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– Lo siento, mamá, pero tengo planes para después.

Sus planes consistían en preguntar a Maryann Padgett si podía acompañarla a casa.

Cuando entró en St. Mary y vio a Maryann, tuvo la impresión de que le faltaba el aire. Se sintió igual que cuando tenía nueve años y solía colgarse cabeza abajo de los columpios durante cinco minutos y luego trataba de caminar derecho. La muchacha lucía un abrigo azul marino, sencillo y recatado, zapatos azul marino de tacón bajo, y Randy supuso que debajo llevaría un discreto vestido de domingo. Hablaba con Lisa con palabras decorosas y apropiadas. Probablemente en verano iba a los campamentos para leer la Biblia y en invierno editaba el diario de la escuela.

Randy nunca había deseado tanto impresionar a alguien.

Lisa lo vio y lo saludó.

– Hola, Randy.

– Hola, Lisa.

El joven dedicó una inclinación de la cabeza a Maryann, con la esperanza de que no se notara su nerviosismo.

– ¿Dónde está mamá? -preguntó Lisa.

– Debe de estar al llegar. Cada uno ha venido en su coche.

– Tú y Maryann seréis los primeros en entrar en el templo.

– Oh, estupendo.

– Estaba explicándole a Lisa que nunca he asistido a una boda -comentó Maryann.

– Yo tampoco.

– Es emocionante, ¿verdad?

– Sí, lo es.

Bajo su nuevo jersey de tejido acrílico, Randy se sentía acalorado y tembloroso. Maryann tenía una carita de duende travieso, ojos azules muy grandes, boca sensual y un lunar diminuto sobre el labio superior. No llevaba ni una pizca de maquillaje.

El vestíbulo estaba lleno de gente, y Lisa se alejó de ellos para charlar con alguien.

– ¿Siempre has vivido en White Bear Lake? -preguntó Randy para romper el silencio.

– Sí.

– Yo solía ir a los bailes que se organizaban en la calle en el verano, durante los días de Manitou. Contrataban a algunas bandas muy buenas.

– ¿Te gusta la música?

– Me apasiona. Quiero integrarme en un grupo.

– ¿Qué instrumento tocas?

– La batería.

– ¡Oh! -La joven meditó un momento y agregó-: Los músicos llevan una vida muy dura, ¿no?

– No lo sé. Nunca he tenido oportunidad de comprobarlo.

En este momento llegó el padre Moore y empezó a organizar el ensayo. Todos entraron en la iglesia, dejaron los abrigos en los bancos del fondo y, en efecto, Maryann lucía un vestido de bibliotecaria recatada de color oscuro con cuello blanco de encaje. Sin rizos artificiales en el pelo, ofrecía una imagen de antaño que cautivó a Randy. Seguía turbado por la visión de la joven, cuando alguien le puso una mano en el hombro.

– Hola, Randy, ¿cómo va todo?

Dio vuelta y, al ver a su padre, su expresión se endureció.

– Bien.

Michael apartó la mano y saludó a la muchacha.

– Hola, Maryann.

– Hola -repuso ella sonriente-. Estábamos comentando que ésta es la primera boda a la que asistiremos Randy y yo.

– Supongo que también lo es para mí, aparte de la mía, claro está.

Michael esperó, y miró a Randy y, como éste permanecía en silencio, decidió alejarse.

– Bueno… nos veremos más tarde.

Randy lo siguió con la mirada.

– Aparte de su boda… -repitió con sarcasmo-. Querrá decir de las dos…

– ¡Randy! -murmuró Maryann-. ¡Es tu padre!

– No me lo recuerdes.

– ¿Cómo puedes tratarlo de esa manera?

– Yo no hablo al viejo.

– ¿No le hablas? ¡Es terrible! ¿Cómo es posible?

– No le hablo desde que tenía trece años.

Maryann lo miró como si el joven acabara de poner la zancadilla a una anciana.

El padre Moore pidió silencio y empezó el ensayo. Randy estaba irritado con Michael por haber interrumpido su conversación. Después de pensar todo el día en Maryann Padgett, de haber limpiado el coche por ella, de vestirse con ropa nueva por ella, de desear impresionarla, todo se había venido abajo con la aparición del viejo.

¿Por qué no me deja en paz? ¿Por qué tiene que tocarme, hablarme, hacerme aparecer como un imbécil delante de esta chica, cuando el imbécil es él? Yo he venido aquí con la intención de demostrar a Maryann que puedo ser un caballero, charlar amigablemente con ella para conocerla un poco e invitarla a salir. Entonces llega el viejo y jode todo el plan.

Durante el ensayo, Randy observó a su madre y a su padre mientras avanzaban por la nave uno a cada lado de Lisa y se sentaban en la primera fila. Poco después le tocó subir al altar y colocarse de cara a los invitados, con lo que no tuvo más remedio que verlos, juntos, como una pareja feliz. ¡Menuda farsa! ¿Cómo podía su madre estar sentada a su lado como si nunca se hubieran separado, como si la familia no se hubiera roto por culpa de él? Ella podía decir que también era responsable del divorcio, pero no tanto como Michael, y nadie convencería a Randy de lo contrario.

