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– No ibas a interrumpirme.

– Lo siento, pero…

– No estoy diciendo que lo dejo ahora. Lo dejé hace tres meses, hace más de tres meses. En un momento dado antes de comienzos de año. Tal vez hasta haya sido antes de Navidad. No, creo que hubo un tipo después de Navidad, podría ser.

»Pero no importa. Podría buscar la fecha si alguna vez quiero celebrar mi aniversario, del mismo modo como tú celebras la fecha de tu último trago. No sé, tal vez lo haga.

Era difícil no decir nada. Yo tenía cosas que decir, preguntas que hacer, pero la dejé continuar.

– No sé si alguna vez te dije esto -siguió-. Pero hace unos años me di cuenta de que la prostitución me salvó la vida. Lo digo en serio. La niñez que tuve, mi madre loca, la clase de adolescente en que me convertí, creo que tal vez me hubiera matado o habría encontrado a alguien que lo hiciera por mí. En cambio, empecé a venderme y eso me hizo darme cuenta de mi valor como ser humano. Destruye a muchas chicas, de veras, pero a mí me salvó. Imagínatelo.

»Me labré una buena vida. Ahorré mi dinero, invertí, compré este apartamento. Todo funcionó.

»Pero en algún momento del verano pasado, empecé a darme cuenta de que ya no funcionaba. Por lo que existe entre nosotros, entre tú y yo. Me dije que no tenía nada que ver, que lo que tú y yo tenemos en común estaba en un compartimento y lo que hago por dinero, metido en otro cajón, allá lejos. Pero cada vez se me hacía más difícil mantener las puertas de los compartimentos bien cerradas. Me sentía desleal, aunque parezca extraño, y me sentía sucia, que era algo que nunca había sentido cuando hacía la calle, o si lo sentí nunca me di cuenta.

»De manera que pensé: "Bueno, Elaine, has durado más que muchas chicas y, de cualquier modo, ya estás un poco vieja para el juego. Y ahora hay todas esas enfermedades nuevas y tú has sufrido una reducción progresiva en tu clientela los últimos años. Y exactamente ¿cuántos ejecutivos supones que se tirarían por la ventana si lo dejaras?”

»Es una tontería, pero temía decírtelo. Por un lado, ¿cómo sabía yo que luego no querría cambiar de idea? Supuse que debía mantener abiertas mis opciones. Y luego, después que les había dicho a todos mis clientes regulares que me retiraba, después de haber vendido mi agenda y haber hecho todo, excepto cambiar mi número, tuve miedo de decírtelo, porque no sabía lo que pasaría. Tal vez no me querrías más. Tal vez dejaría de ser interesante, y me convertiría a tus ojos en esta tía que está envejeciendo y que andaba haciendo cursos universitarios. Tal vez te sentirías atrapado como si te estuviera presionando para que te casaras. Tal vez tú querrías casarte o vivir con otra. Yo no he estado casada, pero tampoco quise estarlo y he vivido sola desde que salí de la casa de mi madre, y me va bien y estoy acostumbrada. Y si uno de nosotros quiere casarse y el otro no, ¿entonces qué pasa?

»Así que éste es mi sucio secreto, si quieres llamarlo así. Le pido a Dios poder dejar de llorar, porque me gustaría estar presentable, aunque no soy guapa. ¿Parezco un mapache?

– Sólo la cara.

– Bueno -dijo-. Ya es algo. Tú no eres más que un oso viejo, ¿lo sabías?

– Eso ya me lo habías dicho.

– Pero es verdad, eres mi oso y te amo.

– Te amo.

– Todo el asunto es un puto regalo de Reyes. Es una hermosa historia, pero ¿a quién se la podemos contar?

– A nadie que sea diabético.

– Les causaría un coma diabético, ¿no?

– Me temo que sí. ¿Dónde vas cuando te escabulles con citas misteriosas? Supuse, sabes…

– Que iba a chupársela a alguno en un cuarto de hotel. Bueno, a veces voy a la peluquería.

– Como esta mañana.

– Exactamente. Y a veces voy a la visita de mi analista y…

– No sabía que estuvieras viendo a un analista.

