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– No, cerré los ojos. Es todo.

– Sigue con Matt. Creo que es una buena influencia.

– Está perdido sin mí.

– ¿Es así, Matt? ¿Estarías perdido sin él?

– Absolutamente -dije-. Todos lo estaríamos.

Tomé la BQE y el puente y, cuando salimos del lado de Manhattan, le pregunté a TJ dónde podía dejarlo.

– El Deuce estará bien -dijo.

– Son las tres de la mañana.

– No hay portón en el Deuce, Bruce. No lo cierran.

– ¿Tienes algún lugar donde dormir?

– ¡Eh!, tengo pasta en el bolsillo -dijo-. Tal vez vea si tienen mi viejo cuarto en el Frontenac. Me daré tres o cuatro duchas, pediré el servicio de habitaciones. Tengo dónde dormir, hombre. No tienes que andar preocupándote por mí.

– De todos modos tienes recursos.

– Crees estar bromeando, pero sabes que es verdad.

– Y estás atento.

– Ambas cosas.

Lo dejamos en la esquina de la Octava Avenida y la Calle 42 y nos paramos ante un semáforo en rojo en la 44.

Miré en ambas direcciones y no había nadie alrededor, pero yo no tenía prisa. Esperé hasta que cambió.

– No pensé que podrías hacerlo -apunté.

– ¿Qué? ¿Lo de Callander?

Asentí.

– Yo tampoco creía que podría. Nunca he matado a nadie. He estado bastante furioso para matar alguna que otra vez, pero pronto se te pasa el cabreo.

– Sí.

– No fue nada, ¿sabes? Un hombre completamente insignificante. Y yo pensaba: «¿Cómo voy a matar a este gusano?». Pero sabía que tenía que hacerlo, así que pensé sólo en lo que tenía que hacer.

– ¿Qué era?

– Le hice hablar -dijo-. Le hice unas pocas preguntas y él daba respuestas de dos palabritas. Pero insistí y lo hice hablar. Me contó lo que le hicieron a la nena de Yuri.

– ¡Ah!

– Lo que le hicieron, lo asustada que estaba, todo, en fin. Una vez que se metió en eso, realmente quería hablar. Como si fuera una manera de revivir la experiencia. ¿Entiendes? No es como la caza, donde después de matar al ciervo haces disecar la cabeza y la cuelgas en la pared. Una vez que terminaba con una mujer no le quedaban más que recuerdos, de manera que recibía con beneplácito la oportunidad de sacarlas y desempolvarlas y mirar qué bonitas eran.

– ¿Habló de tu esposa?

– Sí. Le gustó contármelo también. Tanto como le gustó devolvérmela en pedazos y refregármela por la nariz. Lo quise hacer callar, no quería oírlo, pero ¡a la mierda! Entiéndeme. Quiero decir que ella ya no está. Alimenté con eso las malditas llamas de la venganza. Ya no puede hacerle más daño. Así que lo dejé hablar todo lo que quiso y luego pude hacer lo que tenía que hacer.

– Y entonces lo mataste.

– No.

Lo miré.

– Nunca he matado a nadie. No soy un asesino. Lo miraba y pensaba: «No, hijo de puta, no voy a matarte».

– ¿Y?

– ¿Cómo podría ser un asesino? Se suponía que iba a ser médico. Te hablé de eso, ¿no?

– La ilusión de tu padre.

– Iba a ser médico. Pete iba a ser arquitecto porque era un soñador, pero yo era el práctico de la familia, así que sería médico. «Lo mejor que puedes ser en el mundo», me decía mi padre. «Haces algún bien en el mundo y te ganas la vida decentemente.» Hasta decidió qué clase de médico tenía que ser. «Sé cirujano», me decía. «Ahí es donde está el dinero. Ellos son la élite, la parte más alta de la pila. Hazte cirujano.»

La evocación le sumió en un largo silencio.

– Así que, muy bien -dijo finalmente -, esta noche decidí hacerme cirujano. Lo operé.

Había empezado a llover, pero la lluvia no caía con fuerza. No puse en marcha los limpiaparabrisas.

– Lo llevé abajo -siguió contando Kenan-. Al sótano, donde estaba su amigo, y TJ tenía razón. Apestaba de una manera terrible allí abajo. Creo que las tripas se sueltan cuando mueres así. Creí que iba a devolver, pero no lo hice, creo que me acostumbré.