Cuando terminó el ensayo en la iglesia, todos se trasladaron a un restaurante llamado Finnegan’s, donde los Padgett habían reservado un salón privado para la cena de los novios. Randy fue solo en su coche, llegó antes que Maryann y la esperó en el vestíbulo. La puerta se abrió y entró la joven, que hablaba con sus padres con una sonrisa en el rostro.

Cuando lo vio, su sonrisa se hizo más tenue.

– Hola otra vez -saludó Randy.

Se sintió cohibido al advertir que ella había adivinado que estaba aguardándola.

– Hola.

– ¿Te molesta si me siento a tu lado?

Ella lo miró a los ojos.

– Sería mejor que te sentaras junto a tu padre, pero no me molesta.

Randy se ruborizó. Al ver que Maryann hacía ademán de quitarse el abrigo, dijo:

– Permíteme que te ayude.

Lo colgó junto con el suyo y los dos siguieron a los padres de ella hasta el salón reservado, donde había una mesa larga. Mientras caminaba detrás de ella, Randy le miraba el cuello blanco redondo, el oscuro cabello, que le caía lacio hasta los hombros, con las puntas levantadas. Pensó en escribir una canción sobre su melena, una composición lenta y sugerente.

Le retiró la silla y se sentó a su lado en un extremo de la mesa, lejos de sus padres.

Mientras comían, Maryann hablaba con su padre, acomodado a su derecha, y reía. A veces charlaba con Lisa y Mark, o se inclinaba para comentar algo a su madre o a una de sus hermanas. En ningún momento dirigió la palabra a Randy.

– ¿Me pasas la sal, por favor? -pidió él. Ella obedeció con una sonrisa tan forzada que él deseó que no se la hubiera dedicado.

– Excelente comida -observó él.

– Sí. -Maryann tenía la boca llena y los labios brillantes. Se los secó con una servilleta antes de añadir-: Mis padres querían una cena más sofisticada, pero no podían permitírselo, y Mark dijo que estaba bien.

– Se nota que tu familia se lleva muy bien.

– Sí, es cierto.

Randy deseaba prolongar la conversación. Hizo una mueca y miró el plato de Maryann.

– Te gusta el pollo, ¿eh? -observó.

La muchacha había comido toda la carne y dejado la guarnición. Se echó a reír y sus miradas se encontraron.

– Oye -agregó él con un nudo en el estómago-, estaba pensando que tal vez podría llevarte a tu casa.

– Tendré que pedir permiso a papá.

Hacía años que Randy no oía nada semejante.

– Entonces ¿te gustaría? -preguntó con asombro.

– En cierto modo sospechaba que me lo pedirías.

Se volvió hacia su padre y se recostó en la silla para que Randy oyera el intercambio de palabras.

– Papá, Randy se ha ofrecido a llevarme a casa en su coche. ¿Te parece bien?

Jake palpó su audífono.

– ¿Qué? -preguntó.

– Que Randy quiere acompañarme a casa.

Jake se inclinó para mirar a Randy.

– Muy bien, pero recuerda que mañana tienes que madrugar.

– Ya lo sé, papá. Llegaré temprano -aseguró antes de volverse hacia Randy-. ¿Conforme?

– ¡Directamente a casa! -prometió Randy levantando la mano derecha.

Cuando terminó la comida, los invitados se despidieron. Randy entregó el abrigo a Maryann, abrió la pesada puerta de vidrio y cruzaron juntos el aparcamiento cubierto de nieve.

– Este es el mío -indicó cuando llegaron a su Chevy Nova.

Dio la vuelta para abrirle la portezuela y esperó hasta que se hubo sentado para cerrarla. Se sentía ansioso por mostrarse galante y cortés.

Minutos después, mientras ponía en marcha el motor comentó:

– Los muchachos ya no suelen hacer estas cosas… Me refiero a abrir las puertas del coche. -Lo sabía muy bien, puesto que él nunca lo hacía-. De hecho a algunas chicas no les gusta, porque creen que deben defender su independencia.

– Es lo más estúpido que he oído en la vida. A mí me encanta -afirmó Maryann.

Randy arrancó. Se sentía eufórico y decidió que, si ella se mostraba tan sincera, él también podía ser franco.

– Debo reconocer que nunca tengo ese detalle, pero lo haré a partir de ahora.

Ella se ciñó el cinturón de seguridad, otra cosa que él rara vez hacía. Sin embargo esta vez tanteó alrededor, encontró la hebilla sepultada bajo el asiento y la abrochó. Graduó la calefacción, y el ambientador con forma de árbol de Navidad comenzó a girar.

– Huele muy bien aquí dentro -comentó ella-. ¿Qué es?

– Esa cosa -respondió señalando el árbol.

Se dirigió hacia White Bear Avenue. Aunque habría sido más directo tomar la I-95 hasta la 61 y rodear el lago por el oeste, avanzó hacia el este y condujo a treinta kilómetros por hora por la zona residencial, donde estaba permitido ir a cincuenta.

