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– Michael… eres tú. -Bess apretó los labios y se puso rígida.

Él la miró de hito en hito y arqueó las cejas con de sagrado.

– Bess, ¿qué haces aquí?

– Me han invitado a cenar. ¿Qué haces tú aquí?

– También me han invitado.

Siguieron frente a frente mientras ella reprimía el deseo de cerrarle la puerta en las narices.

– Lisa me llamó anoche para decirme: «Papá, mañana ven a cenar a las seis y media.»

A Bess también le había telefoneado la noche anterior. «Te invito a cenar, mamá. Ven a las seis.» Bess soltó el picaporte y dio media vuelta.

– Muy lista, Lisa -masculló con irritación.

Michael entró y cerró la puerta. Dejó las botellas en la alacena de la cocina y se quitó el abrigo mientras Bess se dirigía de nuevo al baño para alejarse de él. Bajo la luz del tocador, se peinó para echar hacia atrás cuatro mechones rebeldes y utilizó un pintalabios de un llamativo rojo escarlata, el único que encontró, ya que había dejado el suyo en el otro extremo del apartamento. Miró con disgusto los resultados y la mancha oscura en la blusa. ¡Qué mala pata que Michael la sorprendiera cuando tenía ese aspecto! Observó en el espejo que sus ojos destilaban furia y se maldijo por preocuparse de lo que él pensara. Después de lo que ese imbécil me hizo, no tengo por qué complacerle.

Cerró de un golpe el cajón del tocador y con los dedos se desordenó el flequillo para que se viera natural.

– ¿Qué haces ahí? ¿Escondiéndote? -preguntó él con irritación.

¡Llevaban seis años divorciados y Bess todavía tenía ganas de abofetearlo!

– Pongamos las cosas claras -exclamó ella desde el pasillo-. ¡Yo no sabía nada de esto!

– ¡Ni yo! ¿Dónde está Lisa? -preguntó Michael. Bess apagó la luz del baño y caminó hacia el comedor con la cabeza erguida.

– Ha ido al colmado para comprar crema de leche. ¡Me encantará echársela por la cabeza en cuanto vuelva!

Michael observaba la mesa, con las manos en los bolsillos del pantalón. Vestía un traje gris, camisa blanca y corbata azul.

– ¿Qué significa todo esto? -inquirió.

– Sé lo mismo que tú.

– ¿Viene Randy?

Randy era el hijo de ambos, de diecinueve años.

– Creo que no.

– ¿No sabes para quién es el cuarto cubierto?

– No.

– ¿Por qué nos ha invitado?

– Es evidente que quería que mamá y papá se encontraran. Nuestra hija tiene un sentido del humor un tanto extraño.

Bess abrió la nevera en busca de vino y vio que dentro había cuatro ensaladas diferentes, dispuestas con buen gusto en las fuentes, una botella de agua de Perrier y un envase de cartón rojo y blanco ¡con medio litro de crema de leche!

Lo levantó y lo sostuvo en la mano.

– ¡Bueno, bueno, si esto no es crema de leche…! Y cuatro ensaladas muy apetitosas.

Él se acercó para echar un vistazo.

– ¿Qué buscas? ¿Algo para beber?

La fragancia de su loción de afeitar, antaño tan familiar, le revolvió el estómago. Cerró de un golpe la puerta del frigorífico.

– Necesito tomar algo.

– He traído un par de botellas de vino.

– Bien, ábrelas, Michael. Al parecer nos aguarda una larga velada.

Cogió dos copas de la mesa mientras él descorchaba una botella.

– ¿Dónde está Darla?

Bess sostuvo las copas en alto mientras Michael escanciaba el vino rosado.

– Darla y yo ya no estamos juntos. Ha presentado la demanda de divorcio.

Bess quedó aturdida. La cabeza le daba vueltas mientras él servía la segunda copa.

Después de dieciséis años de convivencia con ese hombre, no pudo evitar sentir un insensato chispazo de júbilo ante la noticia de que estaba libre otra vez. O de que había vuelto a fracasar.

Michael dejó la botella en la mesa, cogió una copa y miró a Bess a los ojos. Fue un momento extraño, en el que los dos evocaron el pasado que habían compartido, lo espléndido y lo sórdido, los buenos momentos y los disgustos que los habían llevado hasta el punto en que se encontraban ahora.