»No tenía ningún anestésico, pero estuvo bien porque se desmayó de inmediato. Tenía su cuchillo, una gran navaja con una hoja de quince centímetros de largo, y había toda clase de herramientas en la mesa de trabajo, cualquier cosa que pudieras necesitar.

– No tienes que contármelo, Kenan.

– Estás equivocado. Eso es exactamente lo que tengo que hacer, contártelo. Si no lo quieres escuchar, es otra cosa. Pero yo tengo que contártelo.

– Está bien.

– Le arranqué los ojos -dijo-, para que nunca volviera a mirar a una mujer. Y le cercené las manos, para que nunca volviera a tocar a ninguna. Usé torniquetes para que no se desangrara. Los hice con alambre. Le corté las manos con un hacha, maldito hijo de puta. Supongo que es lo que usaron para cortar…

Respiró profundamente, inspirando y espirando despacio.

– Para descuartizar los cuerpos -siguió-. Le abrí los pantalones, no quería tocarlo pero me obligué a hacerlo y le cercené todo el aparato, porque ya no iba a tener más donde usarlo. Y luego los pies, le arranqué los pies de un hachazo porque ¿dónde tenía que ir? Y las orejas, porque ¿qué tenía que oír? Y parte de la lengua, porque no pude sacarla toda, pero la sujeté con unas pinzas y se la arranqué de la boca y corté lo que pude. Porque ¿quién quiere oírle hablar? ¿Quién quiere escuchar esa mierda? Para el coche.

Frené y me arrimé al bordillo. Kenan abrió la portezuela y vomitó en la reja de la alcantarilla. Le di un pañuelo, se limpió la boca y lo tiró en la calle.

– Lo siento -dijo, cerrando la puerta-. Creí que había terminado con eso. Creí que el tanque estaba vacío del todo.

– ¿Estás bien, Kenan?

– Sí, me parece que sí. Creo que sí. ¿Sabes? Dije que no lo maté, pero no sé si es verdad. Estaba vivo cuando me fui, pero podría estar muerto ahora. Y si no está muerto, cojones, ¿qué le queda? Fue una maldita carnicería lo que le hice. ¿Por qué no pude simplemente pegarle un tiro en la cabeza? Pum y se terminó.

– ¿Por qué no pudiste?

– No sé. Tal vez pensaba en el ojo por ojo y diente por diente. Me la devolvió en pedazos, así que tenía que mostrarle un trabajo detallado. Algo así, fino, no sé. -Se encogió de hombros-. A la mierda, ya está hecho. Que viva o muera, ¿qué importa? Ya está.

Estacioné frente a mi hotel y los dos bajamos del coche y nos quedamos allí, incómodos, plantados en la acera. Señaló la maleta y me preguntó si quería parte del dinero. Le dije que su anticipo cubría largamente mi trabajo. ¿Estaba seguro? Sí, le dije que estaba seguro.

– Bien -dijo-. Estás seguro. Llámame alguna noche. Cenaremos juntos. ¿Lo harás?

– Claro.

– Ahora, cuídate. Ve a dormir un poco.

23

Pero no pude dormir.

Me di una ducha, me metí en la cama, pero ni siquiera podía encontrar una posición en la que permanecer más de diez segundos. Estaba demasiado inquieto para pensar siquiera en dormir.

Me levanté, me afeité y me puse ropa limpia. Encendí el televisor, recorrí todos los canales y lo volví a apagar. Salí y caminé hasta que encontré un lugar donde tomar una taza de café. Eran más de las cuatro y los bares estaban cerrados. No tenía ganas de beber, ni siquiera había pensado en tomar un trago durante toda la noche, pero me alegré de que los bares estuvieran cerrados.

Terminé mi café y caminé un poco más. Tenía mucho en la cabeza y era más fácil meditarlo si caminaba. Finalmente, volví a mi hotel y luego, un poco después de las siete, cogí un taxi hasta el centro y fui a la reunión de las siete y media en Perry Street. Terminó a las ocho y media y me fui a desayunar a un café griego de Greenwich Avenue y me pregunté si el propietario evadiría el impuesto sobre las ventas, como había dicho Peter Khoury. Cogí un taxi de vuelta al hotel. Kenan se habría sentido orgulloso de mí. Estaba cogiendo taxis a diestro y siniestro.