Aunque, en realidad, reducía los contrincantes.
Kenan volvió a mirar por la ventana de la cocina y no vio armas en ninguna parte. Tuve la sensación de que Callander las había guardado. No había blandido un arma en ninguno de los raptos, sólo la que había usado en el cementerio para dar apoyo al cuchillo que estaba en la garganta de Lucía, pero prefirió el garrote vil cuando disolvió su sociedad con Albert.
El problema logístico estaba en el tiempo que se tardaba en llegar desde cualquiera de las puertas hasta donde Callander estaba contando el dinero. Si se entraba por la puerta de atrás o por la del costado, había que subir corriendo medio tramo de escaleras hasta llegar a la cocina. Si se entraba por la fachada, desde la galería, había que recorrer todo el camino hasta el fondo de la casa.
Kenan sugirió que entráramos silenciosamente por la puerta principal, pues así no habría escalones chirriantes y, pese a ser la puerta más alejada de donde él estaba sentado, podíamos sorprenderle. Ensimismado como estaba en su recuento, hasta podría no darse cuenta de que el vidrio se rompía.
– Pégale cinta adhesiva -dijo Peter-. Se rompe, pero no cae al suelo. Mucho menos ruido.
– Cosas que se aprenden siendo drogadicto -aclaró Kenan.
Pero no teníamos cinta adhesiva y cualquier tienda del vecindario que tuviera había cerrado hacía rato. TJ señaló que seguro que había cinta adhesiva en las mesas de trabajo o colgada sobre ella, pero tendríamos que romper una ventana para llegar allí, de modo que eso limitaba su utilidad. Peter hizo otro viaje a la galería e informó que el piso de la sala de estar estaba alfombrado. Nos miramos los unos a los otros y nos encogimos de hombros.
– ¡Qué mierda! -dijo alguien.
Levanté a TJ para que mirara por la ventana de la cocina, mientras Peter rompía el vidrio de la puerta de delante. No lo oímos desde donde estábamos nosotros y, aparentemente, Callander tampoco. Todos dimos la vuelta hasta la parte delantera y entramos por la puerta pisando con cuidado el vidrio roto, esperando, escuchando y luego moviéndonos lenta y calladamente a través de la casa silenciosa.
Yo iba delante cuando llegamos a la puerta de la cocina, con Kenan a mi lado. Los dos llevábamos la pistola en la mano. Raymond Callander estaba sentado de manera tal que lo veíamos de perfil. Tenía un fajo de billetes en una mano y un lápiz en la otra. Armas letales en manos de un buen contador, supongo, pero mucho menos intimidatorias que los revólveres o los cuchillos.
No sé cuánto tiempo esperé. Es probable que no más de quince o veinte segundos, pero pareció mucho más. Esperé hasta que algo cambiara en el porte de sus hombros que mostrara que la sospecha de nuestra presencia le había llegado de alguna manera.
– Policía. No se mueva -dije.
No se movió, ni siquiera volvió los ojos al oír mi voz. Sólo siguió sentado allí como si una fase de su vida terminara y otra empezara. Entonces sí se volvió para mirarme y su expresión no mostraba ni temor ni enojo, sólo una profunda desilusión.
– Dijiste una semana -terció-. Lo prometiste.
Parecía que todo el dinero estaba allí. Llenamos una maleta. La otra estaba en el sótano, pero nadie tenía muchas ganas de ir a buscarla.
– Diría que fuera TJ -susurró Kenan-, pero sé cómo se puso en el cementerio, así que supongo que le daría miedo ir allá abajo con un muerto.
– Dices eso sólo para que vaya. Quieres hacerme perder la calma -replicó TJ.
– Sí -dijo Kenan-. Suponía que ibas a decir algo así.
TJ entornó los ojos y salió en busca de la maleta. Volvió con ella y dijo:
– Tío, apesta allí abajo. ¿Los muertos siempre huelen tan mal? Si alguna vez mato a alguien, recordadme que lo haga desde lejos.