– ¡Ajá! Dos veces por semana, desde mediados de febrero. Gran parte de mi identidad está relacionada con lo que he estado haciendo todos estos años y, de pronto, tengo un montón de mierda a la que enfrentarme. Creo que me ayuda hablar con ella. -Elaine se encogió de hombros-. Y también he ido a un par de reuniones de los Alcohólicos Anónimos.

– No sabía eso.

– Bueno, ¿cómo podrías saberlo? No te lo he dicho. Me imaginé que podían darme datos acerca de cómo tratarte. En cambio, su programa está basado en cómo tratarse uno a sí mismo. Me parece una terapia solapada.

– Sí, son unos retorcidos hijos de puta.

– De todos modos -dijo-, me siento estúpida por guardarme todo, pero he sido una puta durante muchos años y el candor no forma parte de ese tipo de trabajo.

– No es como el trabajo policial.

– Exacto. ¡Pobre oso! Levantado toda la noche, corriendo por Brooklyn con esos locos. Y van a pasar horas antes de que tengas la oportunidad de dormir.

– ¿Eh?

– ¡Ajá! Ahora eres mi único desahogo sexual. ¿Te das cuenta de lo que eso significa? Es probable que demuestre ser insaciable.

– Vamos a verlo -dije.

– ¿De veras no has estado con nadie más desde que estamos juntos? -me preguntó más tarde.

– No.

– Bueno, tal vez lo hagas un día u otro. La mayor parte de los hombres lo hacen. Hablo como quien tiene un conocimiento profesional del tema.

– Quizá -dije-. Pero no hoy.

– No, hoy no. Pero si lo haces, no es el fin del mundo. Con tal de que vuelvas a casa

– Lo que tú digas, querida.

– «Lo que tú digas, querida.» Lo único que quieres es irte a dormir. Escucha. Con respecto a lo demás, podemos casarnos o no. Podemos vivir juntos o no. Podríamos vivir juntos sin casarnos. ¿Pero podríamos casarnos sin vivir juntos?

– Si quisiéramos.

– ¿Te parece? ¿Sabes cómo suena? Suena como un chiste polaco. Pero tal vez a nosotros nos resultaría, tú podrías mantener tu sórdido cuarto de hotel y varias noches por semana pondrías el traspaso de llamadas y pasarías la noche avec moi. Y podríamos… ¿sabes qué?

– ¿Qué?

– Creo que esto es algo que vamos a tener que hacer una vez al día.

– Esa es una buena frase -dije-. Tendré que recordarla.

24

Un día o dos después, un aviso anónimo llevó a los oficiales de la comisaría Setenta y dos de Brooklyn a la casa que Albert Wallens había heredado a la muerte de su madre, tres años antes. Allí encontraron a Wallens, un obrero de la construcción en paro, de veintiocho años, con antecedentes por violencias sexuales y acusaciones de cargos menores. Wallens estaba muerto, con un pedazo de alambre de cuerda de piano alrededor del cuello. En el mismo sótano encontraron también lo que parecía ser el cadáver mutilado de otro hombre, pero Raymond Joseph Callander, de treinta y seis años, cuyo curriculum profesional incluía un período de siete meses como empleado civil en la oficina neoyorquina de la DEA, todavía estaba vivo. Fue trasladado al Centro Médico Maimónides, donde recobró la consciencia, pero no pudo comunicarse y sólo lanzó graznidos, hasta su muerte, dos días después. Las pruebas descubiertas en la casa de Wallens, y en dos vehículos encontrados en el garaje adyacente, implicaban a las claras a ambos hombres en varios asesinatos que la policía de Homicidios de Brooklyn había determinado que estaban vinculados y que eran la obra de un equipo de asesinos. Se ofrecieron varias teorías para explicar la escena mortal. La más persuasiva sugería que había un tercer hombre en el equipo. Un hombre que había asesinado a sus dos socios y había escapado. Otra conjetura, a la que le habría dado mucha menos credibilidad cualquiera que hubiera visto a Callander, o que hubiera leído atentamente el informe de sus heridas, sostenía que Callander había perdido completamente el control, había matado primero a su socio con una cuerda de piano y luego se había entregado a una orgía caprichosa de automutilación. Si se consideraba que, de algún modo, se las había arreglado para privarse de manos, orejas, pies, ojos y genitales, lo menos que podemos decir era que esa conjetura era «caprichosa».