El otro hombre era más alto, de cabello oscuro y ralo. Sus ojos, en la penumbra del cementerio, parecían un par de quemaduras de cigarrillo en una sábana. No llevaba chaqueta, sólo una camisa de franela y vaqueros. No podía verle bien los ojos, pero podía sentir el furor de su mirada y me preguntaba qué diablos pensaba que había hecho yo para provocarle. Le traía un millón de dólares y él se consumía por matarme.
– Abre las maletas.
– Suelta a la chica primero.
– No, muestra el dinero primero.
Llevaba la pistola que Kenan había insistido en darme metida en la región lumbar, con el cañón bajo el cinturón. El bulto más o menos se disimulaba bajo mi chaqueta. No hay forma de sacarla con suficiente rapidez, si la llevas en ese lugar. Pero al menos ahora tenía las manos libres y, de hacer falta, podía recurrir a ella.
Dejé la pistola tranquila y lo que hice fue arrodillarme y soltar los cierres de una de las maletas, levantando bien la tapa para mostrar el dinero. Me levanté. El hombre que tenía el arma avanzó y yo alcé la mano.
– Dejadla ir primero. Después contaréis el dinero. No trates ahora de cambiar las reglas del juego, Ray.
– ¡Ah dulce, Lucy! Odio tener que verte marchar, criatura.
La soltó. Yo casi no había tenido oportunidad de mirarla, pues estaba medio escondida por el cuerpo de Ray. Aun en la oscuridad, se la veía pálida y ojerosa. Tenía las manos cogidas en la cintura, con los brazos rígidos contra los costados y los hombros hundidos. Se la veía como si estuviera tratando de presentar el blanco más pequeño posible.
– Ven aquí, Lucía -dije viendo que vacilaba-. Tu padre está allí, cariño. Ve hacia él, corre.
Dio un paso y luego se detuvo. Parecía muy insegura sobre sus pies y se cogía con fuerza una mano con la otra.
– Ve -le dijo Callander-. ¡Corre!
Lo miró a él y luego a mí. Era difícil decir qué veía porque su mirada no enfocaba nada. Estaba vacía. No supe si cogerla en brazos, cargarla sobre el hombro y correr hacia donde su padre esperaba.
O apartar la chaqueta con una mano, sacar el arma con la otra y tumbar de un tiro a aquellos dos hijos de puta. Pero el arma del hombre moreno me apuntaba y Callander también tenía ahora un arma en la mano, complemento del largo cuchillo que todavía empuñaba en la otra.
Me volví hacia Yuri y le pedí que la llamara.
– ¡Luschka! -gritó-. Luschka, ven con papá.
Reconoció la voz. Contrajo la frente para concentrarse, como si estuviera luchando por hacer que las sílabas tuvieran sentido.
– ¡En ruso, Yuri! -dije.
El replicó con algo que por cierto yo no podía entender, pero que evidentemente le llegó a Lucía. Separó las manos y dio un paso y luego otro.
– ¿Qué le pasa en la mano? -pregunté.
– Nada.
Cuando se me acercó le cogí la mano y ella la retiró.
Faltaban dos dedos.
Miré fijamente a Callander. Parecía que se disculpaba.
– Antes de que nos pusiéramos de acuerdo -dijo como explicación.
Hubo otra explosión en ruso por parte de Yuri y la chica se movió con más rapidez, pero sin llegar a correr. Parecía que no podía hacer mucho más que arrastrar los pies torpemente. Y yo no estaba seguro de por cuánto tiempo la niña podría seguir haciendo siquiera eso.
Pero se mantuvo sobre sus pies y siguió andando y yo me mantuve sobre los míos mirando los cañones de las dos pistolas. El hombre moreno me miraba fijamente y en silencio, todavía furioso, mientras que Callander observaba a la chica. Seguía apuntándome con la pistola, pero no podía evitar que sus ojos se volvieran hacia ella. Podía sentir cuánto le hubiese gustado volver el arma también en su dirección.
– Me gustaba -dijo-. Es guapa.
