– Así pues, no fui la única que lo noté.
– ¡Ni siquiera sé por qué me gusta esa chica!
– ¿Por qué te gusta?
– Ya te he dicho que no lo sé.
– Pues yo sí lo sé.
– ¿De veras? Entonces, dímelo.
– Maryann no es una andrajosa; ése es el motivo.
Randy reprimió la risa. Permaneció unos minutos en silencio.
– La primera vez que la vi quedé impresionado -reconoció-. Tuve la sensación de que me faltaba el aire.
Lisa esbozó una sonrisa pícara.
– Esta noche he tratado de comportarme como un hombre educado, te lo aseguro. Incluso me compré ropa nueva -añadió mientras se tiraba del jersey-, limpié el coche, le retiré la silla para que se sentara y le abrí la portezuela del automóvil, pero ella es dura.
– A veces una mujer dura es lo mejor -afirmó Lisa-, al igual que los amigos. Si tuvieras a tu lado a alguien más duro, que te exigiera más, tal vez serías bueno para Maryann.
– ¿No crees que lo sea?
Lisa lo observó un momento antes de encogerse de hombros y tender la mano hacia la mesita de noche.
– Creo que podrías serlo, pero te costará un poco. -Le entregó la bolsa de patatas fritas y el té helado-. Ahora ve a dormir un poco. Espero que no tengas los ojos rojos mañana, cuando entres en la iglesia.
– De acuerdo. -Randy sonrió avergonzado. Se levantó de la cama y se dirigió a la puerta.
– Ven aquí -pidió Lisa al tiempo que abría los brazos. Randy regresó y se arrojó a ellos para estrecharla sin soltar la bolsa de patatas fritas y la jarra de té.
– Te quiero, hermanito.
Randy se frotó los ojos porque le escocían.
– Yo también te quiero -musitó él.
– Tienes que procurar llevarte mejor con papá.
– Lo sé -admitió.
– Mañana será un buen momento para hacer las paces.
Randy debía marcharse para evitar que su hermana lo viera llorar.
– Sí -murmuró antes de salir a toda prisa de la habitación.
El día siguiente no fue tan tranquilo como Bess había augurado. Fue a la peluquería, se hizo la manicura, Heather la telefoneó en dos ocasiones para consultarle cuestiones relativas al negocio. Había que colgar lazos de raso blanco en los bancos de St. Mary, ponerse en contacto con los proveedores del banquete de boda para avisarles que acudirían tres convidados más, que habían confirmado su asistencia a última hora; comprar una urna para que los invitados introdujeran sus tarjetas; llevar algunas cosas al salón de recepción, que además debía supervisar para asegurarse de que los arreglos de las mesas eran del color elegido, y ¿cómo lo había olvidado? Tenía que comprar una tarjeta de boda, así como las medias. ¿Por qué no había pensado en ellas a principios de la semana?
A las cuatro menos cuarto Bess tenía los nervios crispados. Lisa no había llegado a casa todavía, y ella estaba preocupada por la limusina. Randy no cesaba de pedir cosas; una lima de uñas, enguaje bucal, un pañuelo limpio, un calzador…
– ¿Un calzador? -exclamó Bess-. ¡Utiliza un cuchillo!
Lisa regresó por fin, la más serena del trío, y en ningún momento dejó de tararear mientras se maquillaba y se ponía el vestido. Guardó sus zapatos y el estuche de maquillaje en su maletín y colocó el velo sobre la puerta del salón mientras esperaba a que llegara su padre.
Michael pulsó el timbre a las cinco menos cuarto, tal como había prometido. Bess, que se paseaba con nerviosismo por su dormitorio al tiempo que se ponía un pendiente, se detuvo al oírlo. Corrió hasta una ventana y apartó la cortina. En la calle, había dos limusinas blancas y Michael entraba por primera vez en la casa desde que había recogido sus pertenencias y se había marchado para siempre.
Bess se llevó una mano al pecho y se obligó a respirar hondo. Después cogió su bolso, salió a toda prisa y se paró en lo alto de la escalera al ver cómo Michael, sonriente y muy atractivo con un esmoquin marfil y corbata de lazo en color damasco, abrazaba a Lisa en el vestíbulo. La puerta estaba abierta, el sol de la tarde iluminaba a padre e hija y, por un instante, a Bess le pareció que se veía a sí misma; su vestido, el hombre apuesto, los dos sonrientes y alborozados. De pronto Michael levantó a Lisa en el aire y los dos giraron abrazados.