Era extraño. Seguimos trabajando alrededor de Callander, como si él no estuviera allí. Nos facilitaba la tarea quedándose quieto y callado, como queriendo pasar inadvertido. Parecía más pequeño, allí sentado, débil e inútil. Yo sabía que no era ninguna de estas cosas, pero su extraña pasividad daba esa impresión.
– Todo recogido -dijo Kenan, asegurando los cierres de la segunda maleta-. Puedo volver de inmediato a casa de Yuri.
– Todo lo que Yuri quería era recuperar a su hija -dijo Peter.
– Pues bien, esta noche es su noche de suerte. Recupera el dinero también.
– Dijo que no le importaba el dinero -insistió Peter soñadoramente-. Que el dinero no importaba.
– Pete, ¿estás diciendo algo sin decirlo?
– Él no sabe que vinimos aquí.
– No.
– Sólo es una idea.
– ¿Y?
– Es mucha tela, niño. Y has estado perdiendo dinero últimamente. La transacción con el hachís se va a ir por las cloacas, ¿no?
– ¿Y?
– Si Dios te da una oportunidad para hacer las paces con Él, no le escupas en el ojo.
– ¡Ay, Pete! -exclamó Kenan-. ¿No recuerdas lo que nos decía papá?
– Nos decía muchas pijadas. Pero ¿le escuchábamos?
– Nos decía que nunca robáramos, a menos que pudiéramos robar un millón de dólares, Pete.
– Pues bien, ahora es la ocasión.
Kenan negó con la cabeza.
– No, estás equivocado. Aquí hay ochocientos mil y de ellos un cuarto de millón es falso y otros ciento treinta mil son míos. Así que echa la cuenta. Quedan cuatrocientos mil y pico. Un pico de veinte mil, quizás.
– Lo cual te resarce, niño. Cuatrocientos mil que este capullo te sacó, más diez mil que le diste a Matt, más los gastos. ¿Cuánto es? ¿Cuatrocientos veinte mil? Estás bastante cerca.
– No quiero que me resarza.
– ¿Cómo?
Miraba con dureza a su hermano.
– No quiero que me resarza -insistió-. Pagué dinero ensangrentado por Francey y quieres que le robe dinero ensangrentado a Yuri. Coño, tienes la jodida mentalidad de los yonquis, le robas la cartera y le ayudas a buscarla.
– Sí, tienes razón.
– Lo que quiero decir, Pete…
– No, tienes razón. Tienes toda la razón.
– ¿Me habéis pagado con dinero falso? -preguntó Callander.
– So capullo -dijo Kenan-. Estaba empezando a olvidarme de que estabas aquí. ¿Qué te pasa? ¿Tienes miedo de que te cojan tratando de gastarlo? Tengo una noticia para ti: no vas a gastarlo.
– Eres el árabe. El marido.
– ¿Y?
– Sólo me lo preguntaba.
– Ray, ¿dónde está el dinero que recibiste del señor Khoury? -pregunté-. Los cuatrocientos mil.
– Lo dividimos.
– ¿Y qué pasó con él?
– No sé qué hizo Albert con su mitad. Sé que no está en la casa.
– ¿Y la tuya?
– Caja de seguridad. Brooklyn First Mercantile, en New Utrecht y Fort Hamilton Parkway. Iré allí por la mañana, de pasada, al salir de la ciudad.
– ¿Cómo piensas irte? -le preguntó Kenan.
– No sé todavía si me llevaré el Honda o la furgoneta.
– Está medio loco, ¿verdad, Matt? Pero creo que dice la verdad respecto al dinero. Podemos olvidarnos de la mitad que tiene en el Banco. En cuanto a la mitad de Albert, no sé. Podríamos poner patas arriba toda la casa, pero no creo que lo encontremos. ¿No te parece?
– No.
– Es probable que lo haya enterrado en el patio. O en la fosa séptica o en cualquier otro lado. Mierda, me parece que no voy a recuperar ese dinero. Lo supe siempre. Hagamos lo que tenemos que hacer y vayámonos de aquí.