– Bueno, dilo de una vez -añadió Michael.

– Bien, os está bien empleado.

Michael esbozó una sonrisa amarga y meneó la cabeza.

– Sabía que estabas pensando eso. Eres una mujer implacable, Bess.

– Y tú eres un ser despreciable. ¿Qué has hecho esta vez? ¿También la has engañado con otra?

– No pienso entrar en este juego, Bess, porque no estoy dispuesto a repetir las recriminaciones de siempre.

– A mí tampoco me apetece -repuso ella-, de modo que hasta que regrese nuestra hija fingiremos ser dos desconocidos bien educados que se han encontrado aquí por casualidad.

Se dirigieron al comedor y cada uno se sentó en un extremo del sofá cama. Los Eagles cantaban Take it easy, que habían escuchado mil veces juntos. Las velas ardían sobre la mesa, la que habían elegido para su propio comedor. El sofá era el mismo sobre el que en ocasiones habían hecho el amor e intercambiado caricias cuando los dos eran jóvenes y lo bastante estúpidos para creer que el matrimonio dura para siempre. Ahora estaban sentados en él como un par de ancianos en la iglesia, cada uno en un rincón, resentidos el uno con el otro y por la intrusión de los recuerdos.

– Al parecer diste todo el mobiliario del comedor a Lisa después de que me marchara -comentó Michael.

– Así es. Hasta los cuadros y las lámparas. No quise conservar ningún mal recuerdo.

– ¡Por supuesto! Tenías tu nuevo negocio, de modo que no hubo ningún problema para comprar piezas nuevas.

– En efecto -convino ella con presunción-. Por supuesto consigo todo a precio de fábrica.

– ¿Cómo va la tienda?

– ¡No tengo descanso! Ya sabes qué ocurre después de Navidad. Al quitar los adornos navideños todo el mundo quiere cambiar el papel pintado y la decoración para ahuyentar la melancolía del invierno. Si pudiera multiplicarme por tres, lograría hacer una media docena de consultas a domicilio por día.

Él la miró de reojo. Era evidente que Bess se sentía feliz por la manera en que había encarrilado su vida. Era una diseñadora de interiores acreditada, tenía su propio negocio y una casa redecorada.

Los Eagles empezaron a cantar Witchy woman.

– ¿Cómo te va a ti? -inquirió Bess.

– Me estoy haciendo rico.

– No esperes que te felicite. Siempre dije que lo serías.

– De ti, Bess, ya no espero nada.

Ella se llevó una mano al pecho con afectación.

– ¡Oh, esto sí es gracioso! ¡Tú no esperas nada de mí! -A continuación adoptó un tono acusador para preguntar-: ¿Cuándo fue la última vez que viste a Randy?

– A Randy le da igual verme.

– No te he preguntado eso. ¿Cuándo fue la última vez que hiciste un esfuerzo por verlo? Es tu hijo, Michael.

– Si Randy quiere verme, me llamará.

– Randy no te llamaría ni aunque regalaras entradas para un concierto de los Rolling Stones, lo sabes muy bien, pero eso no es excusa para que no le hagas caso. Te necesita, aunque no sea consciente de ello, de modo que deberías intentar hablar con él.

– ¿Todavía trabaja en el almacén?

– Cuando tiene ganas.

– ¿Sigue fumando marihuana?

– Creo que sí, pero se cuida de no hacerlo en casa. Le he advertido que si alguna vez vuelvo a olerla, lo echo a la calle.

– Tal vez deberías hacerlo. Así quizá se enderezaría.

– O tal vez no. Es mi hijo, lo quiero e intento hacerle entrar en razón; si lo abandono, ¿qué esperanzas tendrá? Lo cierto es que nunca ha tenido a su padre a su lado.

Michael extendió los brazos sin soltar la copa.

– ¿Qué quieres que haga, Bess? Le he ofrecido dinero para que se matricule en la universidad o, si lo prefiere, en la escuela de comercio, pero no quiere estudiar. ¿Qué esperas que haga? ¿Qué le pida que venga a vivir conmigo? ¿Un cabeza hueca que va a trabajar cuando le viene en gana?