– ¡Oh, papá! -exclamó ella-. ¿Hablas en serio?
Michael reía.
– Por supuesto. ¿No creerías que iba a permitir que fueras a la iglesia en una calabaza?
– ¡Pero dos!
Lisa se soltó y se asomó a la calle.
– Tu madre tuvo la misma idea; por eso hay dos limusinas.
A través de la puerta abierta, el sol poniente derramaba rayos dorados dentro de la casa y sobre Michael, que observaba a su hija y luego se dio la vuelta para mirar su antiguo hogar. Desde arriba, Bess vio cómo contemplaba el interior: la maceta con la palmera en el rincón, el espejo, el aparador, el salón a la izquierda, la sala de estar… Michael avanzó unos pasos y se detuvo debajo de Bess, que permaneció inmóvil mientras observaba su esmoquin de corte impecable, su pelo oscuro, la franja de seda en las perneras del pantalón, sus zapatos de piel color crema. Entretanto él contemplaba cuanto lo rodeaba como un hombre que lo ha extrañado mucho. ¿Qué recuerdos acudían a él? ¿Qué imágenes volvían de sus hijos? ¿De ella? ¿De él mismo? Bess percibió cuánto echaba de menos ese lugar.
Segundos después Lisa volvió a entrar y Randy apareció en el vestíbulo y se detuvo al ver a su padre.
Michael fue el primero en hablar.
– Hola, Randy.
– Hola.
Ninguno hizo ademán de acercarse al otro. Lisa los miraba desde el umbral, Bess, desde lo alto de la escalera.
– Estás muy elegante -observó Michael al cabo de unos minutos.
– Gracias. Tú también.
Bess descendió por los escalones y Lisa le sonrió.
– ¡Mamá, esto es maravilloso! ¿Lo sabe Mark?
– Todavía no -respondió Bess-. No se enterará hasta que llegue a la iglesia; se supone que los novios no deben ver a la novia antes de la ceremonia.
Michael alzó la vista hacia Bess y la siguió con la mirada mientras bajaba con su traje color melocotón pálido y los zapatos de seda a juego. Las perlas fulguraban en sus orejas y en su cuello, el pelo le caía hacia atrás hasta el cuello, y una sonrisa dulce se dibujaba en sus labios. Se detuvo en el segundo peldaño con la mano sobre la baranda. Hasta una persona poco observadora habría detectado el magnetismo que existía entre ellos. Sus miradas se encontraron mientras Michael palpaba su faja en un gesto inconsciente.
– Hola, Michael -lo saludó Bess con tono apacible.
– Bess…, estás magnífica.
– Estaba pensando lo mismo de ti.
Michael sonrió largo rato antes de caer en la cuenta de que sus hijos los observaban. Entonces retrocedió un paso y afirmó:
– Bien, diría que todos estamos espléndidos. Randy…, y Lisa, nuestra hermosa novia.
– Hermosísima -convino Bess al tiempo que se acercaba a ella.
El pelo de Lisa, estirado hacia atrás con dos peinetas, caía por detrás en tirabuzones. Su madre la tomó de un brazo para que se diera la vuelta.
– Tu peinado es precioso.
– Sí, me encanta.
– Bueno, deberíamos irnos. Los fotógrafos llegarán a las cinco en punto.
– ¿Te traigo tu abrigo, Bess? -ofreció Michael.
– Sí, está en el armario, detrás de ti, y el de Lisa también.
– No -protestó Lisa-. No voy a ponérmelo. Se me arrugaría el vestido. Además, hace un día primaveral.
Michael abrió la puerta del armario, como había hecho cientos de veces, y sacó el abrigo de Bess, mientras Lisa tomaba su velo, que colgaba de la puerta del salón, y Randy cogía el maletín de su hermana.
– ¿Cómo vamos a ir? -preguntó Randy mientras se dirigían a los dos coches, que esperaban con sus chóferes de librea.
Michael fue el último en salir de la casa y se encargó de cerrar la puerta.