debería hacerlo? Búscalo tú mismo. Está ahí mismo, en la guía.
– ¿Quién eres?
– ¿No puedes suponerlo por ti mismo?
– Pareces un policía.
– Si fuera un policía, ¿por qué no hay un montón de tíos vestidos de azul y blanco alineados frente a tu casa?
– Porque no sabes dónde vivo.
– Prueba en Middle Village. Penelope Avenue.
Casi pude sentirlo relajarse.
– Estoy impresionado -dijo.
– ¿Qué clase de policía la juega así, Ray?
– Landau te tiene en el bolsillo.
– Cerca. Nos vamos a la cama juntos, somos socios. Estoy casado con su prima.
– No puede sorprendernos que no hayamos podido…
– ¿Que no hayamos podido qué?
– Nada. Yo tendría que irme ahora, cortarle la garganta a la putita y hacerme humo.
– Entonces, estás muerto -dije-. Una comunicación va a toda la nación en cuestión de horas, contigo en el anzuelo por Gotteskind y Álvarez también. Cumple el trato y te garantizo que me sentaré sobre él una semana y más si puedo, tal vez para siempre.
– ¿Por qué?
– Porque no querré que reviente, ¿no? Puedes ir a instalarte al otro lado del país. Hay muchos traficantes en Los Ángeles, muchas mujeres hermosas por allí también. Les encanta ir a dar una vuelta en una bonita furgoneta nueva.
Estuvo callado un rato largo. Entonces dijo:
– Repásalo. Toda la escena, desde el momento en que llegamos.
Lo repetí. Él interrumpía con una pregunta, de tanto en tanto, y yo las contestaba todas. Finalmente dijo:
– Quisiera poder confiar en ti.
– ¡Joder! -dije-. Yo soy el que tiene que confiar. Iré caminando hacia ti desarmado, con una bolsa de dinero en cada mano. Si decides que no confías en mí, siempre puedes matarme.
– Sí, podría -dijo.
– Pero es mejor para ti que no lo hagas. Es mejor para ambos si toda la transacción se efectúa exactamente como está planeada. Los dos nos retiramos triunfadores.
– Tú pierdes un millón de dólares.
– Tal vez eso también encaje en mis planes.
– ¿Cómo?
– Imagínatelo -le dije, dejándolo que resolviera mi propia agenda interfamiliar, alguna estrategia secreta que yo tuviera para ganarle la partida a mi socio.
– Interesante -dijo-. ¿Dónde quieres hacer el cambio?
Yo estaba preparado para la pregunta. Había propuesto una cantidad suficiente de otros lugares en llamadas anteriores y me había ahorrado éste para el final.
– En el cementerio de Green-Wood -dije.
– Creo que sé dónde es.
– Deberías. Es ahí donde tiraste a Leila Álvarez. Está lejos de Middle Village, pero ya encontraste el camino una vez. Son las nueve y veinte. Hay dos entradas por el lado de la Quinta Avenida, una a la vuelta de la Calle 25 y la otra a diez manzanas al sur. Toma la entrada de la Calle 25 y dirígete hacia el sur, a unos dieciocho metros dentro de la verja. Nosotros entraremos por la Treinta y cinco y nos acercaremos a vosotros desde el sur.
Se lo tracé todo como un estratega de juegos de guerra que recreara la batalla de Gettysburg.
– A las diez y media -puntualicé-. Eso te da más de una hora para llegar. No hay tráfico a esta hora, así que ése no tendría que ser un problema. ¿O necesitas más tiempo?
No necesitaba ni una hora. Estaba en Sunset Park, a cinco minutos del cementerio con el coche. Pero no hacía falta que él supiera que yo lo sabía.
– Ese tiempo tendría que ser suficiente.
– Y tendrás mucho tiempo para instalarte. Entraremos diez manzanas al sur de donde entráis vosotros, a las once menos veinte. Eso te da diez minutos de ventaja, además de los diez minutos que tardaremos para encontraros.
– Y ellos se quedarán lo menos cincuenta metros más atrás -precisó.
– Exacto.
– Y tú harás el resto del camino solo. Con el dinero.
– Exacto.
– Me gustaba más con Khoury -dijo-. Cuando yo decía «rana», él saltaba.
– Entiendo cuánto te gustaba. Pero esta vez hay el doble de pasta.
– Es verdad -asintió-. Leila Álvarez. Hacía tiempo que no pensaba en ella. -Su voz adoptó una calidad casi soñadora-. Era realmente bonita. Especial.
No dije nada.
– ¡Dios santo, qué miedo tenía! -dijo-. Pobre putita, estaba realmente aterrorizada.