– ¿A las once de la noche?
Se encogió de hombros.
– Hay gente que trabaja hasta tarde. Tienen empleos en las oficinas de Manhattan, se reúnen para tomar un par de tragos a la salida del trabajo, cenan y luego tienen que esperar media hora el metro porque son, como algunas personas que conozco, demasiado roñicas para coger un taxi…
– ¡Dios santo! -repetí.
– … y es tarde para cuando vuelven a Brooklyn y entonces dicen: «Eh, creo que voy a ir a Green-Wood, a ver si puedo descubrir dónde está plantado el tío Vic. Nunca me gustó, así que voy a ir a mear encima de su tumba».
– ¿Estás nervioso, Kenan?
– Sí, estoy nervioso. ¿Qué mierda te crees? Tú eres el que va caminando hacia un par de asesinos, sin más armas que dos bolsas con dinero. Supongo que ya empiezas a sudar.
– Tal vez un poquito. Reduce la velocidad. Ahí tenemos la entrada. Me parece que está abierta.
– Sí, parece que sí. Oye, aunque se suponga que tienen que cerrarla, es probable que no lo hagan.
– Tal vez no. Demos primero una vuelta alrededor del cementerio, luego buscaremos un lugar donde aparcar, cerca de nuestra entrada.
Circundamos el cementerio en silencio. Había muy poco tránsito, había quietud en la noche, como si el profundo silencio del cementerio pudiera salir y absorber todos los ruidos de la vecindad.
Cuando estábamos otra vez cerca del punto de partida, TJ preguntó:
– ¿Vamos a entrar en un cementerio?
Kenan se volvió para ocultar una sonrisa. Le dije:
– Te puedes quedar en el coche si lo prefieres.
– ¿Para qué?
– Para que te sientas más cómodo.
– Hombre -dijo-, no le tengo miedo a ningún muerto. ¿Es eso lo que crees, que estoy asustado?
– Perdona, chico.
– Tranquilo, Cirilo. Los muertos no me molestan.
Los muertos no me molestaban mucho a mí tampoco. Eran algunos vivos los que me preocupaban.
Nos encontramos en la puerta de la Calle 36 y entramos de inmediato, pues no queríamos llamar la atención en la calle. Por lo pronto Yuri y Dani llevaban el dinero. Teníamos dos linternas entre los seis. Kenan cogió una. Yo tenía la otra e indicaba el camino.
No usaba mucho la luz, sólo la encendía y apagaba con rapidez cuando necesitaba ver por dónde iba. Esto no era necesario casi nunca. Arriba había una luna refulgente y un poco de luz de las farolas de la avenida. Las lápidas eran mayormente de mármol blanco y destacaban bien, una vez que nos habituamos a la penumbra. Me abrí paso entre ellas y me pregunté de quién serían los huesos sobre los que estaba caminando. Uno de los diarios había publicado una historia, el año pasado, acerca de dónde se sepultaban los cuerpos y hacía un inventario de tumbas de ricos y famosos, distrito por distrito. No le había prestado demasiada atención, pero me parecía recordar que un buen número de neoyorquinos prominentes estaban enterrados en Green-Wood.
Había leído que había muchos entusiastas que convertían en afición las visitas a las tumbas. Algunos sacaban fotografías, otros borraban las inscripciones de las lápidas. No podía imaginarme qué sacaban de aquello, pero no era mucho más insensato que algunas de las cosas que hago yo. Su manía sólo se manifestaba a la luz del día. No andaban en la oscuridad dando tumbos entre las losas, intentando no tropezar con un pedazo de granito.
Yo avanzaba como un soldado. Me mantenía bastante cerca de la tapia para ver las farolas callejeras. Sólo reduje la marcha cuando llegué a la altura de la Calle 27.
Los otros se acercaron y les hice un gesto para que se desplegaran en abanico, sin avanzar más hacia el norte. Luego me volví hacia donde se suponía que debía estar Ray Callander y apunté mi linterna frente a mí, disparando el trío de destellos que habíamos acordado.
Durante un largo rato, la única respuesta fueron la oscuridad y el silencio. Luego tres destellos de luz me lanzaron un guiño por respuesta, desde la derecha y un poco más adelante. Calculé que estarían a algo así como a cien metros de nosotros, quizá más. No parecía tan lejos cuando alguien corría con una pelota de rugby bajo el brazo. Sin embargo, ahora parecía demasiado distante.