– ¿Puedo preguntarte algo? -inquirió cuando estaban a medio camino de la casa de Maryann.

– ¿Qué?

– ¿Qué edad tienes?

– Diecisiete. Soy mayor de edad.

– ¿Sales con alguien?

– No tengo tiempo. Formo parte del equipo femenino de baloncesto, trabajo en el diario de la escuela y estudio mucho en los ratos libres. Quiero iniciar una carrera, tal vez medicina o derecho, y he presentado una solicitud en la Universidad Hamline. Mis padres no pueden pagarme la matrícula, de modo que tendré que solicitar una beca, lo que significa que debo mantener altas mis calificaciones.

Si él le hubiera hablado de sus resultados en la escuela secundaria, Maryann le habría pedido que detuviera el automóvil y la dejase allí mismo.

– ¿Y tú? -preguntó ella.

– ¿Yo? No; no salgo con nadie.

– ¿Vas a la universidad?

– No. Sólo terminé la escuela secundaria.

– Me has dicho que quieres tocar la batería.

– Sí.

– ¿En una banda de rock?

– Sí.

– ¿Y mientras tanto?

– Mientras tanto, trabajo en un almacén mayorista. Empaqueto nueces recién tostadas, cacahuetes, pistachos y castañas. Es una gran empresa, que recibe pedidos de los lugares más distantes de Estados Unidos. La época de Navidad es la más ajetreada; es para volverse loco.

Maryann se echó a reír mientras él pensaba en cuán distintas eran sus ambiciones. Permanecieron un rato en silencio hasta que Randy exclamó:

– Hostia, parezco un fracasado.

– Randy, ¿puedo ser franca contigo?

– Claro.

– Me gustaría que no emplearas ese vocabulario delante de mí. Me ofende.

Era lo último que él hubiera esperado. Ni siquiera se había dado cuenta de que lo había dicho.

– De acuerdo, perdóname.

– Y en cuanto a que eres un fracasado…, bueno, no es más que un estado de ánimo. Siempre he considerado que si una persona se siente fracasada, debería hacer algo al respecto; estudiar, buscar un trabajo diferente, hacer algo para elevar su autoestima. Ese sería el primer paso.

Cuando llegaron a la casa de Maryann, Randy estacionó en la calle y dejó el motor en marcha. Había muchos automóviles en la entrada; de los padres de ella, de Lisa, de Mark. Todas las luces de la vivienda estaban encendidas. Las cortinas del salón estaban descorridas y vieron a la gente que se movía en el interior.

Randy apoyó el pecho contra el volante, juntó las manos entre las rodillas y clavó la vista en un farol, a unos seis metros de distancia.

– Escucha, sé qué opinas que soy un imbécil por no llevarme bien con mi padre, pero tal vez te gustaría conocer el motivo.

– Por supuesto.

– Cuando yo tenía trece años, él tuvo una aventura amorosa y se divorció de mi madre para casarse con otra. Todo se desmoronó después de eso; el hogar, la escuela…, en especial la escuela, y en cierto modo quedé a la deriva.

– Todavía sientes lástima de ti mismo.

Randy volvió la cabeza para mirarla.

– Él destrozó nuestra familia.

– ¿De verdad lo crees?

Randy esperó a que continuara mientras la observaba con recelo.

– Aunque no te guste, debo decirte que cada uno es responsable de sí mismo. No puedes culparle de tu fracaso en los estudios, aunque resulte más fácil responsabilizarle.

– Hostia, conque él no tiene la culpa de nada.

– Has vuelto a usar esa expresión. Si la repites, me voy.

– ¡De acuerdo, lo siento!

– Sabía que te molestaría oírlo. Tu hermana lo ha superado, y también tu madre; ¿por qué tú no?

Randy se recostó en el asiento.

– ¡Joder, no lo sé!

Antes de que él se diera cuenta de lo que había dicho, Maryann se apeó, cerró la portezuela de un golpe, bordeó un montículo de nieve y se dirigió hacia la casa con paso firme. Randy salió del vehículo y exclamó:

– ¡Maryann lo siento! ¡Se me ha escapado!

Cuando la puerta de la casa se cerró, aporreó el techo del coche con los puños y maldijo a voz en grito.

– ¡Joder, Curran! ¿Cómo se te ocurre intentar ligar con esa mojigata neurótica?

Subió de nuevo al automóvil, aceleró el motor y arrancó a gran velocidad. Bajó la ventanilla, arrancó el árbol de Navidad, se cortó un dedo al romper el hilo, y arrojó el ambientador a la calle mascullando una palabrota.

Dobló una esquina a cuarenta kilómetros por hora, estuvo a punto de derribar una boca de incendios, pasó dos semáforos en rojo y exclamó a voz en cuello:

– ¡A la mierda, Maryann Padgett!

A los pocos minutos estacionó el coche, sacó del bolsillo la marihuana, fumó unas caladas y esperó a que lo invadiera la euforia.

Poco después sonreía al tiempo que murmuraba:

– A la mierda, Maryann Padgett…