El resto fue fácil. Abrí la segunda maleta y retrocedí unos pasos. Ray se adelantó para examinar el contenido de las dos mientras su socio me cubría. Los billetes pasaron sólo un examen superficial. Peinó media docena de paquetes, pero no contó ninguno ni hizo un recuento grosero del número de ellos. Ni descubrió los billetes falsos, aunque creo que nadie en el mundo podría haberlo hecho en aquel momento. Cerró las maletas, volvió a sacar el arma y se mantuvo a un lado, mientras el hombre moreno venía a hacerse cargo de ellas. Las alzó gruñendo por el esfuerzo. El primer sonido que había producido en mi presencia.
– Lleva una cada vez -le dijo Callander.
– No son pesadas.
– Lleva una y vuelve por la otra.
– No me digas qué debo hacer, Ray -se enfadó, pero soltó una de las maletas y se fue con la otra.
No estuvo ausente mucho tiempo y ni yo ni Ray hablamos en su ausencia. Cuando volvió alzó la segunda maleta y manifestó que era más liviana que la otra, como si eso significara que le habíamos engañado en la cuenta.
– Entonces tendría que ser más fácil de llevar -dijo Callander con paciencia-. Vete ahora.
– Tendríamos que liquidar a este hijo de puta, Ray.
– En otra oportunidad.
– ¡Maldito policía traficante! Le volaría la cabeza.
Cuando se hubo ido, Callander apuntó:
– Nos prometiste una semana. ¿Mantienes tu palabra al respecto?
– Más, si puedo.
– Lamento lo del dedo.
– Dedos.
– Como prefieras. Él es difícil de controlar.
Pensé: «Pero tú fuiste el que usó el alambre con Pam».
– Te agradezco la semana de ventaja -continuó-. Creo que es hora de probar un cambio de clima. No creo que Albert quiera venir conmigo.
– ¿Lo vas a dejar aquí en Nueva York?
– Digamos que sí.
– ¿Cómo lo encontraste?
Sonrió levemente ante la pregunta.
– ¡Ah! -dijo-. Nos encontramos el uno al otro. La gente que tiene gustos especiales, a menudo el azar les facilita las cosas.
Era un momento raro. Tenía la sensación de estar hablando con la persona que estaba detrás de la máscara, que nuestras respectivas circunstancias habían abierto una extraña ventana de oportunidades.
– ¿Puedo preguntarte algo? -le dije.
– Adelante.
– ¿Por qué las mujeres?
– ¡Joder! Haría falta un psiquiatra para contestar a eso, ¿no? Algo enterrado en mi infancia, supongo. ¿No es eso lo que siempre resulta ser? ¿Destetado demasiado pronto o demasiado tarde?
– No es eso lo que quise decir.
– ¿Cómo?
– No me interesa cómo te volviste así. Sólo me interesa saber por qué lo haces.
– ¿Crees que tengo alguna opción?
– No sé. ¿La tienes?
– ¡Hum…! No es tan fácil contestar a eso. La excitación, el poder, la pura intensidad. Me faltan las palabras. ¿Entiendes lo que quiero decir?
– No.
– ¿Alguna vez has subido a la montaña rusa? Odio la montaña rusa, no me he subido a ninguna desde hace años. Me mareo. Pero si no odiara la montaña rusa, si me encantara, así es como me sentiría. -Se encogió de hombros-. Ya te lo dije, me faltan las palabras.
– Tal como lo dices, no parece monstruoso.
– ¿Por qué debería parecerlo?
– Lo que haces es monstruoso. Pero tus palabras suenan como las de cualquier otro ser humano. ¿Cómo puedes…?
– ¿Sí?
– ¿Cómo puedes hacerlo?
– ¡Ah! -dijo-. No son verdaderas.
– ¿Qué?
– No son verdaderas. Las mujeres, quiero decir. No son verdaderas. Son juguetes, eso es todo. Cuando comes una hamburguesa, ¿te estás comiendo una vaca? Claro que no, estás comiendo una hamburguesa.
Compuso una leve sonrisa y siguió:
– Caminando por la calle, es una mujer. Pero una vez que sube a la furgoneta, eso se termina. Sólo es parte de un cuerpo.
Me corrió un escalofrío por toda la espina dorsal. Cuando aquello ocurría, mi difunta tía Peg solía decir que una gallina se había paseado sobre mi tumba. Una expresión rara. Me pregunto de dónde procedería.