– Di dónde estás -grité-. Nos vamos a acercar un poco más.
– ¡No demasiado cerca!
– Unos cincuenta metros -dije-. Como acordamos.
Flanqueado por Kenan y uno de los hombres de Yuri, con el resto de nuestro grupo no muy lejos, detrás de nosotros, cubrí la mitad de la distancia que nos separaba.
– Ya está bien -gritó Callander en un momento dado. Pero no era suficiente, así que no le hice caso y seguí caminando. Teníamos que estar bastante cerca para que alguien pudiera llevar a cabo el intercambio. Teníamos un rifle, que le confiamos a Peter, pues había probado ser un buen tirador durante un voluntariado de seis meses en la Guardia Nacional, hacía un tiempo. Por supuesto que eso fue antes de un largo aprendizaje como borracho y drogadicto, pero todavía se imaginaba que era el mejor tirador del grupo. Tenía un buen rifle con dispositivo telescópico, pero la mira no era infrarroja, de manera que estaría apuntando a la luz de la luna. Yo quería mantener la distancia mínima para que pudiera contar sus tiros, si fuera necesario.
Aunque me preguntaba cuál sería la diferencia para mí. La única razón para que empezara a tirar sería que los jugadores del otro lado trataran de tendernos una emboscada. Si lo intentaban, yo me quitaría del medio al instante. Cuando Peter empezara a devolverles los disparos, yo ya no estaría allí para saber por dónde iban las balas.
Unos pensamientos alentadores, vaya.
Cuando habíamos reducido la distancia a la mitad, le hice una seña a Peter y él se corrió a un lado y eligió un puesto de tiro donde apostarse. Se decidió por una tumba baja y apoyó el cañón del rifle sobre la lápida de mármol. Busqué a Ray y a su socio, pero sólo podía ver sombras. Habían retrocedido en la oscuridad.
– Salid donde podamos veros -les grité-, y dejad ver a la chica.
Se movieron hasta ser vistos. Dos siluetas primero y, luego, a medida que la luz mejoró, se pudo ver que una de las siluetas la formaban dos personas: Uno de los hombres llevaba a Lucía delante de él. Escuché cómo Yuri inhalaba con fuerza y confié en que mantuviera la calma.
– Tiene un cuchillo en la garganta -gritó Callander-. Si se me va la mano…
– Va a ser mejor que no.
– Entonces será mejor que traigas la guita. Y que no intentes ninguna gracia.
Me volví, alcé las maletas y controlé nuestras tropas. No vi a TJ y le pregunté a Kenan qué había pasado con él. Me dijo que debía de haber vuelto al coche.
– Ya sabes, ¡pies para que os quiero! No creo que le vuelvan loco los cementerios de noche.
– A mí tampoco me vuelven loco, te lo aseguro.
– Escucha. ¿Por qué no les dices que vamos a cambiar las reglas, que el dinero es demasiado pesado para una sola persona y que yo iré hasta allí contigo?
– No.
– ¿Tienes que hacerte el héroe, coño?
No puedo decir que me sintiera muy heroico. El peso de las maletas me impedía sentirme especialmente gallardo. Parecía como si uno de los hombres tuviera una pistola, no el que sujetaba a la chica, y me daba la impresión de que el arma me apuntaba. Sin embargo, no me sentía en peligro de que me disparara. A menos que a alguno de nuestro bando le entrara el pánico y se liara a tiros. Si iban a matarme, por lo menos esperarían hasta que les hubiera entregado el dinero. Podrían estar locos, pero no eran idiotas.
– No intentes nada -gritó Ray-. No sé si puedes verlo, pero tiene el cuchillo en la garganta.
– Puedo verlo.
– Eso ya es bastante cerca. Suelta las maletas.
Era Ray quien tenía el cuchillo y sujetaba a la chica. Reconocí su voz, pero al mismo tiempo me di cuenta de que era tal cual me lo había descrito TJ. Una descripción absolutamente exacta. Llevaba la cazadora con la cremallera subida, de forma que no podía verle la camisa, pero estaba dispuesto a confiar en la palabra de TJ.